/ viernes 17 de julio de 2020

La pandemia sin fin Enrique Medina Vidaña

Como persona que ha vivido más de sesenta años y ser parte de uno de los grupos de riesgo a los que la pandemia del famoso virus Covid-19 ataca con más frecuencia y mayor intensidad, con más de cuatro meses de confinamiento en el hogar y con cuidados especiales a la hora de salir a la calle o ir a algún lugar necesario.

Me resulta difícil entender por qué razón, a pesar de los pronósticos reiterados de la autoridad médica internacional y del propio país, la pandemia se extiende y se extiende en el tiempo y parece que no tendrá fin, pues de los tres meses calculados inicialmente, ya se anticipa que no sólo no terminará en octubre o noviembre de este año, sino que continuará hasta marzo del año que viene y eso estará por verse.

Al respecto, leyendo a los investigadores, encuentro que existen al menos dos tipos de final para una pandemia: El final médico, que se presenta cuando los sistemas de salud logran que las tasas de incidencia de la enfermedad y el número de personas muertas desciendan de manera radical, hasta llegar a su mínima expresión, y el final social, cuando disminuye el miedo de la gente a la enfermedad; es decir, cuando las personas se cansan de tener miedo, de estar en constante pánico y aprender a vivir (deciden, por convicción o necesidad) con los riesgos médicos que implica el contagio.

En México, tristemente, hemos visto cómo han cambiado los escenarios de combate a la pandemia desde sus inicios, allá por el mes de febrero del año en curso. Primero se nos dijo, por parte del gobierno y las autoridades de salud, que sólo era una epidemia, no muy peligrosa, similar a la influenza que se había enfrentado hacía como seis años; que estaba muy lejana, en otro continente, y que si acaso llegaba al país sólo era cuestión de tener unos pocos cuidados para superarla, entre los que no era necesario el uso de cubre bocas ni el aislamiento social.

En un segundo momento, como un mes después, a mediados de marzo, cuando se presentaron los primeros casos en México se advirtió que de epidemia la enfermedad se había transformado en pandemia, por lo que se decretó el aislamiento social, se cerraron las escuelas, las actividades productivas no esenciales se suspendieron y se pidió a la población extremar las medidas de higiene, aunque del cubre bocas se dijo que no era necesario, pues no servía de gran cosa para evitar los contagios.

Ya cuando el número de contagios y la cantidad de defunciones comenzó a rebasar las expectativas a nivel internacional y nacional, en el mes de abril, comenzaron los signos de alarma y se anunció el cierre total de la economía, al menos durante una cuarentena, suspendiendo todo tipo de actividades, con mayor intensidad en algunos países que en otros.

Muy pronto, muchas personas comenzaron a resentir la falta de recursos, por no tener ingresos para atender sus necesidades de sobrevivencia y se comenzaron a escuchar voces de que era necesario reabrir la economía, al menos en las actividades de producción esenciales para no colapsar la economía.

Pasada la cuarentena, en el mes de mayo, sin que la pandemia hubiese llegado a su fin médico o social, se comenzaron a liberar algunas actividades productivas, para avanzar poco a poco hacia una nueva normalidad, la cual implicaba cuidados especiales como la sana distancia entre personas, el lavado constante de manos, el uso de gel antibacterial y, ahora sí, el uso obligatorio de cubre bocas, cuando se estuviese en lugares públicos o en contacto directo con otras personas.

Ya en el mes de junio, con la presión empresarial y social a tope, los gobiernos y las autoridades de salud, en los distintos países, anunciaron la apertura gradual pero generalizada de las actividades laborales y productivas, con excepción de las educativas, las sociales y las religiosas, lo que dio como consecuencia un desbordamiento social a las calles y a los negocios y como consecuencia, un repunte en el número de contagios y evidentemente, en el número de defunciones, al grado tal que de las ocho mil defunciones pronosticadas en el mes de marzo, en México se superaron ya las 35 mil muertes por esta enfermedad.

Así las cosas, al menos en nuestro país, la pandemia parece no tener fin, pues no se avizoran argumentos ni acciones de salud pública que puedan anticipar un fin médico, a pesar de que se declara que la capacidad hospitalaria sigue sin ser rebasada, aunque en algunas ciudades los hospitales ya no reciben pacientes con esta enfermedad, o bien, no cuentan con personal médico especializado para atenderlos, a la par que en otros hospitales hacen falta insumos adecuados para tal fin.

En cuanto a un fin social, la situación es todavía más grave pues hay pocas evidencias que demuestren que la población en lo general ha tomado conciencia de la gravedad de la enfermedad y que ha aprendido a vivir con ella, con las medidas de confinamiento distanciamiento y cuidados de salud e higiénicos pertinentes.

En todo el país sigue habiendo personas que por su ignorancia, desconfianza o desinformación, niegan la existencia del virus. Hay otras personas y grupos sociales que argumentan que lo del virus es un invento de los países económicamente dominantes, que buscan lucrar con la enfermedad, como lo hacen con las guerras, por ejemplo.

En otros casos, muchas personas por imprudencia o desafío a la autoridad de salud e incluso al sentido común, argumentan que la enfermedad no será tan grave como una simple gripa y que no existen peligros mayores.

Ante este estado de cosas, parece que la única salida de la pandemia será aprender a vivir con la enfermedad; sin embargo, para que esto sea posible se requiere de un cambio de rumbo en las estrategias de atención a la contingencia, comenzando primero por un ejemplo congruente de actitud y comportamiento de la autoridad de gobierno y de salud y después, con acciones de sensibilización, concientización, compromiso y actuación en los distintos ámbitos del desarrollo, especialmente en el educativo y el social.

Como persona que ha vivido más de sesenta años y ser parte de uno de los grupos de riesgo a los que la pandemia del famoso virus Covid-19 ataca con más frecuencia y mayor intensidad, con más de cuatro meses de confinamiento en el hogar y con cuidados especiales a la hora de salir a la calle o ir a algún lugar necesario.

Me resulta difícil entender por qué razón, a pesar de los pronósticos reiterados de la autoridad médica internacional y del propio país, la pandemia se extiende y se extiende en el tiempo y parece que no tendrá fin, pues de los tres meses calculados inicialmente, ya se anticipa que no sólo no terminará en octubre o noviembre de este año, sino que continuará hasta marzo del año que viene y eso estará por verse.

Al respecto, leyendo a los investigadores, encuentro que existen al menos dos tipos de final para una pandemia: El final médico, que se presenta cuando los sistemas de salud logran que las tasas de incidencia de la enfermedad y el número de personas muertas desciendan de manera radical, hasta llegar a su mínima expresión, y el final social, cuando disminuye el miedo de la gente a la enfermedad; es decir, cuando las personas se cansan de tener miedo, de estar en constante pánico y aprender a vivir (deciden, por convicción o necesidad) con los riesgos médicos que implica el contagio.

En México, tristemente, hemos visto cómo han cambiado los escenarios de combate a la pandemia desde sus inicios, allá por el mes de febrero del año en curso. Primero se nos dijo, por parte del gobierno y las autoridades de salud, que sólo era una epidemia, no muy peligrosa, similar a la influenza que se había enfrentado hacía como seis años; que estaba muy lejana, en otro continente, y que si acaso llegaba al país sólo era cuestión de tener unos pocos cuidados para superarla, entre los que no era necesario el uso de cubre bocas ni el aislamiento social.

En un segundo momento, como un mes después, a mediados de marzo, cuando se presentaron los primeros casos en México se advirtió que de epidemia la enfermedad se había transformado en pandemia, por lo que se decretó el aislamiento social, se cerraron las escuelas, las actividades productivas no esenciales se suspendieron y se pidió a la población extremar las medidas de higiene, aunque del cubre bocas se dijo que no era necesario, pues no servía de gran cosa para evitar los contagios.

Ya cuando el número de contagios y la cantidad de defunciones comenzó a rebasar las expectativas a nivel internacional y nacional, en el mes de abril, comenzaron los signos de alarma y se anunció el cierre total de la economía, al menos durante una cuarentena, suspendiendo todo tipo de actividades, con mayor intensidad en algunos países que en otros.

Muy pronto, muchas personas comenzaron a resentir la falta de recursos, por no tener ingresos para atender sus necesidades de sobrevivencia y se comenzaron a escuchar voces de que era necesario reabrir la economía, al menos en las actividades de producción esenciales para no colapsar la economía.

Pasada la cuarentena, en el mes de mayo, sin que la pandemia hubiese llegado a su fin médico o social, se comenzaron a liberar algunas actividades productivas, para avanzar poco a poco hacia una nueva normalidad, la cual implicaba cuidados especiales como la sana distancia entre personas, el lavado constante de manos, el uso de gel antibacterial y, ahora sí, el uso obligatorio de cubre bocas, cuando se estuviese en lugares públicos o en contacto directo con otras personas.

Ya en el mes de junio, con la presión empresarial y social a tope, los gobiernos y las autoridades de salud, en los distintos países, anunciaron la apertura gradual pero generalizada de las actividades laborales y productivas, con excepción de las educativas, las sociales y las religiosas, lo que dio como consecuencia un desbordamiento social a las calles y a los negocios y como consecuencia, un repunte en el número de contagios y evidentemente, en el número de defunciones, al grado tal que de las ocho mil defunciones pronosticadas en el mes de marzo, en México se superaron ya las 35 mil muertes por esta enfermedad.

Así las cosas, al menos en nuestro país, la pandemia parece no tener fin, pues no se avizoran argumentos ni acciones de salud pública que puedan anticipar un fin médico, a pesar de que se declara que la capacidad hospitalaria sigue sin ser rebasada, aunque en algunas ciudades los hospitales ya no reciben pacientes con esta enfermedad, o bien, no cuentan con personal médico especializado para atenderlos, a la par que en otros hospitales hacen falta insumos adecuados para tal fin.

En cuanto a un fin social, la situación es todavía más grave pues hay pocas evidencias que demuestren que la población en lo general ha tomado conciencia de la gravedad de la enfermedad y que ha aprendido a vivir con ella, con las medidas de confinamiento distanciamiento y cuidados de salud e higiénicos pertinentes.

En todo el país sigue habiendo personas que por su ignorancia, desconfianza o desinformación, niegan la existencia del virus. Hay otras personas y grupos sociales que argumentan que lo del virus es un invento de los países económicamente dominantes, que buscan lucrar con la enfermedad, como lo hacen con las guerras, por ejemplo.

En otros casos, muchas personas por imprudencia o desafío a la autoridad de salud e incluso al sentido común, argumentan que la enfermedad no será tan grave como una simple gripa y que no existen peligros mayores.

Ante este estado de cosas, parece que la única salida de la pandemia será aprender a vivir con la enfermedad; sin embargo, para que esto sea posible se requiere de un cambio de rumbo en las estrategias de atención a la contingencia, comenzando primero por un ejemplo congruente de actitud y comportamiento de la autoridad de gobierno y de salud y después, con acciones de sensibilización, concientización, compromiso y actuación en los distintos ámbitos del desarrollo, especialmente en el educativo y el social.