/ domingo 17 de febrero de 2019

Mi última carta para el gran amigo José Soto Venegas

Estimado José: Espero que te encuentres en un lugar mejor que el que este mundo pudo ofrecerte. Si desde allá ves a tu familia devastada por el dolor y a tus amigos traspasados por la tristeza, no distraigas el gozo del paraíso el cual ahora te pertenece porque en esta vida lo construiste con la fuerza de tu fe.

Por eso la intención de esta carta es distraer tu atención sólo un instante, para decirte algo de los muchos temas que teníamos pendientes de abordar y que quedaron en el baúl de la intención, porque tú ya no quisiste formar parte de discusiones intrascendentes. Por eso me dejaste plantado, porque en tu agenda ya habías concertado otra cita más importante.

Porque te fuiste así de golpe cuando yo pensaba que ibas a estar ahí el resto de la vida para retarme, cuestionarme, enviarme un saludo, llamarme para criticar algo que había escrito o felicitarme por ello. Porque creí que siempre serías como esas señales que abundan a lo largo y ancho de las vías de comunicación que te anuncian cuántos kilómetros faltan para llegar a dónde te diriges. Siempre pulcro. Siempre delgado y erguido. Siempre sonriente y de pie.

Ahora que ya no puedes contradecirme te diré que esperaba impaciente los días que nos faltaban para compartir el café. Por eso se me hacía muy poco reunirnos dos veces por mes y a veces una. Hablar contigo era como sentarse a hablar con el patriarca, porque eras como una tabla de valores andando, con la que tratabas siempre de suplir las virtudes de las que desafortunadamente carece el que esto escribe.

Era difícil someterse a ese nivel de sabiduría y escrutinio a ese grado de ejemplaridad que demostrabas en lo uno y en lo otro. Pero ahora que ya no estás aquí te digo con la sinceridad que sólo del corazón brota, que agradezco la amistad que me brindaste desde la educación primaria y que nunca se fracturó pese a la puntualidad de las insidias.

Pero la gratitud se agiganta cuando recuerdo la paciencia que dispensaste a mis artículos, al hacerme el honor de leer cada uno de ellos, con la expectativa de siempre, esperar algo mejor de mí, a cambio del compromiso firme de tu parte de no regatearme jamás lo valioso de tu crítica.

Que desgracia que la oportunidad se me haya escapado de las manos, para haberte dicho que el noble título del don de gente se gana, no se declara. Connota siempre sacrificio y riesgo. Te lo ganaste desde ese misterioso girón de la tierra, llamado Bolsa de Fierro, que da cuenta de tus primeros pasos y que ha sido consagrado por el recuerdo eterno de todos aquellos que ayudaste.

De todos aquellos que siempre vieron en ti, al hermano mayor. Al líder natural por excelencia. Al dirigente ejemplar. Tildado a veces, pero injustamente gobiernista. Pero uno de los pocos que no se dedicaba tan sólo a ayudar a la clase trabajadora de la SARH, sino paralelamente lo hacía con otros sectores que no pertenecían al gremio que representabas.

Así eras, Humano. Valiente. Incómodo. Obstinado. Sabías que el progreso de la clase trabajadora sólo ocurre a través del conflicto y la confrontación, el argumento y la disputa. Sabías que es la única manera de encender un cerillo en el centro de la organización. Poniendo todo en duda. Peleando por lo que muchos no lo hacían.

Sembraste en mí y en toda una generación la virtud de la humildad y el sacrificio, porque quién ha olvidado el maltrato y el cansancio de nuestros pies, que fueron víctimas de los abrojos que brotaban a ras de la tierra y que cubrían una longitud de diez kilómetros, cuyo reto era andarlos en la madrugada para llegar a tiempo a la secundaria.

Sin duda que esa historia de incomodidad enraizó en ti una mentalidad férrea de dignidad, que acrisoló tu autenticidad y que nunca estuviste dispuesto a cambiarla por el brete de la falsedad. Te mantuviste hasta el final en la casta de tu origen, sin caer en la tentación de aquellos que no tienen reparo en ocultarla.

No había nada falso en ti, Tu honestidad era tan extrema que resultaba a veces difícil tenerte cerca. Escucharte, entenderte. Tu convicción moral era grata y contagiosa. Un reto para tantos líderes que ya muerto te adularán pero eludirán el sindicalismo que protagonizaste.

Para ir concluyendo esta carta te diré que sin ser adicto a ninguna religión fui a tu misa de cuerpo presente, y cuando escuché el cántico del “Yo le resucitaré”, me atraganté y se me hizo un nudo en la garganta, lo que me obligó a que ocultara mis lágrimas en rubores de macho para que nadie las viera, pero ahora sin ningún prejuicio te digo que las derramo, porque cuando me avisó tu hijo Gerardo se me partió el corazón. Las derramo por las conversaciones que ya no tendremos. Por las anécdotas y experiencias contadas mutuamente y que quedaron escritas en la vulnerabilidad de mi memoria que a partir de hoy ya no las recuerdo.

Espero honrar tu confianza y tu amistad y la tarea de la responsabilidad que dejas tras de ti. La tarea del amigo sin dobleces. La tarea del pensar y valerse por uno mismo. La tarea de discrepar cuando el interlocutor no tiene la razón. Tareas tan importantes como no permanecer neutral en tiempos de crisis moral.

En estos días habrá tributos, elogios y novenarios para ti. Yo sólo alcanzo a escribirte esta triste carta acompañada de una humilde promesa. En medio de este dolor que nos deja tu partida.

Prometo infundir en todos mis paisanos levantar tu antorcha y alumbrar siempre el recuerdo con algo tan sencillo que nos heredaste: un principio enorme de lo que es ser auténtico y lo que no lo es.

Te prometo también, que cada vez que pase por el río que limita nuestras tierras y bañó nuestras infancias, lanzaré una piedra y aunque el punto de su caída no se marque, pensaré que ahí yace tu energía, la cual en momentos de dolor supiste transmitirnos siempre.

Adiós, se despide para siempre tu amigo Jesús Mier Flores.

P.D. Con tu venia abrazo a toda tu familia en estos momentos críticos de duelo y les digo con toda la sinceridad del alma, que el Gran Arquitecto del Universo nunca nos prueba más allá de nuestras fuerzas.

Estimado José: Espero que te encuentres en un lugar mejor que el que este mundo pudo ofrecerte. Si desde allá ves a tu familia devastada por el dolor y a tus amigos traspasados por la tristeza, no distraigas el gozo del paraíso el cual ahora te pertenece porque en esta vida lo construiste con la fuerza de tu fe.

Por eso la intención de esta carta es distraer tu atención sólo un instante, para decirte algo de los muchos temas que teníamos pendientes de abordar y que quedaron en el baúl de la intención, porque tú ya no quisiste formar parte de discusiones intrascendentes. Por eso me dejaste plantado, porque en tu agenda ya habías concertado otra cita más importante.

Porque te fuiste así de golpe cuando yo pensaba que ibas a estar ahí el resto de la vida para retarme, cuestionarme, enviarme un saludo, llamarme para criticar algo que había escrito o felicitarme por ello. Porque creí que siempre serías como esas señales que abundan a lo largo y ancho de las vías de comunicación que te anuncian cuántos kilómetros faltan para llegar a dónde te diriges. Siempre pulcro. Siempre delgado y erguido. Siempre sonriente y de pie.

Ahora que ya no puedes contradecirme te diré que esperaba impaciente los días que nos faltaban para compartir el café. Por eso se me hacía muy poco reunirnos dos veces por mes y a veces una. Hablar contigo era como sentarse a hablar con el patriarca, porque eras como una tabla de valores andando, con la que tratabas siempre de suplir las virtudes de las que desafortunadamente carece el que esto escribe.

Era difícil someterse a ese nivel de sabiduría y escrutinio a ese grado de ejemplaridad que demostrabas en lo uno y en lo otro. Pero ahora que ya no estás aquí te digo con la sinceridad que sólo del corazón brota, que agradezco la amistad que me brindaste desde la educación primaria y que nunca se fracturó pese a la puntualidad de las insidias.

Pero la gratitud se agiganta cuando recuerdo la paciencia que dispensaste a mis artículos, al hacerme el honor de leer cada uno de ellos, con la expectativa de siempre, esperar algo mejor de mí, a cambio del compromiso firme de tu parte de no regatearme jamás lo valioso de tu crítica.

Que desgracia que la oportunidad se me haya escapado de las manos, para haberte dicho que el noble título del don de gente se gana, no se declara. Connota siempre sacrificio y riesgo. Te lo ganaste desde ese misterioso girón de la tierra, llamado Bolsa de Fierro, que da cuenta de tus primeros pasos y que ha sido consagrado por el recuerdo eterno de todos aquellos que ayudaste.

De todos aquellos que siempre vieron en ti, al hermano mayor. Al líder natural por excelencia. Al dirigente ejemplar. Tildado a veces, pero injustamente gobiernista. Pero uno de los pocos que no se dedicaba tan sólo a ayudar a la clase trabajadora de la SARH, sino paralelamente lo hacía con otros sectores que no pertenecían al gremio que representabas.

Así eras, Humano. Valiente. Incómodo. Obstinado. Sabías que el progreso de la clase trabajadora sólo ocurre a través del conflicto y la confrontación, el argumento y la disputa. Sabías que es la única manera de encender un cerillo en el centro de la organización. Poniendo todo en duda. Peleando por lo que muchos no lo hacían.

Sembraste en mí y en toda una generación la virtud de la humildad y el sacrificio, porque quién ha olvidado el maltrato y el cansancio de nuestros pies, que fueron víctimas de los abrojos que brotaban a ras de la tierra y que cubrían una longitud de diez kilómetros, cuyo reto era andarlos en la madrugada para llegar a tiempo a la secundaria.

Sin duda que esa historia de incomodidad enraizó en ti una mentalidad férrea de dignidad, que acrisoló tu autenticidad y que nunca estuviste dispuesto a cambiarla por el brete de la falsedad. Te mantuviste hasta el final en la casta de tu origen, sin caer en la tentación de aquellos que no tienen reparo en ocultarla.

No había nada falso en ti, Tu honestidad era tan extrema que resultaba a veces difícil tenerte cerca. Escucharte, entenderte. Tu convicción moral era grata y contagiosa. Un reto para tantos líderes que ya muerto te adularán pero eludirán el sindicalismo que protagonizaste.

Para ir concluyendo esta carta te diré que sin ser adicto a ninguna religión fui a tu misa de cuerpo presente, y cuando escuché el cántico del “Yo le resucitaré”, me atraganté y se me hizo un nudo en la garganta, lo que me obligó a que ocultara mis lágrimas en rubores de macho para que nadie las viera, pero ahora sin ningún prejuicio te digo que las derramo, porque cuando me avisó tu hijo Gerardo se me partió el corazón. Las derramo por las conversaciones que ya no tendremos. Por las anécdotas y experiencias contadas mutuamente y que quedaron escritas en la vulnerabilidad de mi memoria que a partir de hoy ya no las recuerdo.

Espero honrar tu confianza y tu amistad y la tarea de la responsabilidad que dejas tras de ti. La tarea del amigo sin dobleces. La tarea del pensar y valerse por uno mismo. La tarea de discrepar cuando el interlocutor no tiene la razón. Tareas tan importantes como no permanecer neutral en tiempos de crisis moral.

En estos días habrá tributos, elogios y novenarios para ti. Yo sólo alcanzo a escribirte esta triste carta acompañada de una humilde promesa. En medio de este dolor que nos deja tu partida.

Prometo infundir en todos mis paisanos levantar tu antorcha y alumbrar siempre el recuerdo con algo tan sencillo que nos heredaste: un principio enorme de lo que es ser auténtico y lo que no lo es.

Te prometo también, que cada vez que pase por el río que limita nuestras tierras y bañó nuestras infancias, lanzaré una piedra y aunque el punto de su caída no se marque, pensaré que ahí yace tu energía, la cual en momentos de dolor supiste transmitirnos siempre.

Adiós, se despide para siempre tu amigo Jesús Mier Flores.

P.D. Con tu venia abrazo a toda tu familia en estos momentos críticos de duelo y les digo con toda la sinceridad del alma, que el Gran Arquitecto del Universo nunca nos prueba más allá de nuestras fuerzas.