/ domingo 3 de julio de 2022

“México está salpicando sangre”

Esta es la afirmación que ha hecho, para describir lo que estamos viviendo en nuestro país, el obispo de Cuernavaca, Ramón Castro, secretario general de la Conferencia del Episcopado Mexicano. El Papa Francisco, con ocasión del asesinato de dos sacerdotes jesuitas, expresó: “¡Cuántos asesinatos en México! Estoy cercano con el afecto y la oración a la comunidad católica afectada por esta tragedia. Una vez más, repito que la violencia no resuelve los problemas, sino que aumenta los sufrimientos innecesarios”.

Según cifras oficiales, estamos rebasando los índices de criminalidad que hubo en otros sexenios, aunque en algunos rubros hayan bajado. Ante estos hechos y ante la sensación generalizada de inseguridad y violencia, no es válido culpar a otros, sino asumir la propia responsabilidad. Afirmar sin vacilación que no se va a cambiar la estrategia gubernamental ante este fenómeno, denota cerrazón de mente y de corazón, para no dejarse interpelar por los datos de la realidad. No escuchar la voz de muchos ciudadanos que se sienten inermes ante el crimen organizado, indica muy poca sabiduría. Insistir en que los críticos de este gobierno, incluso nosotros los religiosos, lo hacemos por otros intereses, manifiesta muy poca humildad para asumir los propios errores. Hay que preguntarnos por qué, a pesar de este y otros fracasos, las encuestas de opinión pública que se publican siguen concediendo un alto nivel de aceptación y confianza a quienes sostienen esa estrategia. Quizá sea por las dádivas que reciben, y que provienen de nuestros impuestos, no de los bolsillos de los gobernantes.

Es verdad que hay que atacar las causas de la criminalidad; por ello, es muy valioso ofrecer becas a los jóvenes estudiantes, promover fuentes de trabajo, sembrar árboles, apoyar a los mayores de edad y demás acciones gubernamentales para combatir la pobreza; pero al mismo tiempo se deberían implementar medidas para impedir que los grupos criminales hagan lo que quieran, con armas de alto poder, sembrando terror e inseguridad por todas partes. Es cierto que, después de que suceden asesinatos y se denuncian amenazas, se mandan contingentes policiacos y militares, que patrullan unos días las comunidades. Mientras duran esos patrullajes, los criminales desaparecen, pues tienen “halcones”, la mayoría no voluntarios sino obligados bajo amenaza, quienes les avisan por radio o por otros medios para que se oculten; y, cuando los militares se retiran, vuelven a sus extorsiones y abusos contra quienes viven honradamente de su trabajo.

Es responsabilidad de los diferentes niveles de gobierno proteger al pueblo y no escudarse en culpar a otros. También nosotros, como pastores de la Iglesia, nos cuestionamos sobre cómo nuestra pastoral debe afrontar esta ola violenta y criminal. Y si a esto agregamos el libertinaje en la venta y consumo de drogas, que tantos apoyan como un progreso, el problema asume niveles difíciles de controlar y convertir.

Esta es la afirmación que ha hecho, para describir lo que estamos viviendo en nuestro país, el obispo de Cuernavaca, Ramón Castro, secretario general de la Conferencia del Episcopado Mexicano. El Papa Francisco, con ocasión del asesinato de dos sacerdotes jesuitas, expresó: “¡Cuántos asesinatos en México! Estoy cercano con el afecto y la oración a la comunidad católica afectada por esta tragedia. Una vez más, repito que la violencia no resuelve los problemas, sino que aumenta los sufrimientos innecesarios”.

Según cifras oficiales, estamos rebasando los índices de criminalidad que hubo en otros sexenios, aunque en algunos rubros hayan bajado. Ante estos hechos y ante la sensación generalizada de inseguridad y violencia, no es válido culpar a otros, sino asumir la propia responsabilidad. Afirmar sin vacilación que no se va a cambiar la estrategia gubernamental ante este fenómeno, denota cerrazón de mente y de corazón, para no dejarse interpelar por los datos de la realidad. No escuchar la voz de muchos ciudadanos que se sienten inermes ante el crimen organizado, indica muy poca sabiduría. Insistir en que los críticos de este gobierno, incluso nosotros los religiosos, lo hacemos por otros intereses, manifiesta muy poca humildad para asumir los propios errores. Hay que preguntarnos por qué, a pesar de este y otros fracasos, las encuestas de opinión pública que se publican siguen concediendo un alto nivel de aceptación y confianza a quienes sostienen esa estrategia. Quizá sea por las dádivas que reciben, y que provienen de nuestros impuestos, no de los bolsillos de los gobernantes.

Es verdad que hay que atacar las causas de la criminalidad; por ello, es muy valioso ofrecer becas a los jóvenes estudiantes, promover fuentes de trabajo, sembrar árboles, apoyar a los mayores de edad y demás acciones gubernamentales para combatir la pobreza; pero al mismo tiempo se deberían implementar medidas para impedir que los grupos criminales hagan lo que quieran, con armas de alto poder, sembrando terror e inseguridad por todas partes. Es cierto que, después de que suceden asesinatos y se denuncian amenazas, se mandan contingentes policiacos y militares, que patrullan unos días las comunidades. Mientras duran esos patrullajes, los criminales desaparecen, pues tienen “halcones”, la mayoría no voluntarios sino obligados bajo amenaza, quienes les avisan por radio o por otros medios para que se oculten; y, cuando los militares se retiran, vuelven a sus extorsiones y abusos contra quienes viven honradamente de su trabajo.

Es responsabilidad de los diferentes niveles de gobierno proteger al pueblo y no escudarse en culpar a otros. También nosotros, como pastores de la Iglesia, nos cuestionamos sobre cómo nuestra pastoral debe afrontar esta ola violenta y criminal. Y si a esto agregamos el libertinaje en la venta y consumo de drogas, que tantos apoyan como un progreso, el problema asume niveles difíciles de controlar y convertir.

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