/ sábado 26 de diciembre de 2020

Sonidos de las campanas navideñas

Cuando ocasionalmente o no, escucho el tañer de la campana del templo de San Juanita, anteriormente Sagrario Metropolitano, compruebo que es la misma que tuve oportunidad en mi infancia de haber repicado y, en estas épocas que brotan remembranzas contrastantes, tristezas y alegrías circulan por el cuerpo y el cerebro cavila.

Épocas en las que zarandean agudos recuerdos de nuestra infancia, de nuestra juventud, de las navidades de nuestros primeros hijos, de nuestros primeros nietos y cuánta familia que, bendito sea Dios, disfrutamos y amamos entrañablemente en la actualidad, aquilatamos el valor de su presencia sonriendo a todo y a todos y nuestra consciencia transita por tanto momento imborrable como un mágico periplo.

Privilegiados de cantonearnos libremente en otra Navidad, percibimos el sonido triste de otras campanas en las que circulan los recuerdos llenos de congoja de numerosos seres queridos, amistades dilectas y personajes de todas las edades, que distinguimos en sus tratos o por sus hechos, que por las realidades que tenemos que arrostrar de la naturaleza, los hemos despedido para no volverlos a ver jamás.

Saboreando comidas y bebidas predilectas, no faltó quien tocara a nuestra puerta como una campana lastimera navideña, para implorar un juguete y abriguitos para sus niños; receta en mano solicitando dinero para comprar medicinas y hasta por caridad, algún tarugo de pan.

Pero el gozo y algarabía de los infantes en las navidades, sigue apreciándose como el repicar campanas de alegría, la plenitud de disfrutar una ofrenda que les deja, según sus creencias, el nacimiento de Jesús, la llegada de Papá Noel o Santa Clos, y desde su ropita, zapatos, pelotas, muñecas, juegos, carritos y bicicletas son visibles y decorosamente expuestos en jardines y calles, por chiquitines que no ocultan sus expresiones de complacencia y satisfacción.

Quisiéramos escuchar más sonidos alegres de campanas navideñas que de repente se convierten en el esquilo para tornarse en mudas, cuando nos concebimos indignos y afligidos como persona y sociedad, porque aún algunos pequeños continúan creyendo que, por vivir demasiado lejos de la ciudad, hasta sus indigentes moradas no puede llegar ninguno de los obsequiadores de regalos y continúan con la acongojante esperanza, de algún día dejar de ser los marginados y últimos en poder tener una de las bendiciones que les da la navidad y el mundo entero.

Son los diversos acentos con los que, después de haber vivido varias épocas navideñas se atienden de las campanas anunciando la llegada del Salvador, cuya mayor resonancia debe brotar del corazón repartiendo bendiciones al mundo entero, sin consumos de pánico, pero con la entrega fraterna y sincera de igualdad, sembrando paz y felicidad en un universo, que al tañer de sus campanas expulse en su eco el sonido gratificante del amor.

Cuando ocasionalmente o no, escucho el tañer de la campana del templo de San Juanita, anteriormente Sagrario Metropolitano, compruebo que es la misma que tuve oportunidad en mi infancia de haber repicado y, en estas épocas que brotan remembranzas contrastantes, tristezas y alegrías circulan por el cuerpo y el cerebro cavila.

Épocas en las que zarandean agudos recuerdos de nuestra infancia, de nuestra juventud, de las navidades de nuestros primeros hijos, de nuestros primeros nietos y cuánta familia que, bendito sea Dios, disfrutamos y amamos entrañablemente en la actualidad, aquilatamos el valor de su presencia sonriendo a todo y a todos y nuestra consciencia transita por tanto momento imborrable como un mágico periplo.

Privilegiados de cantonearnos libremente en otra Navidad, percibimos el sonido triste de otras campanas en las que circulan los recuerdos llenos de congoja de numerosos seres queridos, amistades dilectas y personajes de todas las edades, que distinguimos en sus tratos o por sus hechos, que por las realidades que tenemos que arrostrar de la naturaleza, los hemos despedido para no volverlos a ver jamás.

Saboreando comidas y bebidas predilectas, no faltó quien tocara a nuestra puerta como una campana lastimera navideña, para implorar un juguete y abriguitos para sus niños; receta en mano solicitando dinero para comprar medicinas y hasta por caridad, algún tarugo de pan.

Pero el gozo y algarabía de los infantes en las navidades, sigue apreciándose como el repicar campanas de alegría, la plenitud de disfrutar una ofrenda que les deja, según sus creencias, el nacimiento de Jesús, la llegada de Papá Noel o Santa Clos, y desde su ropita, zapatos, pelotas, muñecas, juegos, carritos y bicicletas son visibles y decorosamente expuestos en jardines y calles, por chiquitines que no ocultan sus expresiones de complacencia y satisfacción.

Quisiéramos escuchar más sonidos alegres de campanas navideñas que de repente se convierten en el esquilo para tornarse en mudas, cuando nos concebimos indignos y afligidos como persona y sociedad, porque aún algunos pequeños continúan creyendo que, por vivir demasiado lejos de la ciudad, hasta sus indigentes moradas no puede llegar ninguno de los obsequiadores de regalos y continúan con la acongojante esperanza, de algún día dejar de ser los marginados y últimos en poder tener una de las bendiciones que les da la navidad y el mundo entero.

Son los diversos acentos con los que, después de haber vivido varias épocas navideñas se atienden de las campanas anunciando la llegada del Salvador, cuya mayor resonancia debe brotar del corazón repartiendo bendiciones al mundo entero, sin consumos de pánico, pero con la entrega fraterna y sincera de igualdad, sembrando paz y felicidad en un universo, que al tañer de sus campanas expulse en su eco el sonido gratificante del amor.