/ miércoles 12 de junio de 2019

¡Nada!, uber y ecotaxis nacieron en Durango

Esta historia está basada en hechos reales. Se han cambiado los nombres de los personajes con el propósito de proteger su identidad. Para dar mayor énfasis, se han dramatizado algunos pasajes sin alterar el contenido de la historia.

Aunque el lenguaje usado está dentro de los rangos y cánones de la decencia, pudiera haber momentos de alteración, que no de violencia; no obstante se recomienda discreción a los lectores. El argumento lo vamos a situar en Durango pero las fechas serán imprecisas para encubrir a los hacedores de la trama.

Recordará que todavía en los sesenta se acostumbraban las rumbosas pachangas en locaciones particulares. Familias había que les encantaba el mitote y prestos ofrecían las alcobas, recámaras, patios, azoteas y hasta cocinas de sus viviendas para la celebración de los eventos. Los motivos eran lo de menos, bien podía ser un cumpleaños, santo, graduación, confirmación o de puros puntos. Los concurrentes ni siquiera se tomaban la molestia de indagar, a santo de qué, era el fandango.

Sencillamente se calzaban con el grito de la moda. Zapatos bostonianos, de tacón cubano, de charol, mocasines o de plano una lustrada. En materia de chanclas en la época las más socorridas eran las “Canadá”, pródigos en modelos y tallas para todo tipo de pies con o sin callos; con o sin juanetes, con o sin espolones. Los bailantes se los ponían porque se los ponían, aunque al día siguiente cual palafrén, caballo percherón o el humilde matalote anduvieran todos “espiados”.

Al inicio del festín y bajo los acordes de la pollera colorada, el gallo tuerto, tiburón a la vista, la cosecha de mujeres, la cacahuata, la pachuca, Roberta, la bala y tantas y tantas melodías, los recién llegados invadían la pista, obviamente después de tomar por asalto el pisto. Competían por mostrar sus mejores pasos, pases y poses; cual más, cual menos, todos intentaban impresionar a las bailadoras que se disputaban al más ágil, al que hacías más desfiguros.

Los desinhibidos que les vale un soberano sorbete las formas, más si la garganta era continuamente lubricada por la bebida ofrecida que entonces era Viejo Vergel, Oso Negro y otras marcas que contribuían a que la casa se luciera con los asistentes. Eso sí, al paso de las horas y con los efectos de las macabras mezclas, los presentes se preguntaban cómo habían llegado; a quien acompañaron o quien los invitó. Tras vanos esfuerzos por recordarlo, decidían retirarse sin saber cómo, por dónde o con quién.

Eso precisamente le pasó a la estrella de esta historia. De pronto se vio solo por allá por la despoblada y desolada Felipe Pescador. No pasaba ni se veía un alma. Qué esperanzas que hubiera camiones, menos taxis y lo peor es que nuestro amigo se había norteado por los contenidos etílicos. Perdió la brújula, el rumbo y la orientación. Nada de aventones, nada de encaminadas. Pero… ¡milagro!, en esas estaba cuando a unos metros divisó un terrícola que pedaleaba un reluciente triciclo. Sin pensarlo mucho se le aprontó al conductor y le prometió una jugosa gratificación por una dejada muy cerca; ahí en su casa. Aunque no lo crea, lo convenció y el triciclista lo depositó sano y salvo. ¡Así, nacieron los ecotaxis, uber y sus diversas modalidades!

En otra ocasión, sin mal no recordamos, la fiesta se celebrara en el centro social de una afamada marca refresquera, ubicado al oriente de la avenida Veinte de Noviembre. No le quiero mentir pero al parecer se trataba de una graduación o un fin de cursos, lo cierto es que la euforia fue de menos a más. Bebieron, comieron, danzaron, cantaron, vomitaron y llegaron al punto en que ya nada era novedad, todo parecía trillado.

Nunca falta el ocurrente o ingenioso y un grito se escuchó: “Espérenme un rato, no tardo” y en efecto, pasados unos minutos arribó acompañado de un corpulento melenudo.

Detuvo la música, pidió fanfarrias, redobles, y luego silencio a los concurrentes. A grito abierto anunció la presencia nada más y nada menos que de… ¡Tarzán!, resulta que frente al salón estaba un afamado circo de donde extrajo a la creación de Edgar Rice Burroughs, el hombre mono, el rey de las lianas y de la selva.

Aguarde, en esas circunstancias brota el orgullo, la casta, el reto y nadie se quiere quedar atrás. Otro anunció lo propio; a voz en cuello también pidió lo esperaran un momento.

Pasados varios minutos hacía su entrada triunfal al recinto desfilando al frente de siete enanitos en clara alusión a Blanca Nieves. El elenco estaba completo, puesto que entre los convidados había bastantes payasos. Los circenses dieron nuevos bríos y amenizaron el sarao. Más como todo principio tiene su fin la juerga se terminó.

Nuestro héroe se retiró. Llegó a su casa donde su abnegada esposa lo esperaba. Con una inconmensurable ternura y candor fue a su encuentro. Lo ayudó a bajar, lo abrazó, lo acarició y lo besó. Se encaminaban a su alcoba, pero de pronto se escuchó un extraño ruido en la cajuela de su automóvil. Extrañados investigaron de qué se trataba; abrió el portaequipaje y ¡oh sorpresa!, salieron cantando, riendo, y silbando alegremente, los siete enanitos, a los que tuvo que dar posada.

Esta historia está basada en hechos reales. Se han cambiado los nombres de los personajes con el propósito de proteger su identidad. Para dar mayor énfasis, se han dramatizado algunos pasajes sin alterar el contenido de la historia.

Aunque el lenguaje usado está dentro de los rangos y cánones de la decencia, pudiera haber momentos de alteración, que no de violencia; no obstante se recomienda discreción a los lectores. El argumento lo vamos a situar en Durango pero las fechas serán imprecisas para encubrir a los hacedores de la trama.

Recordará que todavía en los sesenta se acostumbraban las rumbosas pachangas en locaciones particulares. Familias había que les encantaba el mitote y prestos ofrecían las alcobas, recámaras, patios, azoteas y hasta cocinas de sus viviendas para la celebración de los eventos. Los motivos eran lo de menos, bien podía ser un cumpleaños, santo, graduación, confirmación o de puros puntos. Los concurrentes ni siquiera se tomaban la molestia de indagar, a santo de qué, era el fandango.

Sencillamente se calzaban con el grito de la moda. Zapatos bostonianos, de tacón cubano, de charol, mocasines o de plano una lustrada. En materia de chanclas en la época las más socorridas eran las “Canadá”, pródigos en modelos y tallas para todo tipo de pies con o sin callos; con o sin juanetes, con o sin espolones. Los bailantes se los ponían porque se los ponían, aunque al día siguiente cual palafrén, caballo percherón o el humilde matalote anduvieran todos “espiados”.

Al inicio del festín y bajo los acordes de la pollera colorada, el gallo tuerto, tiburón a la vista, la cosecha de mujeres, la cacahuata, la pachuca, Roberta, la bala y tantas y tantas melodías, los recién llegados invadían la pista, obviamente después de tomar por asalto el pisto. Competían por mostrar sus mejores pasos, pases y poses; cual más, cual menos, todos intentaban impresionar a las bailadoras que se disputaban al más ágil, al que hacías más desfiguros.

Los desinhibidos que les vale un soberano sorbete las formas, más si la garganta era continuamente lubricada por la bebida ofrecida que entonces era Viejo Vergel, Oso Negro y otras marcas que contribuían a que la casa se luciera con los asistentes. Eso sí, al paso de las horas y con los efectos de las macabras mezclas, los presentes se preguntaban cómo habían llegado; a quien acompañaron o quien los invitó. Tras vanos esfuerzos por recordarlo, decidían retirarse sin saber cómo, por dónde o con quién.

Eso precisamente le pasó a la estrella de esta historia. De pronto se vio solo por allá por la despoblada y desolada Felipe Pescador. No pasaba ni se veía un alma. Qué esperanzas que hubiera camiones, menos taxis y lo peor es que nuestro amigo se había norteado por los contenidos etílicos. Perdió la brújula, el rumbo y la orientación. Nada de aventones, nada de encaminadas. Pero… ¡milagro!, en esas estaba cuando a unos metros divisó un terrícola que pedaleaba un reluciente triciclo. Sin pensarlo mucho se le aprontó al conductor y le prometió una jugosa gratificación por una dejada muy cerca; ahí en su casa. Aunque no lo crea, lo convenció y el triciclista lo depositó sano y salvo. ¡Así, nacieron los ecotaxis, uber y sus diversas modalidades!

En otra ocasión, sin mal no recordamos, la fiesta se celebrara en el centro social de una afamada marca refresquera, ubicado al oriente de la avenida Veinte de Noviembre. No le quiero mentir pero al parecer se trataba de una graduación o un fin de cursos, lo cierto es que la euforia fue de menos a más. Bebieron, comieron, danzaron, cantaron, vomitaron y llegaron al punto en que ya nada era novedad, todo parecía trillado.

Nunca falta el ocurrente o ingenioso y un grito se escuchó: “Espérenme un rato, no tardo” y en efecto, pasados unos minutos arribó acompañado de un corpulento melenudo.

Detuvo la música, pidió fanfarrias, redobles, y luego silencio a los concurrentes. A grito abierto anunció la presencia nada más y nada menos que de… ¡Tarzán!, resulta que frente al salón estaba un afamado circo de donde extrajo a la creación de Edgar Rice Burroughs, el hombre mono, el rey de las lianas y de la selva.

Aguarde, en esas circunstancias brota el orgullo, la casta, el reto y nadie se quiere quedar atrás. Otro anunció lo propio; a voz en cuello también pidió lo esperaran un momento.

Pasados varios minutos hacía su entrada triunfal al recinto desfilando al frente de siete enanitos en clara alusión a Blanca Nieves. El elenco estaba completo, puesto que entre los convidados había bastantes payasos. Los circenses dieron nuevos bríos y amenizaron el sarao. Más como todo principio tiene su fin la juerga se terminó.

Nuestro héroe se retiró. Llegó a su casa donde su abnegada esposa lo esperaba. Con una inconmensurable ternura y candor fue a su encuentro. Lo ayudó a bajar, lo abrazó, lo acarició y lo besó. Se encaminaban a su alcoba, pero de pronto se escuchó un extraño ruido en la cajuela de su automóvil. Extrañados investigaron de qué se trataba; abrió el portaequipaje y ¡oh sorpresa!, salieron cantando, riendo, y silbando alegremente, los siete enanitos, a los que tuvo que dar posada.