/ martes 1 de diciembre de 2020

Maravillosa enseñanza de ser, vivir y estar

La vida en verdad es una fiesta; a cada paso nos da de todo: Bueno y malo, alegrías y sinsabores; cada hecho que nos ocurre es una maravillosa enseñanza que debemos tomar en cuenta para motivarnos y no un pretexto para alejarnos de la alegría de ser, de estar, de vivir.

El contemplar el encanto de una flor, el canto de las aves, la sonrisa de los niños, el amanecer, la suave brisa que nos acaricia, los rayos del sol siempre presentes en medio de la peor tormenta y, miles de bellezas que podemos observar y alegrarnos. Entonces, ¿por qué no elogiamos la vida de quienes están a nuestro alrededor?

Decía la Madre Teresa de Calcuta que la peor enfermedad era el mal humor porque lastima a quienes lo tienen y a todos los que le rodean. Al cometer un error es mejor aceptarlo y corregirlo, que justificarlo y enojarse. Es como si se asegurara que no hay ningún delito pero que de todas maneras entre a la prisión; o que las medicinas aplicadas son las indicadas pero el enfermo se pone peor. Entonces de que sirve justificar nuestra actuación y luego cargar con las consecuencias negativas de la misma y mostrar el más atormentado mal humor. Hay miles de motivos para alimentar la ira, la cólera.

Agradezcamos a Dios Nuestro Señor por todos los sanos comentarios que podemos hacer con nuestros semejantes porque eso significa que tenemos libertad de expresión. Por el cansancio y el dolor que en el ejercicio de nuestro deber tenemos que padecer porque ello quiere decir que aún podemos desempeñarnos. Si no alcanzamos a resolver cabalmente nuestros problemas, al menos tratemos de iluminar en lo posible el bienestar de los demás. Hay que vivir para dar, caminar para encontrar, sonreír para alegrar, tener para compartir, repartir para aliviar, esperar para abrazar: saludables e íntegras actitudes que se erigen como una hermosa aventura humana.

La naturaleza no nos engaña nunca, somos nosotros mismos los que nos equivocamos. Es bueno admirar a los que triunfan, pero sin rendirles pleitesía como si fueran personas preeminentes. Nosotros también podemos obtener logros. Podemos reconocer sus portes e identificar sus éxitos. Pues a todos se nos presentan oportunidades pero muy a menudo las dejamos escapar por nuestros temores e inseguridades. Nada sienta mejor al cuerpo que el crecimiento del espíritu. No debemos compararnos con los demás, cada quien tiene su identidad y ocasiones para mejorar. Es más prudente reaccionar que sólo pensar: todos somos responsables de nuestros actos; desde niños se debe ir constituyendo esta responsabilidad.

Con la misma severidad con la que juzgamos también seremos sentenciados; pero no siempre es suficiente con ser perdonados, sino es fundamental que nosotros mismos depuremos nuestro temperamento y aprendamos a perdonarnos decisivamente. No importan nuestras circunstancias en sí, sino en cómo las interpretamos. La madurez tiene que ver más con la experiencia que con lo que hemos vivido. Estemos conscientes que las personas que critican a los demás, sin duda alguna en la primera oportunidad también murmuran de nosotros.

Culpar a los demás de nuestras aberraciones es tanto como no aceptar la responsabilidad de nuestras vidas. El bien y el mal viven dentro de nosotros mismos y de nuestra integridad depende impere el bienestar, alimentando mejor el bien para que sea siempre el vencedor en cada vez que se enfrenten. Lo que llamamos problemas son lecciones y retos de la vida; por eso nada de lo que nos sucede es en vano. No nos quejemos, recordemos que nacimos desnudos y lo que sabemos, lo que traemos puesto o tenemos ya es ganancia. Cuidemos el presente que en él viviremos el resto de nuestras vidas.

La vida en verdad es una fiesta; a cada paso nos da de todo: Bueno y malo, alegrías y sinsabores; cada hecho que nos ocurre es una maravillosa enseñanza que debemos tomar en cuenta para motivarnos y no un pretexto para alejarnos de la alegría de ser, de estar, de vivir.

El contemplar el encanto de una flor, el canto de las aves, la sonrisa de los niños, el amanecer, la suave brisa que nos acaricia, los rayos del sol siempre presentes en medio de la peor tormenta y, miles de bellezas que podemos observar y alegrarnos. Entonces, ¿por qué no elogiamos la vida de quienes están a nuestro alrededor?

Decía la Madre Teresa de Calcuta que la peor enfermedad era el mal humor porque lastima a quienes lo tienen y a todos los que le rodean. Al cometer un error es mejor aceptarlo y corregirlo, que justificarlo y enojarse. Es como si se asegurara que no hay ningún delito pero que de todas maneras entre a la prisión; o que las medicinas aplicadas son las indicadas pero el enfermo se pone peor. Entonces de que sirve justificar nuestra actuación y luego cargar con las consecuencias negativas de la misma y mostrar el más atormentado mal humor. Hay miles de motivos para alimentar la ira, la cólera.

Agradezcamos a Dios Nuestro Señor por todos los sanos comentarios que podemos hacer con nuestros semejantes porque eso significa que tenemos libertad de expresión. Por el cansancio y el dolor que en el ejercicio de nuestro deber tenemos que padecer porque ello quiere decir que aún podemos desempeñarnos. Si no alcanzamos a resolver cabalmente nuestros problemas, al menos tratemos de iluminar en lo posible el bienestar de los demás. Hay que vivir para dar, caminar para encontrar, sonreír para alegrar, tener para compartir, repartir para aliviar, esperar para abrazar: saludables e íntegras actitudes que se erigen como una hermosa aventura humana.

La naturaleza no nos engaña nunca, somos nosotros mismos los que nos equivocamos. Es bueno admirar a los que triunfan, pero sin rendirles pleitesía como si fueran personas preeminentes. Nosotros también podemos obtener logros. Podemos reconocer sus portes e identificar sus éxitos. Pues a todos se nos presentan oportunidades pero muy a menudo las dejamos escapar por nuestros temores e inseguridades. Nada sienta mejor al cuerpo que el crecimiento del espíritu. No debemos compararnos con los demás, cada quien tiene su identidad y ocasiones para mejorar. Es más prudente reaccionar que sólo pensar: todos somos responsables de nuestros actos; desde niños se debe ir constituyendo esta responsabilidad.

Con la misma severidad con la que juzgamos también seremos sentenciados; pero no siempre es suficiente con ser perdonados, sino es fundamental que nosotros mismos depuremos nuestro temperamento y aprendamos a perdonarnos decisivamente. No importan nuestras circunstancias en sí, sino en cómo las interpretamos. La madurez tiene que ver más con la experiencia que con lo que hemos vivido. Estemos conscientes que las personas que critican a los demás, sin duda alguna en la primera oportunidad también murmuran de nosotros.

Culpar a los demás de nuestras aberraciones es tanto como no aceptar la responsabilidad de nuestras vidas. El bien y el mal viven dentro de nosotros mismos y de nuestra integridad depende impere el bienestar, alimentando mejor el bien para que sea siempre el vencedor en cada vez que se enfrenten. Lo que llamamos problemas son lecciones y retos de la vida; por eso nada de lo que nos sucede es en vano. No nos quejemos, recordemos que nacimos desnudos y lo que sabemos, lo que traemos puesto o tenemos ya es ganancia. Cuidemos el presente que en él viviremos el resto de nuestras vidas.