/ jueves 24 de enero de 2019

Se invierten los papeles, nada más

Quizá sea miopía mía, pero no veo que la Cuarta Transformación traiga consigo una mejoría en el debate público. Ya que el sujeto en quien se encarna el dictado inexorable de la historia se anda metiendo en asuntos de moral privada, no estaría mal que echara mano de su providencia para mejorar las condiciones de conversación sobre los asuntos de interés general.

Insisto en mi ceguera, pero en verdad encuentro el nivel de argumentación sobre cualquier acción del gobierno francamente pobre. Y tal indigencia analítica va desde el prestigiado intelectual hasta el opinante común y corriente.

Para decirlo de una vez: parece ser que a lo que asistimos con este nuevo gobierno es, dentro de la discusión política, a un mero intercambio de papeles. El 50% del pasado julio es aplastante, sin duda, pero sólo en relación a los resultados de las últimas elecciones desde que hay alternancia.

Si lo vemos de otro modo, el país está simétricamente dividido, porque quienes votaron por el PRI o por el PAN en la reciente elección son por naturaleza opositores al gobierno actual. Aunque entre ellos riñan, su enemigo común nivela la proporción en la lógica gobierno-oposición.

¿Y qué se desprende de esto? Como dije arriba, no parece haber nada más que una inversión de los roles de este sexenio en relación a los últimos dos, cuando menos.

Y entonces, los que antes defendían la gradualidad de las reformas, ahora cualquier acción del gobierno que no arroje un resultado positivo inmediato se critica con dureza e indignación.

Los mismos que hace apenas un par de años les parecía carente de sentido echarle la culpa al gobierno de cualquier mal, desde el más mínimo inconveniente burocrático hasta la más grande tragedia, ahora se sienten temerosos por su vida y la de las generaciones por venir si es que el gobierno nos va a conducir al apocalíptico desastre ya anunciado.

De igual forma, aquellos críticos implacables del poder, ciudadanos informados, inquebrantables vigías del pueblo oprimido, han devenido en cautelosos defensores de la democracia procedimental, del lento pero seguro progreso institucional que los iracundos críticos no entienden porque el móvil de sus objeciones es la frustración del perdedor.

Si omitiéramos la identidad de los interlocutores en los debates televisivos, los pleitos en las redes sociales o las discusiones de la sobremesa, el espectáculo es más de lo mismo que el sexenio pasado: la autoproclamada autoridad moral del que lo critica todo, y del otro lado la argucia de dejarlo todo al tiempo y al ulterior juicio de la historia.

O sea, seguiremos escuchando, “¡fue el Estado!” y “el cambio está en uno mismo”. No son los mismos, pero son lo mismo.

Quizá sea miopía mía, pero no veo que la Cuarta Transformación traiga consigo una mejoría en el debate público. Ya que el sujeto en quien se encarna el dictado inexorable de la historia se anda metiendo en asuntos de moral privada, no estaría mal que echara mano de su providencia para mejorar las condiciones de conversación sobre los asuntos de interés general.

Insisto en mi ceguera, pero en verdad encuentro el nivel de argumentación sobre cualquier acción del gobierno francamente pobre. Y tal indigencia analítica va desde el prestigiado intelectual hasta el opinante común y corriente.

Para decirlo de una vez: parece ser que a lo que asistimos con este nuevo gobierno es, dentro de la discusión política, a un mero intercambio de papeles. El 50% del pasado julio es aplastante, sin duda, pero sólo en relación a los resultados de las últimas elecciones desde que hay alternancia.

Si lo vemos de otro modo, el país está simétricamente dividido, porque quienes votaron por el PRI o por el PAN en la reciente elección son por naturaleza opositores al gobierno actual. Aunque entre ellos riñan, su enemigo común nivela la proporción en la lógica gobierno-oposición.

¿Y qué se desprende de esto? Como dije arriba, no parece haber nada más que una inversión de los roles de este sexenio en relación a los últimos dos, cuando menos.

Y entonces, los que antes defendían la gradualidad de las reformas, ahora cualquier acción del gobierno que no arroje un resultado positivo inmediato se critica con dureza e indignación.

Los mismos que hace apenas un par de años les parecía carente de sentido echarle la culpa al gobierno de cualquier mal, desde el más mínimo inconveniente burocrático hasta la más grande tragedia, ahora se sienten temerosos por su vida y la de las generaciones por venir si es que el gobierno nos va a conducir al apocalíptico desastre ya anunciado.

De igual forma, aquellos críticos implacables del poder, ciudadanos informados, inquebrantables vigías del pueblo oprimido, han devenido en cautelosos defensores de la democracia procedimental, del lento pero seguro progreso institucional que los iracundos críticos no entienden porque el móvil de sus objeciones es la frustración del perdedor.

Si omitiéramos la identidad de los interlocutores en los debates televisivos, los pleitos en las redes sociales o las discusiones de la sobremesa, el espectáculo es más de lo mismo que el sexenio pasado: la autoproclamada autoridad moral del que lo critica todo, y del otro lado la argucia de dejarlo todo al tiempo y al ulterior juicio de la historia.

O sea, seguiremos escuchando, “¡fue el Estado!” y “el cambio está en uno mismo”. No son los mismos, pero son lo mismo.