/ miércoles 19 de septiembre de 2018

Nombres que parecen apodos; otros que son gachadas

Los conocedores en aquella época se preguntaban por qué no fue Julio César el compilador de las leyes, puesto que era un barón, todo decencia, elegancia, sabiduría, prudencia y su obra hubiera sido más concisa.

De modo que su nombre es Jesús, le dije un día a don Octaviano Quevedo Delgado, hombre afable, serio, amistoso, sonriente y trabajador como el que más o más que el que más, de feliz memoria; por allá en las instalaciones del Club de Tenis Guadiana, lo mismo en su entorno familiar, social y comercial.

Ande, hágame la buena, llevo como vergüenza el sufijo de mi nombre, no soy Jesús, nada más Octaviano. A manera de consuelo le cité otros apelativos más desgraciantes: Herculano por ejemplo, que para efectos de albur es un pleonasmo, lo mismo que Donaciano y otros en los que es mi deseo no abundar en solidaridad y conmiseración hacia sus poseedores. Que sean otros los que juzguen, no nos toca a nosotros, pero qué madrazo les dieron.

Recordará cómo Cantinflas en “Padrecito”, se negó terminantemente a pasar a perjudicar a una inocente criatura, que recién llegada al mundo en plena pila bautismal iba a ser objeto de la saña, crueldad, alevosía y ventaja humana con un nombrecito que llevaría a cuestas por el resto de sus días peor que un fierro de herrar o una cicatriz en pleno rostro, pero el prelado con entereza y gallardía dijo nanay al intento de delito y le dejó el paquete al titular de la parroquia.

Pero si usted cree que esas cosas son chuscas, son charras o vaciladas, se equivoca porque suceden en la vida real. Doña Amparo Mercado Montes, que además de una mujer guapa, es abogada, que en sus inicios fue agente del Ministerio Público, actuaria judicial y funcionaria de la Procuraduría, en los pininos como litigante declinó llevar un juicio mediante el que se pretendía un cambio de nombre, por esos argumentos paternales y ancestrales en el importante sacramento de la Iglesia Católica.

Muchos años después de la vejación y cuando el sujeto ya contaba los años por decenios, las añoranzas infantiles, la nostalgia y las vivencias del ayer provocaron que se acordara de su abuelito. Como homenaje y reconocimiento a sus canas, quiso llevar su misma identificación y acudió en consulta a nuestra dilecta amiga, quien le informó que sí era procedente, legal y sobre todo justa, encomiable y noble su intención de perpetuar la dinastía, pero aquí es donde ella se negó. La litis del juicio versaría, se centraría en una ligera variación onomástica; de… ¡Pioquinto a Caralampio!

En casos como estos, bien decía el malogrado Mario Adame que en gloria esté, mejor le hubieran puesto “tiznada madre”. Pero atento, querido lector si fue víctima de una gachada de las que hablamos, no se preocupe, démosle una repasada a la letanía del padrón de los viejos romanos cuando los tarquinos fueron expulsados de Roma y el poder pasó a los cónsules:

Cayo Papiro se encargó de reunir en un solo documento las leyes habidas.

Bruto hizo jurar al pueblo mantenerse por siempre en libertad que sería inseparable del nombre romano… Dado lo farragoso de las leyes, se decidió mandar a Grecia en comisión un grupo de diputados para que se empaparan de la técnica que usaban aquellos. A su regreso se crearon los decenviros o encargados de hacer las normas, su jefe era Apio Claudio, diligentemente auxiliado por Hermodoro.

Tales leyes fueron interpretadas por célebres jurisconsultos según lo testifica Cipriano y elaboraron acuciosas anotaciones como Jacobo Gotofredo… Suele suceder, entre los jurisperitos se formaron dos bandos con puntos de vista polarizados, uno de ellos era capitaneado por Ateyo Capito… Destacaron bastante y esto les valió perpetuarse en la tradición foral Hermogeniano, Charisio y Julio Aquila… Algunos se dedicaron a la enseñanza del derecho estimulados por Diocleciano y Maximiano; de los más afamados cultivadores fue Gregorio Taumaturgo… Justiniano fue el más ilustre propulsor del derecho. Los sistematizó, reunió, actualizó y encargó la extenuante tarea de materializarlo a Triboniano, Teófilo y Doroteo… Años después le metieron mano a la obra de Justiniano por ahí en los siglos XII y XIII, Bartolo, Baldo, Tartaño, Saliceto.

Los conocedores en aquella época se preguntaban por qué no fue Julio César el compilador de las leyes, puesto que era un barón, todo decencia, elegancia, sabiduría, prudencia y su obra hubiera sido más concisa. Tocó entonces pasar a la historia como el padre del derecho al emperador Justiniano ayudado por Papiniano, Juliano, Ulpiano, Modestino, Antistio Labeon, Masurio Sabino, Próculo, Cayo Casio Longino, Pegaso, etc.

En fin, cuando buceamos en el fascinante cuerpo jurídico de los antepasados, con azoro vemos esa letanía de apodos como Cujasio, Pagenstechero, Siro, Dabo, Triboniano, Tiberio, Estico, Dromón, Acursio Plinio, Terencio, Fulvio, Mevio, Antonino, Pulvio, Escipión, Cornelio, Clodio, Servio, Sulpisio. Ignoramos si esos canijos romanos eran juguetones, se llevaban entre ellos, o de plano no tenían nada que hacer para inventar semejantes improperios e imprecaciones.

Los conocedores en aquella época se preguntaban por qué no fue Julio César el compilador de las leyes, puesto que era un barón, todo decencia, elegancia, sabiduría, prudencia y su obra hubiera sido más concisa.

De modo que su nombre es Jesús, le dije un día a don Octaviano Quevedo Delgado, hombre afable, serio, amistoso, sonriente y trabajador como el que más o más que el que más, de feliz memoria; por allá en las instalaciones del Club de Tenis Guadiana, lo mismo en su entorno familiar, social y comercial.

Ande, hágame la buena, llevo como vergüenza el sufijo de mi nombre, no soy Jesús, nada más Octaviano. A manera de consuelo le cité otros apelativos más desgraciantes: Herculano por ejemplo, que para efectos de albur es un pleonasmo, lo mismo que Donaciano y otros en los que es mi deseo no abundar en solidaridad y conmiseración hacia sus poseedores. Que sean otros los que juzguen, no nos toca a nosotros, pero qué madrazo les dieron.

Recordará cómo Cantinflas en “Padrecito”, se negó terminantemente a pasar a perjudicar a una inocente criatura, que recién llegada al mundo en plena pila bautismal iba a ser objeto de la saña, crueldad, alevosía y ventaja humana con un nombrecito que llevaría a cuestas por el resto de sus días peor que un fierro de herrar o una cicatriz en pleno rostro, pero el prelado con entereza y gallardía dijo nanay al intento de delito y le dejó el paquete al titular de la parroquia.

Pero si usted cree que esas cosas son chuscas, son charras o vaciladas, se equivoca porque suceden en la vida real. Doña Amparo Mercado Montes, que además de una mujer guapa, es abogada, que en sus inicios fue agente del Ministerio Público, actuaria judicial y funcionaria de la Procuraduría, en los pininos como litigante declinó llevar un juicio mediante el que se pretendía un cambio de nombre, por esos argumentos paternales y ancestrales en el importante sacramento de la Iglesia Católica.

Muchos años después de la vejación y cuando el sujeto ya contaba los años por decenios, las añoranzas infantiles, la nostalgia y las vivencias del ayer provocaron que se acordara de su abuelito. Como homenaje y reconocimiento a sus canas, quiso llevar su misma identificación y acudió en consulta a nuestra dilecta amiga, quien le informó que sí era procedente, legal y sobre todo justa, encomiable y noble su intención de perpetuar la dinastía, pero aquí es donde ella se negó. La litis del juicio versaría, se centraría en una ligera variación onomástica; de… ¡Pioquinto a Caralampio!

En casos como estos, bien decía el malogrado Mario Adame que en gloria esté, mejor le hubieran puesto “tiznada madre”. Pero atento, querido lector si fue víctima de una gachada de las que hablamos, no se preocupe, démosle una repasada a la letanía del padrón de los viejos romanos cuando los tarquinos fueron expulsados de Roma y el poder pasó a los cónsules:

Cayo Papiro se encargó de reunir en un solo documento las leyes habidas.

Bruto hizo jurar al pueblo mantenerse por siempre en libertad que sería inseparable del nombre romano… Dado lo farragoso de las leyes, se decidió mandar a Grecia en comisión un grupo de diputados para que se empaparan de la técnica que usaban aquellos. A su regreso se crearon los decenviros o encargados de hacer las normas, su jefe era Apio Claudio, diligentemente auxiliado por Hermodoro.

Tales leyes fueron interpretadas por célebres jurisconsultos según lo testifica Cipriano y elaboraron acuciosas anotaciones como Jacobo Gotofredo… Suele suceder, entre los jurisperitos se formaron dos bandos con puntos de vista polarizados, uno de ellos era capitaneado por Ateyo Capito… Destacaron bastante y esto les valió perpetuarse en la tradición foral Hermogeniano, Charisio y Julio Aquila… Algunos se dedicaron a la enseñanza del derecho estimulados por Diocleciano y Maximiano; de los más afamados cultivadores fue Gregorio Taumaturgo… Justiniano fue el más ilustre propulsor del derecho. Los sistematizó, reunió, actualizó y encargó la extenuante tarea de materializarlo a Triboniano, Teófilo y Doroteo… Años después le metieron mano a la obra de Justiniano por ahí en los siglos XII y XIII, Bartolo, Baldo, Tartaño, Saliceto.

Los conocedores en aquella época se preguntaban por qué no fue Julio César el compilador de las leyes, puesto que era un barón, todo decencia, elegancia, sabiduría, prudencia y su obra hubiera sido más concisa. Tocó entonces pasar a la historia como el padre del derecho al emperador Justiniano ayudado por Papiniano, Juliano, Ulpiano, Modestino, Antistio Labeon, Masurio Sabino, Próculo, Cayo Casio Longino, Pegaso, etc.

En fin, cuando buceamos en el fascinante cuerpo jurídico de los antepasados, con azoro vemos esa letanía de apodos como Cujasio, Pagenstechero, Siro, Dabo, Triboniano, Tiberio, Estico, Dromón, Acursio Plinio, Terencio, Fulvio, Mevio, Antonino, Pulvio, Escipión, Cornelio, Clodio, Servio, Sulpisio. Ignoramos si esos canijos romanos eran juguetones, se llevaban entre ellos, o de plano no tenían nada que hacer para inventar semejantes improperios e imprecaciones.