/ martes 13 de octubre de 2020

Liberalismo y democracia ¿en conflicto?

Vivimos en una democracia liberal. Eso lo escuchamos a diario en boca de periodistas, políticos, profesores.

Algunos nos advierten que está en peligro, otros que por fin está consolidada y otros más bien niegan que tal cosa exista en México. Fuera de esas discusiones, lo cierto es que nunca reparamos en ese tándem que nos suena a una sola cosa. Porque democracia y liberalismo no son lo mismo.

Histórica y geográficamente aparecieron en momentos distintos y distantes. Conceptualmente no son enteramente compatibles y en algunos puntos parecieran más bien antagónicos. La relación a lo largo de los siglos entre ambas ideologías está llena de conflictos.

Hay bibliotecas enteras sobre su origen. Internamente hay corrientes divergentes que se disputan su esencia. A reserva de todo ese debate, podemos situar el nacimiento de la democracia en la antigua Grecia. Hablar de democracia nos parece una obviedad, promesa de campaña y cliché en un spot del INE.

Bien, no es un sistema de organización social natural en el hombre y su aparición es reciente en México y en la mayor parte del mundo. Su mayor mérito, nos dicen sus defensores, es que es el menos peorcito de cuanto régimen político ha habido en la historia. Razón no les falta.

En el liberalismo el embrollo no es menor. La tesis más aceptada sitúa su génesis en la Inglaterra del siglo XVII, cuando se le impusieron límites al poder del monarca. Ortega y Gasset señala en un precioso artículo su origen nada menos que en los castillos medievales. Que una doctrina que pone en el centro al individuo, defiende las libertades de empresa, conciencia, prensa, opinión, haya surgido en el Medioevo, pone de cabeza el sentido común que tenemos de esa época “oscura”.

El sorprendente argumento de Ortega es que los castillos fueron construidos para defender al individuo del Estado. Acotar el poder, delimitar el campo de acción en nuestras vidas del Leviatán. En el siglo XXI nuestras impenetrables murallas serían las constituciones que nos protegen de la inercia natural del poder a expandirse y sofocar al individuo.

Pero es perfectamente posible que exista un sistema liberal no democrático, y democracias iliberales. Lo primero ha sido una constante en la historia, lo segundo es una posibilidad latente en el futuro cercano gracias al ascenso de gobiernos populistas, según nos advierten algunos teóricos.

Para Norberto Bobbio, liberalismo y democracia son indisociables en nuestras sociedades modernas. Imposible concebir, nos dice, una democracia sin libertad de prensa, asociación y opinión. No puede tampoco delimitarse el poder sin la participación de la mayoría en la vida pública.

Quizá la dicotomía neoliberalismo-populismo, tan constantemente aludida en el debate público, no sea más que una extensión del liberalismo y la democracia respectivamente. Al primero se le ha criticado la primacía que le da a la libertad económica por encima de las otras.

Por otra parte, la irritación social es aprovechada por demagogos que estimulan los peores rencores e incitan la polarización, apelando tramposamente a mecanismos de "democracia directa" como referéndums, plebiscitos y de México para el mundo, rifas que no rifan nada.

Deberíamos repensar, dados los abruptos cambios políticos de los últimos años en el mundo, los fundamentos de esa conjunción por naturaleza conflictiva, pero con posibilidad de encontrar un equilibrio sano, entre liberalismo y democracia.

Para empezar, tenemos que quitarle el monopolio del uso del término "liberal" (y su contraparte "conservador") a quien distorsiona su sentido, y señalar a los falsos demócratas que solo lo son mientras llegan al poder.

Vivimos en una democracia liberal. Eso lo escuchamos a diario en boca de periodistas, políticos, profesores.

Algunos nos advierten que está en peligro, otros que por fin está consolidada y otros más bien niegan que tal cosa exista en México. Fuera de esas discusiones, lo cierto es que nunca reparamos en ese tándem que nos suena a una sola cosa. Porque democracia y liberalismo no son lo mismo.

Histórica y geográficamente aparecieron en momentos distintos y distantes. Conceptualmente no son enteramente compatibles y en algunos puntos parecieran más bien antagónicos. La relación a lo largo de los siglos entre ambas ideologías está llena de conflictos.

Hay bibliotecas enteras sobre su origen. Internamente hay corrientes divergentes que se disputan su esencia. A reserva de todo ese debate, podemos situar el nacimiento de la democracia en la antigua Grecia. Hablar de democracia nos parece una obviedad, promesa de campaña y cliché en un spot del INE.

Bien, no es un sistema de organización social natural en el hombre y su aparición es reciente en México y en la mayor parte del mundo. Su mayor mérito, nos dicen sus defensores, es que es el menos peorcito de cuanto régimen político ha habido en la historia. Razón no les falta.

En el liberalismo el embrollo no es menor. La tesis más aceptada sitúa su génesis en la Inglaterra del siglo XVII, cuando se le impusieron límites al poder del monarca. Ortega y Gasset señala en un precioso artículo su origen nada menos que en los castillos medievales. Que una doctrina que pone en el centro al individuo, defiende las libertades de empresa, conciencia, prensa, opinión, haya surgido en el Medioevo, pone de cabeza el sentido común que tenemos de esa época “oscura”.

El sorprendente argumento de Ortega es que los castillos fueron construidos para defender al individuo del Estado. Acotar el poder, delimitar el campo de acción en nuestras vidas del Leviatán. En el siglo XXI nuestras impenetrables murallas serían las constituciones que nos protegen de la inercia natural del poder a expandirse y sofocar al individuo.

Pero es perfectamente posible que exista un sistema liberal no democrático, y democracias iliberales. Lo primero ha sido una constante en la historia, lo segundo es una posibilidad latente en el futuro cercano gracias al ascenso de gobiernos populistas, según nos advierten algunos teóricos.

Para Norberto Bobbio, liberalismo y democracia son indisociables en nuestras sociedades modernas. Imposible concebir, nos dice, una democracia sin libertad de prensa, asociación y opinión. No puede tampoco delimitarse el poder sin la participación de la mayoría en la vida pública.

Quizá la dicotomía neoliberalismo-populismo, tan constantemente aludida en el debate público, no sea más que una extensión del liberalismo y la democracia respectivamente. Al primero se le ha criticado la primacía que le da a la libertad económica por encima de las otras.

Por otra parte, la irritación social es aprovechada por demagogos que estimulan los peores rencores e incitan la polarización, apelando tramposamente a mecanismos de "democracia directa" como referéndums, plebiscitos y de México para el mundo, rifas que no rifan nada.

Deberíamos repensar, dados los abruptos cambios políticos de los últimos años en el mundo, los fundamentos de esa conjunción por naturaleza conflictiva, pero con posibilidad de encontrar un equilibrio sano, entre liberalismo y democracia.

Para empezar, tenemos que quitarle el monopolio del uso del término "liberal" (y su contraparte "conservador") a quien distorsiona su sentido, y señalar a los falsos demócratas que solo lo son mientras llegan al poder.