/ miércoles 19 de febrero de 2020

Sociedad sin odio

El odio es una emoción que generalmente va acompañada de otras connotaciones negativas, como la rabia, la ira o la agresividad, que puede provocar la aparición de problemas psicológicos e incluso físicos crónicos, tales como estrés, ansiedad, insomnio, pensamientos obsesivos, problemas de agresividad o debilidad del sistema inmunitario, entre otros.

Aquellas personas que viven bajo el odio, y en ocasiones también bajo el rencor, no son capaces de sentirse en paz y con tranquilidad, por lo que pueden considerar que las consecuencias producidas en el ser odiado generan justicia, porque quien odia cree tener alguna razón de base para hacerlo, la realidad es que el daño que le genera el haberse sentido engañado, acusado o abandonado es la causa que despierta ese sentimiento negativo tan fuerte.

Una persona puede experimentar ira, por mil causas, hacia objetos, situaciones u otros seres humanos, y cuando esto ocurre, se ponen en marcha una serie de procesos relacionados con el sistema neuroendocrino a través del sistema límbico, que es la vía habitual por la que se mueven las emociones.

Desde la antigüedad se ha distinguido el odio, Aristóteles lo diferenciaba de la ira y Nietsche señalaba que “el hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos” entre otros pensadores que han tratado de explicar por qué está tan presente en la psique humana.

Por una parte, como sugiriera Nietsche, sirve para mantener un cierto estado de alerta intelectual. En situaciones tan peligrosas como el falso consenso grupal, o cuando creemos que todos estamos de acuerdo, aunque no sea así, por mantener la cohesión, sólo los odiadores son capaces de actuar con lucidez. Algo que resultaría muy útil cuando en el pasado de la especie, las decisiones colectivas equivocadas a veces suponían la muerte.

Ahora, es necesario, considerar el odio entre las personas, que daña la convivencia pacífica y fomenta la violencia. Por eso, durante su última visita a nuestro país, José Mujica, expresidente de Uruguay, señaló que una forma superior de felicidad es despojarse del odio y eso es vivir en libertad.

Necesitamos aprender a interpretar lo sucedido de una manera distinta, más racional y relativizar la importancia de lo ocurrido ayuda a disminuirlo y al mismo tiempo, ser capaces de evaluar la intencionalidad existente en aquel que creemos que nos ha dañado, así como generar una mayor tolerancia hacia los actos o palabras de los otros y trabajar los pensamientos o ideas negativas generadas, ayudará al sujeto a desarrollar otro tipo de sentimientos menos perjudiciales y más adaptativos.

Así, proponer, comprometer, auxiliar, coincidir, tolerar no adorna ni favorece el odio, sino que son las actitudes desestimulantes en busca de protagonismo y su impulso las que promueven la ira nutrida y no la razón. Cuando gana el enojo, se descamina la objetividad, se daña todo y en el fondo quien más pierde es el envenenador.

La lucha contra la exacerbación del odio es nuestra tarea y la invitación a participar se basa en la decisión de modificar conductas, no ideas, sin limitar nuestras libertades pero tampoco abusando de ellas.

Por eso, el camino debe ser en busca de la recomposición, y en este caso no hay más actor en el escenario que pisa cada uno de nosotros. Pongamos de nuestra parte para acabar con el odio, pongamos nuestra voluntad y nuestra razón por encima de nuestro enojo.

El odio es una emoción que generalmente va acompañada de otras connotaciones negativas, como la rabia, la ira o la agresividad, que puede provocar la aparición de problemas psicológicos e incluso físicos crónicos, tales como estrés, ansiedad, insomnio, pensamientos obsesivos, problemas de agresividad o debilidad del sistema inmunitario, entre otros.

Aquellas personas que viven bajo el odio, y en ocasiones también bajo el rencor, no son capaces de sentirse en paz y con tranquilidad, por lo que pueden considerar que las consecuencias producidas en el ser odiado generan justicia, porque quien odia cree tener alguna razón de base para hacerlo, la realidad es que el daño que le genera el haberse sentido engañado, acusado o abandonado es la causa que despierta ese sentimiento negativo tan fuerte.

Una persona puede experimentar ira, por mil causas, hacia objetos, situaciones u otros seres humanos, y cuando esto ocurre, se ponen en marcha una serie de procesos relacionados con el sistema neuroendocrino a través del sistema límbico, que es la vía habitual por la que se mueven las emociones.

Desde la antigüedad se ha distinguido el odio, Aristóteles lo diferenciaba de la ira y Nietsche señalaba que “el hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos” entre otros pensadores que han tratado de explicar por qué está tan presente en la psique humana.

Por una parte, como sugiriera Nietsche, sirve para mantener un cierto estado de alerta intelectual. En situaciones tan peligrosas como el falso consenso grupal, o cuando creemos que todos estamos de acuerdo, aunque no sea así, por mantener la cohesión, sólo los odiadores son capaces de actuar con lucidez. Algo que resultaría muy útil cuando en el pasado de la especie, las decisiones colectivas equivocadas a veces suponían la muerte.

Ahora, es necesario, considerar el odio entre las personas, que daña la convivencia pacífica y fomenta la violencia. Por eso, durante su última visita a nuestro país, José Mujica, expresidente de Uruguay, señaló que una forma superior de felicidad es despojarse del odio y eso es vivir en libertad.

Necesitamos aprender a interpretar lo sucedido de una manera distinta, más racional y relativizar la importancia de lo ocurrido ayuda a disminuirlo y al mismo tiempo, ser capaces de evaluar la intencionalidad existente en aquel que creemos que nos ha dañado, así como generar una mayor tolerancia hacia los actos o palabras de los otros y trabajar los pensamientos o ideas negativas generadas, ayudará al sujeto a desarrollar otro tipo de sentimientos menos perjudiciales y más adaptativos.

Así, proponer, comprometer, auxiliar, coincidir, tolerar no adorna ni favorece el odio, sino que son las actitudes desestimulantes en busca de protagonismo y su impulso las que promueven la ira nutrida y no la razón. Cuando gana el enojo, se descamina la objetividad, se daña todo y en el fondo quien más pierde es el envenenador.

La lucha contra la exacerbación del odio es nuestra tarea y la invitación a participar se basa en la decisión de modificar conductas, no ideas, sin limitar nuestras libertades pero tampoco abusando de ellas.

Por eso, el camino debe ser en busca de la recomposición, y en este caso no hay más actor en el escenario que pisa cada uno de nosotros. Pongamos de nuestra parte para acabar con el odio, pongamos nuestra voluntad y nuestra razón por encima de nuestro enojo.