/ sábado 9 de noviembre de 2019

¿Sobre qué urge el acuerdo de todos los mexicanos?

Pienso que, en la coyuntura actual, no bastan la invocación de valores abstractos (como la defensa de nuestra soberanía nacional o el amor a la patria) ni las referencias a nuestro pasado histórico (aunque éstas sean correctas y nunca salgan sobrando) para convencer a los mexicanos de la urgente necesidad de unirnos en un frente común para evitar el desastre nacional que muchas personas valiosas avizoran. Hace falta poner ante los ojos del ciudadano común los males reales que ya padecemos, y que pueden ser peores en el futuro si no corregimos el rumbo.

Coincido con quienes piensan que la clave de todo radica en la exagerada y acelerada concentración del poder en manos del Presidente de la república, porque es un hecho que esa anomalía de nuestra democracia deja exclusivamente en sus manos la solución de los problemas, trascendentales y delicados casi todos, que la conducción del país plantea. Los resultados palpables (no la simple opinión de nadie) que arrojan las resoluciones adoptadas, permiten concluir con seguridad que algunas de ellas han sido completamente erradas. Doy dos ejemplos, los más conspicuos: la política económica y la estrategia del combate a la delincuencia. Nadie que no cierre voluntariamente los ojos puede negar que la situación actual en ambos casos es hoy igual o peor que en el pasado reciente.

No sale sobrando señalar otra coincidencia con la crítica profesional sobre la actual situación. Me refiero al señalamiento de que la situación se agrava a la luz de la actitud y el discurso presidenciales frente a toda clase de crítica y de críticos: una cerrazón radical, incomprensible, a admitir el más mínimo error, y un rechazo absoluto a cualquier esfuerzo por entender, discutir en concreto y refutar también en concreto, con razones y hechos atinentes al caso, las opiniones disidentes, vengan de donde vengan. Muy lejos de eso, su invariable respuesta es el ataque visceral, los descalificativos hirientes y las acusaciones sin pruebas (y más de una vez falsas, como también se lo han demostrado). Esta actitud resulta peligrosa porque, al bloquear radicalmente la vía del diálogo fructífero (no simplemente formal), coloca a los disidentes ante una disyuntiva de hierro: o se someten dócilmente al poder arbitrario o buscan la manera de radicalizar su protesta.

Pienso como muchos que la situación se explica porque los famosos pesos y contrapesos de una democracia liberal como la nuestra, han resultado demasiado frágiles en nuestro caso y no han podido resistir la feroz embestida morenista. Algunos han sido barridos sin más (o están a punto de serlo), otros sencillamente han amainado el plumaje por temor a correr la misma suerte, dicen los críticos bien informados. Sin embargo, no estamos hablando de los mismos contrapesos. Por mi parte, no creo que las llamadas “organizaciones de la sociedad civil”, sumadas a unos cuantos organismos oficiales con autonomía y patrimonio propio, como la CRE, el INE o la CNDH, tengan el peso suficiente para explicar todo lo que nos pasa. En mi opinión, lo que realmente está fallando es algo mucho más profundo y estructural: se trata de una crisis de la división misma de poderes, columna vertebral y base de sustentación de todas las democracias de nuestros días.

En efecto, según esa teoría, el poder político de una nación democrática necesita, para poder funcionar correctamente en la práctica, dividirse en tres partes o tres “poderes” que difieren entre sí solo por sus funciones, pero no en cuanto a su autonomía, independencia respecto a los otros dos y facultad absoluta para conocer y resolver las cuestiones propias de su jurisdicción. El poder Legislativo se encarga de elaborar y aprobar las leyes; el Judicial, de aplicarlas, castigar su transgresión y velar por su coherencia con el marco constitucional y por su integridad; el Ejecutivo, finalmente se responsabiliza de ejecutar la política económica y social de acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo aprobado por el Legislativo, siempre respetando las leyes y cuidando de su relación con los otros dos poderes. De acuerdo con la teoría, no hay lugar para las fricciones entre poderes, ni tampoco para la imposición de alguno de ellos sobre los otros dos.

El poder que ejercen los tres sectores es un poder reflejo, un poder delegado en ellos por el pueblo, que es la fuente única y legítima de la que emana todo el poder del Estado y del Gobierno. El pueblo a su vez, para estar en capacidad de ejercer su soberanía, necesita, según la misma teoría, crear y poner en funcionamiento la herramienta adecuada para tal propósito. Dicha herramienta la constituyen los partidos políticos. El pueblo ejerce su poder y soberanía a través de ellos, mediante elecciones periódicas de los integrantes del poder Legislativo y Ejecutivo, pero no del Judicial.

Pues bien, lo que la realidad actual nos está diciendo a gritos es que, esa teoría de la división de poderes y del funcionamiento de los partidos políticos, aparentemente tan coherente y ajustada, no muestra tal perfección y eficacia en nuestro caso (y puede que en todos los demás, pero ese es otro asunto). El mal mayor del país, como ya dijimos, consiste en el desarrollo anormalmente grande, desmesurado, del poder Ejecutivo a expensas de los otros dos, a grado tal que en más de un caso anula su soberanía, invade sus facultades y toma decisiones por ellos.

Y, ¿cuál es la pieza defectuosa? La respuesta es: el sistema de partidos. En efecto, la función asignada a los partidos en la elección y conformación de los poderes Legislativo y Ejecutivo no contempla ningún candado que impida que los integrantes de ambos poderes surjan del mismo partido y que, por tanto, en vez de independencia entre ellos haya servilismo y sumisión del Legislativo frente al Ejecutivo. A esto debe añadirse, sin falta, la amplia facultad legislativa del Ejecutivo, con lo cual queda abierta la puerta para la invasión de facultades del primero sobre el segundo. El poder Judicial, por su parte, el más débil de los tres como admite la propia teoría, goza de una independencia asaz precaria (si es que tiene alguna) porque la elección de sus miembros es facultad combinada de los otros dos, e incluso porque su presupuesto puede ser modificado por ellos.

Hoy en nuestro país ocurre que solo funciona y decide con absoluta independencia el poder Ejecutivo. Por eso vemos y sabemos todos que se están creando leyes que responden solo a las necesidades e intereses de ese poder; leyes que pasan por encima de axiomas del derecho internacional, trabajadas y pulidas desde hace siglos por los juristas y la sociedad. De un plumazo han borrado la presunción de inocencia mientras no se pruebe lo contrario, la carga de la prueba en quien acusa, el derecho a un juicio justo, el derecho del ciudadano de no ser molestado en su persona o propiedades sino por causa plenamente justificada. Vemos y sabemos que se han aprobado leyes que vulneran el derecho de propiedad; que castigan al acusado con cárcel y confiscación de bienes antes de haber sido siquiera encausado; que elevan drásticamente las penas a ciertos delitos, como la defraudación fiscal, con el simple e ilegal recurso de cambiarles de nombre y así equipararlos con delitos graves e infamantes.

Por otra parte, se toman trascendentales decisiones económicas sin considerar suficientemente las repercusiones que puedan acarrear, y las duras consecuencias las pagaremos los ciudadanos tarde o temprano. Se deciden cambios y modificaciones severos en los cuerpos de seguridad sin la debida reflexión, y sin tomar en cuenta la opinión y los derechos de los afectados. Aquí hay que decir que el discurso del general en retiro, Carlos Gaytán Ochoa, está absolutamente justificado y se funda en hechos irrefutables; que el Ejército hace bien en preocuparse por la polarización del país y protestar por medidas que tienden a socavar su prestigio, su autoridad y su integridad como un solo cuerpo; y que en el discurso mencionado no hay absolutamente nada que permita acusar a nuestros soldados de golpistas estilo Franco o Pinochet. Qué bueno que el Presidente retiró a tiempo esa desmesurada sospecha, que pone en serio peligro la estabilidad del país y de sus instituciones.

Todo lo que aquí señalo de manera incompleta y muy resumida, sucede gracias a la desmesurada concentración del poder en manos del presidente de la República, fenómeno que prácticamente ha borrado de la escena a los otros dos poderes. Y quiero aclarar que no soy yo el que inventa la total sumisión del Legislativo al Presidente; es la propia mayoría morenista la que grita y confiesa a cada rato, sin ningún recato ni sentido mínimo de su responsabilidad y decoro ante el país: “¡Es un honor estar con Obrador!” En cuanto a la debilidad del poder Judicial, me parece que basta y sobra con insistir en que la reconoce sin ambages la propia teoría de la democracia liberal.

Pero, sea como sea, esto no es saludable para el país ni para nadie. El Gobierno de la 4ªT debe definirse ya: va por una revolución socialista o quiere gobernar respetando los marcos de una economía de libre empresa y de una democracia liberal. Si es lo primero, debe lanzarse a fondo de una vez por todas y atenerse a las consecuencias de su libre decisión, en cuyo caso concedo como racional el embate a las leyes e instituciones del sistema. Si es lo segundo, es una irresponsabilidad y una grave provocación estar agraviando, como lo hace, al capital, a las leyes del país y a nuestras fuerzas armadas, bastión último y primero de nuestra soberanía y de nuestra integridad territorial. Pero en ambos casos, nosotros, los Antorchistas, estamos en nuestro derecho a disentir de cualquier aventura improvisada y de cualquier provocación irresponsable, y por tanto, es nuestro deber y nuestro derecho volver a llamar a la unidad nacional para librar la batalla electoral que se avecina; y de ese modo, tratar de restablecer, aunque sea en pequeña medida, el necesario y perdido equilibrio entre poderes. De lo contrario, la carrera hacia el desastre continuará, quizá con mayor impulso si sus opositores no logran formar un frente capaz de detenerla mediante el voto ciudadano. Y esa será una responsabilidad de todos nosotros: de los morenistas tanto como de sus opositores. Que conste.

Pienso que, en la coyuntura actual, no bastan la invocación de valores abstractos (como la defensa de nuestra soberanía nacional o el amor a la patria) ni las referencias a nuestro pasado histórico (aunque éstas sean correctas y nunca salgan sobrando) para convencer a los mexicanos de la urgente necesidad de unirnos en un frente común para evitar el desastre nacional que muchas personas valiosas avizoran. Hace falta poner ante los ojos del ciudadano común los males reales que ya padecemos, y que pueden ser peores en el futuro si no corregimos el rumbo.

Coincido con quienes piensan que la clave de todo radica en la exagerada y acelerada concentración del poder en manos del Presidente de la república, porque es un hecho que esa anomalía de nuestra democracia deja exclusivamente en sus manos la solución de los problemas, trascendentales y delicados casi todos, que la conducción del país plantea. Los resultados palpables (no la simple opinión de nadie) que arrojan las resoluciones adoptadas, permiten concluir con seguridad que algunas de ellas han sido completamente erradas. Doy dos ejemplos, los más conspicuos: la política económica y la estrategia del combate a la delincuencia. Nadie que no cierre voluntariamente los ojos puede negar que la situación actual en ambos casos es hoy igual o peor que en el pasado reciente.

No sale sobrando señalar otra coincidencia con la crítica profesional sobre la actual situación. Me refiero al señalamiento de que la situación se agrava a la luz de la actitud y el discurso presidenciales frente a toda clase de crítica y de críticos: una cerrazón radical, incomprensible, a admitir el más mínimo error, y un rechazo absoluto a cualquier esfuerzo por entender, discutir en concreto y refutar también en concreto, con razones y hechos atinentes al caso, las opiniones disidentes, vengan de donde vengan. Muy lejos de eso, su invariable respuesta es el ataque visceral, los descalificativos hirientes y las acusaciones sin pruebas (y más de una vez falsas, como también se lo han demostrado). Esta actitud resulta peligrosa porque, al bloquear radicalmente la vía del diálogo fructífero (no simplemente formal), coloca a los disidentes ante una disyuntiva de hierro: o se someten dócilmente al poder arbitrario o buscan la manera de radicalizar su protesta.

Pienso como muchos que la situación se explica porque los famosos pesos y contrapesos de una democracia liberal como la nuestra, han resultado demasiado frágiles en nuestro caso y no han podido resistir la feroz embestida morenista. Algunos han sido barridos sin más (o están a punto de serlo), otros sencillamente han amainado el plumaje por temor a correr la misma suerte, dicen los críticos bien informados. Sin embargo, no estamos hablando de los mismos contrapesos. Por mi parte, no creo que las llamadas “organizaciones de la sociedad civil”, sumadas a unos cuantos organismos oficiales con autonomía y patrimonio propio, como la CRE, el INE o la CNDH, tengan el peso suficiente para explicar todo lo que nos pasa. En mi opinión, lo que realmente está fallando es algo mucho más profundo y estructural: se trata de una crisis de la división misma de poderes, columna vertebral y base de sustentación de todas las democracias de nuestros días.

En efecto, según esa teoría, el poder político de una nación democrática necesita, para poder funcionar correctamente en la práctica, dividirse en tres partes o tres “poderes” que difieren entre sí solo por sus funciones, pero no en cuanto a su autonomía, independencia respecto a los otros dos y facultad absoluta para conocer y resolver las cuestiones propias de su jurisdicción. El poder Legislativo se encarga de elaborar y aprobar las leyes; el Judicial, de aplicarlas, castigar su transgresión y velar por su coherencia con el marco constitucional y por su integridad; el Ejecutivo, finalmente se responsabiliza de ejecutar la política económica y social de acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo aprobado por el Legislativo, siempre respetando las leyes y cuidando de su relación con los otros dos poderes. De acuerdo con la teoría, no hay lugar para las fricciones entre poderes, ni tampoco para la imposición de alguno de ellos sobre los otros dos.

El poder que ejercen los tres sectores es un poder reflejo, un poder delegado en ellos por el pueblo, que es la fuente única y legítima de la que emana todo el poder del Estado y del Gobierno. El pueblo a su vez, para estar en capacidad de ejercer su soberanía, necesita, según la misma teoría, crear y poner en funcionamiento la herramienta adecuada para tal propósito. Dicha herramienta la constituyen los partidos políticos. El pueblo ejerce su poder y soberanía a través de ellos, mediante elecciones periódicas de los integrantes del poder Legislativo y Ejecutivo, pero no del Judicial.

Pues bien, lo que la realidad actual nos está diciendo a gritos es que, esa teoría de la división de poderes y del funcionamiento de los partidos políticos, aparentemente tan coherente y ajustada, no muestra tal perfección y eficacia en nuestro caso (y puede que en todos los demás, pero ese es otro asunto). El mal mayor del país, como ya dijimos, consiste en el desarrollo anormalmente grande, desmesurado, del poder Ejecutivo a expensas de los otros dos, a grado tal que en más de un caso anula su soberanía, invade sus facultades y toma decisiones por ellos.

Y, ¿cuál es la pieza defectuosa? La respuesta es: el sistema de partidos. En efecto, la función asignada a los partidos en la elección y conformación de los poderes Legislativo y Ejecutivo no contempla ningún candado que impida que los integrantes de ambos poderes surjan del mismo partido y que, por tanto, en vez de independencia entre ellos haya servilismo y sumisión del Legislativo frente al Ejecutivo. A esto debe añadirse, sin falta, la amplia facultad legislativa del Ejecutivo, con lo cual queda abierta la puerta para la invasión de facultades del primero sobre el segundo. El poder Judicial, por su parte, el más débil de los tres como admite la propia teoría, goza de una independencia asaz precaria (si es que tiene alguna) porque la elección de sus miembros es facultad combinada de los otros dos, e incluso porque su presupuesto puede ser modificado por ellos.

Hoy en nuestro país ocurre que solo funciona y decide con absoluta independencia el poder Ejecutivo. Por eso vemos y sabemos todos que se están creando leyes que responden solo a las necesidades e intereses de ese poder; leyes que pasan por encima de axiomas del derecho internacional, trabajadas y pulidas desde hace siglos por los juristas y la sociedad. De un plumazo han borrado la presunción de inocencia mientras no se pruebe lo contrario, la carga de la prueba en quien acusa, el derecho a un juicio justo, el derecho del ciudadano de no ser molestado en su persona o propiedades sino por causa plenamente justificada. Vemos y sabemos que se han aprobado leyes que vulneran el derecho de propiedad; que castigan al acusado con cárcel y confiscación de bienes antes de haber sido siquiera encausado; que elevan drásticamente las penas a ciertos delitos, como la defraudación fiscal, con el simple e ilegal recurso de cambiarles de nombre y así equipararlos con delitos graves e infamantes.

Por otra parte, se toman trascendentales decisiones económicas sin considerar suficientemente las repercusiones que puedan acarrear, y las duras consecuencias las pagaremos los ciudadanos tarde o temprano. Se deciden cambios y modificaciones severos en los cuerpos de seguridad sin la debida reflexión, y sin tomar en cuenta la opinión y los derechos de los afectados. Aquí hay que decir que el discurso del general en retiro, Carlos Gaytán Ochoa, está absolutamente justificado y se funda en hechos irrefutables; que el Ejército hace bien en preocuparse por la polarización del país y protestar por medidas que tienden a socavar su prestigio, su autoridad y su integridad como un solo cuerpo; y que en el discurso mencionado no hay absolutamente nada que permita acusar a nuestros soldados de golpistas estilo Franco o Pinochet. Qué bueno que el Presidente retiró a tiempo esa desmesurada sospecha, que pone en serio peligro la estabilidad del país y de sus instituciones.

Todo lo que aquí señalo de manera incompleta y muy resumida, sucede gracias a la desmesurada concentración del poder en manos del presidente de la República, fenómeno que prácticamente ha borrado de la escena a los otros dos poderes. Y quiero aclarar que no soy yo el que inventa la total sumisión del Legislativo al Presidente; es la propia mayoría morenista la que grita y confiesa a cada rato, sin ningún recato ni sentido mínimo de su responsabilidad y decoro ante el país: “¡Es un honor estar con Obrador!” En cuanto a la debilidad del poder Judicial, me parece que basta y sobra con insistir en que la reconoce sin ambages la propia teoría de la democracia liberal.

Pero, sea como sea, esto no es saludable para el país ni para nadie. El Gobierno de la 4ªT debe definirse ya: va por una revolución socialista o quiere gobernar respetando los marcos de una economía de libre empresa y de una democracia liberal. Si es lo primero, debe lanzarse a fondo de una vez por todas y atenerse a las consecuencias de su libre decisión, en cuyo caso concedo como racional el embate a las leyes e instituciones del sistema. Si es lo segundo, es una irresponsabilidad y una grave provocación estar agraviando, como lo hace, al capital, a las leyes del país y a nuestras fuerzas armadas, bastión último y primero de nuestra soberanía y de nuestra integridad territorial. Pero en ambos casos, nosotros, los Antorchistas, estamos en nuestro derecho a disentir de cualquier aventura improvisada y de cualquier provocación irresponsable, y por tanto, es nuestro deber y nuestro derecho volver a llamar a la unidad nacional para librar la batalla electoral que se avecina; y de ese modo, tratar de restablecer, aunque sea en pequeña medida, el necesario y perdido equilibrio entre poderes. De lo contrario, la carrera hacia el desastre continuará, quizá con mayor impulso si sus opositores no logran formar un frente capaz de detenerla mediante el voto ciudadano. Y esa será una responsabilidad de todos nosotros: de los morenistas tanto como de sus opositores. Que conste.