/ miércoles 25 de diciembre de 2019

Todo tiene un origen, razón, motivo de ser

Es imposible lograr el bienestar que buscamos si actuamos en contra de nuestras convicciones. Nadie puede lograr una plenitud de acción si no está desarrollando lo que desea, lo que le gusta, lo que es su creatividad, su llamado interior, su vocación.

En cambio, cuando se tiene la oportunidad de realizar lo que se sabe, lo que le nace, lo que siente, se obtienen mayores resultados satisfactorios. Y es que el trabajo se hace con gusto, no se siente como una carga pesada, sino se convierte en un privilegio.

Así como hay motivos para amar y ser amado, para no querer o no ser correspondido, para dar comprensión y afecto, para sentir admiración y respeto; o peor aún, cuando nos invade el odio, el rencor, la tristeza, pero también el perdón y la reconciliación, siente preferencia por cumplir con un deber humano que nace de nuestro ser.

Generalmente, los humanos tenemos la potencialidad suficiente para superarnos y, este es el principio universal que nos distingue de los animales. El animal seguirá siendo siempre el mismo, sin aspiración alguna y con las mismas condiciones de vida. En cambio, el ser humano puede transformar su yo y su medio ambiente que le rodea; puede aprovechar los recursos a su alcance y, sobre todo, cada día puede lograr ser más humano, haciendo crecer sus virtudes y su fuerza. Imaginémonos que una persona no tuviera ninguna cualidad, sería un engendro; o que no tuviera ninguna limitación, sería un dios.

En realidad la inteligencia del humano es mucha, sólo que, poco echa mano de ella y pocos son los que han descubierto su poder. Desgraciadamente, muchos de los que la saben aprovechar, la utilizan para hacer el mal, causar daño a sus semejantes.

Otro de los fenómenos sociales muy negativo y, que hay que luchar para reducirlo al máximo, es el paraíso ficticio de la mediocridad. Sacudir con educación e inminente cultura dichas mentes tullidas, sin razonar, de diversos profesionistas, técnicos o manos especializadas que su hacer es deficiente, ya sea por ignorancia o por indolencia, que viven un espejismo y/o un interés malsano que tanto daño causa a la sociedad y la lleva al deterioro.

En el fondo de su inconsciencia, el mediocre anhela fervientemente el éxito que logran los demás, pero no es capaz ni tiene la disposición de alcanzarlo. Por eso también desea que el que triunfa, fracase y pierda lo que ha ganado. La mediocridad es una peste social que carcome el espíritu humano y lo hace naufragar. Es una manifestación que acarrea displicencia, indiferencia, cinismo y es caldo de cultivo para dar paso a la delincuencia.

Cuando dentro del desempeño laboral se llama a atender un deber superior, no es para llenarse de orgullo, soberbia, ni sentir que se nos da exclusividad, distinción, elitismo sobre los demás; sino tomarlo como un superior compromiso más delicado aun de nuestra misión; no para sentirse poderoso, sino para seguir creciendo, sin complejos; pero sí con dignidad y grandeza de humildad. Estar conscientes de que se sube un escalón y es por vocación de servicio, por nuestras convicciones y, dispuestos a ser útiles tanto en la responsabilidad como con los demás. Cumplir cabalmente con nuestra faena y ser cada día mejores, tomándolo como un reto, sin vanagloriarse.

Para una responsabilidad de tal magnitud y trascendencia, no debe haber pases automáticos o dedazos, sino loables reconocimientos que hagan honor a la justicia. Pues es un error imperdonable asignar puestos a la ligera, porque se corre el riesgo de frustraciones inevitables. El estar frente a un compromiso superior, no es para sólo ordenar y descansar y que de todo se encarguen los demás, como si el éxito estuviera asegurado. Hay que saber vivir el deber, decididos y coherentes, con madurez, buscando la grandeza del porvenir.

Si tenemos que enfrentar adversidades, hagámoslo con entereza y trascendencia, tomándolas como lecciones que nos da la vida; así mismo, como oportunidades para acreditar la autenticidad de nuestra idoneidad. Por eso la necesidad de una educación en valores desde el hogar fundamentalmente y, reforzada, complementada y perfeccionada en las instituciones escolares.

Dicha formación debe iniciarse desde la infancia, a fin de construir y modelar personalidades que les abran las puertas del futuro bienestar. No es suficiente con las campañas que se emprendan para aliviar los efectos de la pobreza, la enfermedad, el abandono, la protección al medio ambiente, si lo primero que se necesita es fortalecer el espíritu con el tonificante alimento de los valores humanos.

Y el primer valor que se debe desarrollar generosamente es el de la autoestima, para tener el acierto de darnos el valor que realmente merecemos.

Es imposible lograr el bienestar que buscamos si actuamos en contra de nuestras convicciones. Nadie puede lograr una plenitud de acción si no está desarrollando lo que desea, lo que le gusta, lo que es su creatividad, su llamado interior, su vocación.

En cambio, cuando se tiene la oportunidad de realizar lo que se sabe, lo que le nace, lo que siente, se obtienen mayores resultados satisfactorios. Y es que el trabajo se hace con gusto, no se siente como una carga pesada, sino se convierte en un privilegio.

Así como hay motivos para amar y ser amado, para no querer o no ser correspondido, para dar comprensión y afecto, para sentir admiración y respeto; o peor aún, cuando nos invade el odio, el rencor, la tristeza, pero también el perdón y la reconciliación, siente preferencia por cumplir con un deber humano que nace de nuestro ser.

Generalmente, los humanos tenemos la potencialidad suficiente para superarnos y, este es el principio universal que nos distingue de los animales. El animal seguirá siendo siempre el mismo, sin aspiración alguna y con las mismas condiciones de vida. En cambio, el ser humano puede transformar su yo y su medio ambiente que le rodea; puede aprovechar los recursos a su alcance y, sobre todo, cada día puede lograr ser más humano, haciendo crecer sus virtudes y su fuerza. Imaginémonos que una persona no tuviera ninguna cualidad, sería un engendro; o que no tuviera ninguna limitación, sería un dios.

En realidad la inteligencia del humano es mucha, sólo que, poco echa mano de ella y pocos son los que han descubierto su poder. Desgraciadamente, muchos de los que la saben aprovechar, la utilizan para hacer el mal, causar daño a sus semejantes.

Otro de los fenómenos sociales muy negativo y, que hay que luchar para reducirlo al máximo, es el paraíso ficticio de la mediocridad. Sacudir con educación e inminente cultura dichas mentes tullidas, sin razonar, de diversos profesionistas, técnicos o manos especializadas que su hacer es deficiente, ya sea por ignorancia o por indolencia, que viven un espejismo y/o un interés malsano que tanto daño causa a la sociedad y la lleva al deterioro.

En el fondo de su inconsciencia, el mediocre anhela fervientemente el éxito que logran los demás, pero no es capaz ni tiene la disposición de alcanzarlo. Por eso también desea que el que triunfa, fracase y pierda lo que ha ganado. La mediocridad es una peste social que carcome el espíritu humano y lo hace naufragar. Es una manifestación que acarrea displicencia, indiferencia, cinismo y es caldo de cultivo para dar paso a la delincuencia.

Cuando dentro del desempeño laboral se llama a atender un deber superior, no es para llenarse de orgullo, soberbia, ni sentir que se nos da exclusividad, distinción, elitismo sobre los demás; sino tomarlo como un superior compromiso más delicado aun de nuestra misión; no para sentirse poderoso, sino para seguir creciendo, sin complejos; pero sí con dignidad y grandeza de humildad. Estar conscientes de que se sube un escalón y es por vocación de servicio, por nuestras convicciones y, dispuestos a ser útiles tanto en la responsabilidad como con los demás. Cumplir cabalmente con nuestra faena y ser cada día mejores, tomándolo como un reto, sin vanagloriarse.

Para una responsabilidad de tal magnitud y trascendencia, no debe haber pases automáticos o dedazos, sino loables reconocimientos que hagan honor a la justicia. Pues es un error imperdonable asignar puestos a la ligera, porque se corre el riesgo de frustraciones inevitables. El estar frente a un compromiso superior, no es para sólo ordenar y descansar y que de todo se encarguen los demás, como si el éxito estuviera asegurado. Hay que saber vivir el deber, decididos y coherentes, con madurez, buscando la grandeza del porvenir.

Si tenemos que enfrentar adversidades, hagámoslo con entereza y trascendencia, tomándolas como lecciones que nos da la vida; así mismo, como oportunidades para acreditar la autenticidad de nuestra idoneidad. Por eso la necesidad de una educación en valores desde el hogar fundamentalmente y, reforzada, complementada y perfeccionada en las instituciones escolares.

Dicha formación debe iniciarse desde la infancia, a fin de construir y modelar personalidades que les abran las puertas del futuro bienestar. No es suficiente con las campañas que se emprendan para aliviar los efectos de la pobreza, la enfermedad, el abandono, la protección al medio ambiente, si lo primero que se necesita es fortalecer el espíritu con el tonificante alimento de los valores humanos.

Y el primer valor que se debe desarrollar generosamente es el de la autoestima, para tener el acierto de darnos el valor que realmente merecemos.