/ jueves 9 de mayo de 2019

Odio y radicalismos al alza

“Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”.- Hermann Hesse

La libre confrontación de ideas es una de las bases de la democracia. De hecho, es una de sus condiciones de posibilidad, lo cual supone que sin un diálogo abierto, robusto y desprovisto de tapujos, simplemente la vida pública queda erosionada en serio.

No es casualidad que los grandes estructuradores de la teoría democrática contemporánea como Robert Dahl, Juan Linz u Owen Fiss, por citar sólo a algunos, le asignen un papel estelar en los regímenes políticos del siglo XXI.

A veces ríspida, a veces con adjetivos y calificativos fuertes, la discusión en lo público está perfectamente bajo el cobijo y manto protector de la libertad de expresión. En la palestra pública tiende a maximizarse, tanto en los tópicos diarios como en los propiamente electorales, lo cual ha sido reconocido desde hace tiempo por los órganos jurisdiccionales especializados en la materia comicial, como sería por ejemplo el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Sin embargo, cuando se llevan al extremo los escenarios de crispación a nada práctico conducen en la realidad; por el contrario, socavan las bases del diálogo y de la deliberación. Conviene entonces distinguir, porque una cosa es asumir una postura en particular con contundencia y rotundidad discursiva, pero otra muy diferente es transgredir los límites de la razón práctica.

Es absolutamente legítimo defender un régimen político, como lo es también el hecho de criticarlo; no estar de acuerdo es algo tan natural en las relaciones humanas que, por supuesto, estaría desvirtuado si no aconteciera en lo público. Lo que no es dable en cualquier contexto democrático que se precie de serlo, es fomentar el odio. Incitar al odio es, precisamente, una de las barreras de contención de la libertad de expresión, dentro de la amplitud que como tal posee.

Y desafortunadamente, las redes sociales y los pasillos de lugares públicos y privados en México son fieles testigos de que los discursos de odio entre “chairos” y “fifís” están convirtiéndose en el pan nuestro de cada día, en detrimento de los valores de solidaridad, respeto, concordia, pluralismo, diversidad, tolerancia y armonía que también deberían caracterizar a una sociedad democrática.

Desde que se conoció que la pasada elección presidencial fue ganada arrolladoramente por Andrés Manuel López Obrador, se profundizó la división entre sus adeptos y sus detractores, lo cual no ha hecho sino acentuarse con el paso de sus primeros meses de gobierno. Si nos vamos aún más atrás, la polarización puede rastrearse en las elecciones de 2006 y 2012, luego de las cuales la sociedad mexicana quedaba profundamente fragmentada; en la primera de ellas, inclusive, podía notarse palmaria y claramente un mapa entre norte y sur, entre ricos y pobres, agudizando así la brecha de desigualdad que se ha hecho tan presente en nuestra nación.

El hoy presidente fue convenciendo a estratos sociales amplios de que su proyecto sí era algo diferente a lo vivido en las últimas décadas, pero lo cierto es que sigue conservando una buena cantidad de opositores y fanáticos.

La pasada marcha en la que se exigió la renuncia del presidente es un ejercicio saludable como muestra de que una parte de la sociedad mexicana no está de acuerdo con el proyecto y las prácticas de gobierno de AMLO.

Sin embargo, es de cuestionarse lo válido de esas demandas a tan sólo unos pocos meses de iniciada la gestión presidencial, sin haber transcurrido al menos un año o la mitad de éste para poder hacer un balance mucho más eficaz.

El disenso debe ponerse de manifiesto en espacios intelectuales, académicos y de la sociedad civil, sin que ello mengüe el poder de las calles. La razón, en todo caso, es lo que debe salir avante.

La crítica es fundamental pero no sólo como un ejercicio de fe o de hacer por hacer. Lo que verdaderamente importa es la edificación de un programa alternativo que pueda ser competitivo en las próximas elecciones legislativas, por ejemplo, con miras a constituirse como un genuino contrapeso al mandatario en turno; es decir, esas voces disidentes deberían organizarse, articularse y orientarse hacia una opción asertiva para el grueso de los mexicanos inconformes que dicen representar.

Como en prácticamente todas las cosas de nuestra existencia, los excesos son negativos, y cuando tienen verificativo en asuntos del interés colectivo, esa nota de negatividad se potencia al máximo.

Ojalá que los ánimos puedan calmarse y atemperarse, porque la división no nos beneficia socialmente hablando; al contrario, nos perjudica y bastante. En el espectro ideológico caben las más variopintas opiniones, perspectivas y punto de vista, siempre y cuando se inscriban en el marco de la tolerancia; hacia allá debemos apuntar.

“Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”.- Hermann Hesse

La libre confrontación de ideas es una de las bases de la democracia. De hecho, es una de sus condiciones de posibilidad, lo cual supone que sin un diálogo abierto, robusto y desprovisto de tapujos, simplemente la vida pública queda erosionada en serio.

No es casualidad que los grandes estructuradores de la teoría democrática contemporánea como Robert Dahl, Juan Linz u Owen Fiss, por citar sólo a algunos, le asignen un papel estelar en los regímenes políticos del siglo XXI.

A veces ríspida, a veces con adjetivos y calificativos fuertes, la discusión en lo público está perfectamente bajo el cobijo y manto protector de la libertad de expresión. En la palestra pública tiende a maximizarse, tanto en los tópicos diarios como en los propiamente electorales, lo cual ha sido reconocido desde hace tiempo por los órganos jurisdiccionales especializados en la materia comicial, como sería por ejemplo el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Sin embargo, cuando se llevan al extremo los escenarios de crispación a nada práctico conducen en la realidad; por el contrario, socavan las bases del diálogo y de la deliberación. Conviene entonces distinguir, porque una cosa es asumir una postura en particular con contundencia y rotundidad discursiva, pero otra muy diferente es transgredir los límites de la razón práctica.

Es absolutamente legítimo defender un régimen político, como lo es también el hecho de criticarlo; no estar de acuerdo es algo tan natural en las relaciones humanas que, por supuesto, estaría desvirtuado si no aconteciera en lo público. Lo que no es dable en cualquier contexto democrático que se precie de serlo, es fomentar el odio. Incitar al odio es, precisamente, una de las barreras de contención de la libertad de expresión, dentro de la amplitud que como tal posee.

Y desafortunadamente, las redes sociales y los pasillos de lugares públicos y privados en México son fieles testigos de que los discursos de odio entre “chairos” y “fifís” están convirtiéndose en el pan nuestro de cada día, en detrimento de los valores de solidaridad, respeto, concordia, pluralismo, diversidad, tolerancia y armonía que también deberían caracterizar a una sociedad democrática.

Desde que se conoció que la pasada elección presidencial fue ganada arrolladoramente por Andrés Manuel López Obrador, se profundizó la división entre sus adeptos y sus detractores, lo cual no ha hecho sino acentuarse con el paso de sus primeros meses de gobierno. Si nos vamos aún más atrás, la polarización puede rastrearse en las elecciones de 2006 y 2012, luego de las cuales la sociedad mexicana quedaba profundamente fragmentada; en la primera de ellas, inclusive, podía notarse palmaria y claramente un mapa entre norte y sur, entre ricos y pobres, agudizando así la brecha de desigualdad que se ha hecho tan presente en nuestra nación.

El hoy presidente fue convenciendo a estratos sociales amplios de que su proyecto sí era algo diferente a lo vivido en las últimas décadas, pero lo cierto es que sigue conservando una buena cantidad de opositores y fanáticos.

La pasada marcha en la que se exigió la renuncia del presidente es un ejercicio saludable como muestra de que una parte de la sociedad mexicana no está de acuerdo con el proyecto y las prácticas de gobierno de AMLO.

Sin embargo, es de cuestionarse lo válido de esas demandas a tan sólo unos pocos meses de iniciada la gestión presidencial, sin haber transcurrido al menos un año o la mitad de éste para poder hacer un balance mucho más eficaz.

El disenso debe ponerse de manifiesto en espacios intelectuales, académicos y de la sociedad civil, sin que ello mengüe el poder de las calles. La razón, en todo caso, es lo que debe salir avante.

La crítica es fundamental pero no sólo como un ejercicio de fe o de hacer por hacer. Lo que verdaderamente importa es la edificación de un programa alternativo que pueda ser competitivo en las próximas elecciones legislativas, por ejemplo, con miras a constituirse como un genuino contrapeso al mandatario en turno; es decir, esas voces disidentes deberían organizarse, articularse y orientarse hacia una opción asertiva para el grueso de los mexicanos inconformes que dicen representar.

Como en prácticamente todas las cosas de nuestra existencia, los excesos son negativos, y cuando tienen verificativo en asuntos del interés colectivo, esa nota de negatividad se potencia al máximo.

Ojalá que los ánimos puedan calmarse y atemperarse, porque la división no nos beneficia socialmente hablando; al contrario, nos perjudica y bastante. En el espectro ideológico caben las más variopintas opiniones, perspectivas y punto de vista, siempre y cuando se inscriban en el marco de la tolerancia; hacia allá debemos apuntar.