/ viernes 6 de agosto de 2021

Los neuroderechos y el lado oscuro de la inteligencia artificial

En una anterior oportunidad, hablábamos de la importancia que revisten los llamados “neuroderechos” -“Los neuroderechos y la autonomía de la voluntad del futuro”, visible en https://bit.ly/3rX3So6-, los cuales representan una de las dimensiones más relevantes de los “derechos digitales” -los cuales complementan, como prerrogativas emergentes, a los tradicionales “derechos analógicos” que se han puesto de manifiesto con mucho impacto en los más recientes años de ésta que estamos viviendo, la era digital-.

La inteligencia artificial ha llegado para quedarse en el panorama de nuestra contemporaneidad, entendida a grandes rasgos como aquella disciplina que resuelve problemas cognitivos que tienen que ver con al aprendizaje, el reconocimiento de patrones y otro tipo de factores a partir de la inteligencia expresada por medio de computadoras, máquinas y plataformas diversas.

Si al decir del llamado padre de la inteligencia artificial, Marvin Minsky, el cerebro es una máquina con funciones que pueden ser estudiadas, analizadas y emuladas por una computadora, no es extraño que desde hace años se estén investigando -con fines positivos o negativos- las posibles maneras de intervenir las facultades mentales de los individuos, con todo lo que tal cuestión conlleva.

No es necesario hablar de la robótica y de las posibilidades de que las máquinas y los robots se apropien eventualmente de la faz de la tierra, como lo han hecho múltiples productos de entretenimiento en la literatura, el cine, la televisión y últimamente el streaming. No vayamos muy lejos: los mismos hombres son capaces de imprimirles sentidos genuinamente malévolos a la tecnología, la ciencia y otros aspectos actuales de la vida en sociedad. El propio Minsky llegó a aseverar que hasta el día de hoy no se ha diseñado un ordenador consciente de lo que está haciendo pero que, en esta misma tesitura, nosotros tampoco tenemos esa consciencia.

Y ahí es donde entran en acción los neuroderechos como estrategias de contención ante el avance cada vez más frontal de ese cariz oscuro que trae consigo la inteligencia artificial. El solo hecho de impedir que el cerebro sea manipulado basta y sobra para asimilar la extraordinaria trascendencia que tienen en pleno siglo XXI.

La genética, la bioética, la bioingeniería, la propia robótica, entre otros campos de las ciencias que han emergido en las últimas décadas, pueden llegar a afectar lo que pasa en nuestra mente y, con ello, nuestro sentido volitivo y de convicción. Por eso son encomiables iniciativas como la que persigue el proyecto BRAIN -dirigido por el reconocido neurólogo Rafael Yuste-: que los avances, progresos y pasos agigantados que se dan en la inteligencia artificial no vulneren el núcleo esencial de los neuroderechos. “Escribir” sobre cerebros, “editar” el pensamiento e incluso jugar con él son asuntos que muchos creían pertenecientes únicamente al terreno de la ciencia ficción. Pero no más.

La globalización, queda claro, tiene un ángulo sórdido. El conocimiento, la información y elementos intangibles de este tipo son potencialmente peligrosos cuando caen en las manos equivocadas. Por eso es que siempre vale la pena repetirlo y reiterarlo hasta el cansancio: la Constitución y los derechos fundamentales son nuestra mejor y más potente barrera de protección ante los abusos de los poderes fácticos. Y, por ende, los neuroderechos deben ser reconocidos y salvaguardados antes de que empiece a ser demasiado tarde.


En una anterior oportunidad, hablábamos de la importancia que revisten los llamados “neuroderechos” -“Los neuroderechos y la autonomía de la voluntad del futuro”, visible en https://bit.ly/3rX3So6-, los cuales representan una de las dimensiones más relevantes de los “derechos digitales” -los cuales complementan, como prerrogativas emergentes, a los tradicionales “derechos analógicos” que se han puesto de manifiesto con mucho impacto en los más recientes años de ésta que estamos viviendo, la era digital-.

La inteligencia artificial ha llegado para quedarse en el panorama de nuestra contemporaneidad, entendida a grandes rasgos como aquella disciplina que resuelve problemas cognitivos que tienen que ver con al aprendizaje, el reconocimiento de patrones y otro tipo de factores a partir de la inteligencia expresada por medio de computadoras, máquinas y plataformas diversas.

Si al decir del llamado padre de la inteligencia artificial, Marvin Minsky, el cerebro es una máquina con funciones que pueden ser estudiadas, analizadas y emuladas por una computadora, no es extraño que desde hace años se estén investigando -con fines positivos o negativos- las posibles maneras de intervenir las facultades mentales de los individuos, con todo lo que tal cuestión conlleva.

No es necesario hablar de la robótica y de las posibilidades de que las máquinas y los robots se apropien eventualmente de la faz de la tierra, como lo han hecho múltiples productos de entretenimiento en la literatura, el cine, la televisión y últimamente el streaming. No vayamos muy lejos: los mismos hombres son capaces de imprimirles sentidos genuinamente malévolos a la tecnología, la ciencia y otros aspectos actuales de la vida en sociedad. El propio Minsky llegó a aseverar que hasta el día de hoy no se ha diseñado un ordenador consciente de lo que está haciendo pero que, en esta misma tesitura, nosotros tampoco tenemos esa consciencia.

Y ahí es donde entran en acción los neuroderechos como estrategias de contención ante el avance cada vez más frontal de ese cariz oscuro que trae consigo la inteligencia artificial. El solo hecho de impedir que el cerebro sea manipulado basta y sobra para asimilar la extraordinaria trascendencia que tienen en pleno siglo XXI.

La genética, la bioética, la bioingeniería, la propia robótica, entre otros campos de las ciencias que han emergido en las últimas décadas, pueden llegar a afectar lo que pasa en nuestra mente y, con ello, nuestro sentido volitivo y de convicción. Por eso son encomiables iniciativas como la que persigue el proyecto BRAIN -dirigido por el reconocido neurólogo Rafael Yuste-: que los avances, progresos y pasos agigantados que se dan en la inteligencia artificial no vulneren el núcleo esencial de los neuroderechos. “Escribir” sobre cerebros, “editar” el pensamiento e incluso jugar con él son asuntos que muchos creían pertenecientes únicamente al terreno de la ciencia ficción. Pero no más.

La globalización, queda claro, tiene un ángulo sórdido. El conocimiento, la información y elementos intangibles de este tipo son potencialmente peligrosos cuando caen en las manos equivocadas. Por eso es que siempre vale la pena repetirlo y reiterarlo hasta el cansancio: la Constitución y los derechos fundamentales son nuestra mejor y más potente barrera de protección ante los abusos de los poderes fácticos. Y, por ende, los neuroderechos deben ser reconocidos y salvaguardados antes de que empiece a ser demasiado tarde.