/ martes 20 de agosto de 2019

LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA EN MÉXICO

Del 68 a la 4ª T, vista en primera persona: (Parte 15 de 30)

La esencia del priismo. A mediados de los años cuarenta el PRM dejó de existir, en su lugar se creó el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, con esta mutación no sólo hubo un cambio de nombre y siglas, sino también de estrategia partidaria.

De tal forma que con el antiguo partido cardenista se acabaron las grandes movilizaciones sociales de los sectores que lo integraban, al grado que, la lucha de clases tan evidente y activa a lo largo de todo aquel sexenio, ahora estaría encaminada a lograr la utópica Unidad Nacional a cualesquier precio; mientras que la Reforma Agraria, columna vertebral de la política económica y social del régimen cardenista, pasó a un segundo término al ser desplazada por la industrialización a toda costa y, finalmente, la revolución se convirtió en una simple evolución. En otras palabras, la Revolución mexicana se institucionalizó o, mejor dicho, hasta ahí llegó.

En esta nueva fase, además del cambio de nombre del partido de Estado, también se ratificó la eliminación que, desde 1942, se había hecho del sector militar. Al respecto, hay que señalar que, mientras que los militares dejaban la política partidista y se replegaban para siempre en sus cuarteles, los civiles provenientes de los sectores medios conformados por una amplísima gama de grupos, dentro de los que destacaban los profesionistas, burócratas, universitarios, etcétera, empezaron a crecer significativamente y a ocupar los diferentes espacios del poder político, tanto en el seno de la burocracia estatal como en la propia organización partidaria.

Todo esto, sin embargo, no resultaba casual sino que tenía su fundamento en el ascendente proceso de industrialización y urbanización que empezó a observarse y repuntar en México desde los albores de la década de los cuarenta.

En este nuevo contexto, los otrora hegemónicos y activos sectores obreros y campesinos, empezaron a descender en actividad e influencia política, mientras que el sector popular poco a poco se fue apoderando del liderazgo del moderno partido de Estado reformado e institucionalizado.

En otro orden de cosas es necesario manifestar que con la conformación del partido, el otrora inestable sistema político mexicano entró de lleno en un sólido proceso de institucionalización y estabilidad.

Así, arropado en la ideología del nacionalismo revolucionario, desde un principio el partido se erigió como el único heredero de las conquistas obtenidas por la Revolución mexicana plasmadas en la Constitución de 1917 como si éste hubiese sido el único referente que las conquistó. En tal dirección, el partido del estado se manifestaba como defensor, por lo menos declarativamente, de la educación pública, laica y nacionalista; del derecho al trabajo, de la sindicalización, la contratación colectiva y la huelga; del derecho a la tierra para los campesinos en su modalidad privada, ejidal y comunal. Simultáneamente, se pronunció por seguir manteniendo la separación entre la Iglesia y el Estado, así como el derecho de este último a intervenir y regular la economía.

Por último, también se manifestaría por la independencia y la soberanía nacional, la autodeterminación de los pueblos y la no intervención de ningún país en los asuntos internos de otro. Con este discurso que en no pocas ocasiones resultó más retórica que realidad, durante mucho tiempo el partido pudo lograr el reconocimiento de amplios sectores de la población.

Concomitantemente a su discurso, por medio de sus sectores el partido de Estado ejercía un férreo control corporativo de la serie de organizaciones obreras, campesinas y populares afiliadas a él. En este aspecto, actuaba exitosamente poniendo en práctica distintas modalidades de control, cooptación y manipulación como era el clientelismo político y el célebre charrismo sindical.

Sin duda, una de las prácticas de corrupción, manipulación y control más comunes y socorridos del movimiento obrero mexicano. Inicialmente, este tipo de prácticas se implementaron en los sindicatos. Empero, a medida en que resultaron exitosas, un poco más tarde también se extendieron e institucionalizaron en el seno de las demás organizaciones sociales de carácter campesino, popular, urbano y hasta estudiantil. Todo esto, con la abierta complacencia y el apoyo tanto del gobierno como de su partido.

A todo lo anterior, habría que abonar el hecho de que en México no existían órganos electorales independientes puesto que el sistema electoral, a decir del investigador Ilán Semo, estaba administrativa y legalmente hablando cautivo, por el gobierno y su partido. Así, los comicios eran organizados por el propio Poder Ejecutivo por medio del secretario de Gobernación quien a su vez fungía como el Presidente de la Comisión Federal Electoral, antecedente tanto del IFE y después del INE.

En ese contexto, los procesos electorales resultaban ser una mera formalidad o parte de un ritual de legitimación de la voluntad unipersonal del presidente de la República en turno o, cuando mucho, de los gobernadores de los estados. Debido a este control, desde su aparición formal como partido de Estado y hasta antes de los comicios federales de 1988, el PRI nunca tuvo una derrota electoral, por lo menos oficialmente reconocida, en lo concerniente a la elección de senadores, gobernadores de los estados y mucho menos de presidentes de la República.

Por todas estas razones, muy bien puede afirmarse que durante toda esta etapa, el país fue el reino de un partido prácticamente único que ocupaba y monopolizaba la totalidad de los espacios de poder político en México. En efecto, de costa a costa y de frontera a frontera, desde la más modesta y apartada regiduría hasta la Presidencia de la República, eran cotos en poder de este partido.

Por esta razón en su momento, el politólogo italiano Giovanni Sartori no exageró en caracterizar correctamente al PRI como un partido “hegemónico pragmático”. Igualmente, tampoco se equivocó Mario Vargas Llosa, ese escritor peruano de tendencia conservadora, cuando al principio de los años noventa dijo que en México existía “una dictadura perfecta”. Se refería a la dictadura del entonces hegemónico y aún poderoso PRI. (Continuará)


* Profesor e investigador de carrera en la UNAM. Email: elpozoleunam@hotmail.com

Del 68 a la 4ª T, vista en primera persona: (Parte 15 de 30)

La esencia del priismo. A mediados de los años cuarenta el PRM dejó de existir, en su lugar se creó el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, con esta mutación no sólo hubo un cambio de nombre y siglas, sino también de estrategia partidaria.

De tal forma que con el antiguo partido cardenista se acabaron las grandes movilizaciones sociales de los sectores que lo integraban, al grado que, la lucha de clases tan evidente y activa a lo largo de todo aquel sexenio, ahora estaría encaminada a lograr la utópica Unidad Nacional a cualesquier precio; mientras que la Reforma Agraria, columna vertebral de la política económica y social del régimen cardenista, pasó a un segundo término al ser desplazada por la industrialización a toda costa y, finalmente, la revolución se convirtió en una simple evolución. En otras palabras, la Revolución mexicana se institucionalizó o, mejor dicho, hasta ahí llegó.

En esta nueva fase, además del cambio de nombre del partido de Estado, también se ratificó la eliminación que, desde 1942, se había hecho del sector militar. Al respecto, hay que señalar que, mientras que los militares dejaban la política partidista y se replegaban para siempre en sus cuarteles, los civiles provenientes de los sectores medios conformados por una amplísima gama de grupos, dentro de los que destacaban los profesionistas, burócratas, universitarios, etcétera, empezaron a crecer significativamente y a ocupar los diferentes espacios del poder político, tanto en el seno de la burocracia estatal como en la propia organización partidaria.

Todo esto, sin embargo, no resultaba casual sino que tenía su fundamento en el ascendente proceso de industrialización y urbanización que empezó a observarse y repuntar en México desde los albores de la década de los cuarenta.

En este nuevo contexto, los otrora hegemónicos y activos sectores obreros y campesinos, empezaron a descender en actividad e influencia política, mientras que el sector popular poco a poco se fue apoderando del liderazgo del moderno partido de Estado reformado e institucionalizado.

En otro orden de cosas es necesario manifestar que con la conformación del partido, el otrora inestable sistema político mexicano entró de lleno en un sólido proceso de institucionalización y estabilidad.

Así, arropado en la ideología del nacionalismo revolucionario, desde un principio el partido se erigió como el único heredero de las conquistas obtenidas por la Revolución mexicana plasmadas en la Constitución de 1917 como si éste hubiese sido el único referente que las conquistó. En tal dirección, el partido del estado se manifestaba como defensor, por lo menos declarativamente, de la educación pública, laica y nacionalista; del derecho al trabajo, de la sindicalización, la contratación colectiva y la huelga; del derecho a la tierra para los campesinos en su modalidad privada, ejidal y comunal. Simultáneamente, se pronunció por seguir manteniendo la separación entre la Iglesia y el Estado, así como el derecho de este último a intervenir y regular la economía.

Por último, también se manifestaría por la independencia y la soberanía nacional, la autodeterminación de los pueblos y la no intervención de ningún país en los asuntos internos de otro. Con este discurso que en no pocas ocasiones resultó más retórica que realidad, durante mucho tiempo el partido pudo lograr el reconocimiento de amplios sectores de la población.

Concomitantemente a su discurso, por medio de sus sectores el partido de Estado ejercía un férreo control corporativo de la serie de organizaciones obreras, campesinas y populares afiliadas a él. En este aspecto, actuaba exitosamente poniendo en práctica distintas modalidades de control, cooptación y manipulación como era el clientelismo político y el célebre charrismo sindical.

Sin duda, una de las prácticas de corrupción, manipulación y control más comunes y socorridos del movimiento obrero mexicano. Inicialmente, este tipo de prácticas se implementaron en los sindicatos. Empero, a medida en que resultaron exitosas, un poco más tarde también se extendieron e institucionalizaron en el seno de las demás organizaciones sociales de carácter campesino, popular, urbano y hasta estudiantil. Todo esto, con la abierta complacencia y el apoyo tanto del gobierno como de su partido.

A todo lo anterior, habría que abonar el hecho de que en México no existían órganos electorales independientes puesto que el sistema electoral, a decir del investigador Ilán Semo, estaba administrativa y legalmente hablando cautivo, por el gobierno y su partido. Así, los comicios eran organizados por el propio Poder Ejecutivo por medio del secretario de Gobernación quien a su vez fungía como el Presidente de la Comisión Federal Electoral, antecedente tanto del IFE y después del INE.

En ese contexto, los procesos electorales resultaban ser una mera formalidad o parte de un ritual de legitimación de la voluntad unipersonal del presidente de la República en turno o, cuando mucho, de los gobernadores de los estados. Debido a este control, desde su aparición formal como partido de Estado y hasta antes de los comicios federales de 1988, el PRI nunca tuvo una derrota electoral, por lo menos oficialmente reconocida, en lo concerniente a la elección de senadores, gobernadores de los estados y mucho menos de presidentes de la República.

Por todas estas razones, muy bien puede afirmarse que durante toda esta etapa, el país fue el reino de un partido prácticamente único que ocupaba y monopolizaba la totalidad de los espacios de poder político en México. En efecto, de costa a costa y de frontera a frontera, desde la más modesta y apartada regiduría hasta la Presidencia de la República, eran cotos en poder de este partido.

Por esta razón en su momento, el politólogo italiano Giovanni Sartori no exageró en caracterizar correctamente al PRI como un partido “hegemónico pragmático”. Igualmente, tampoco se equivocó Mario Vargas Llosa, ese escritor peruano de tendencia conservadora, cuando al principio de los años noventa dijo que en México existía “una dictadura perfecta”. Se refería a la dictadura del entonces hegemónico y aún poderoso PRI. (Continuará)


* Profesor e investigador de carrera en la UNAM. Email: elpozoleunam@hotmail.com

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