/ domingo 29 de diciembre de 2019

Todos a través de la formación descubramos nuestra misión

Cada ser humano que nace es una incógnita; nadie sabe lo que llegará a ser. Solamente la experiencia que va adquiriendo con la educación lo ayudará a descubrir su vocación. Y todos tenemos el deber de interpretar nuestra afición para un posible porvenir mejor.

Ciertamente que no siempre se logra lo que deseamos y tenemos que adaptarnos a nuestra realidad, pero eso no quita que luchemos por una existencia superior, a costa de grandes esfuerzos. Lo importante es tener fe en nosotros mismos. Pues es indudable que todos tenemos cierta habilidad o destreza para servir; o bien, adecuarnos a lo que se pudo lograr pero haciéndolo con toda responsabilidad.

De alguna manera todos tenemos alguna capacidad para proyectarnos y con ella nos manifestamos y disfrutamos porque viene de la esencia misma de nuestra naturaleza humana. Así, por ejemplo, a quien le guste y pueda guiar, orientar, encauzar, que cumpla con devoción y amor su afán de líder; a quien lo enamora la ciencia, el arte, la tecnología, que se deje conquistar y se entregue con pasión al conocimiento y la práctica. Que cada quien cumpla con su cometido con la esperanza de crecer dignamente.

Todo esfuerzo positivo que realizamos, aún por pequeño que sea, adquiere un valor incalculable cuando su fin es originar un bienestar en el diario acontecer de la vida. Pero no es suficiente con sólo buenas intenciones; con tener aptitudes, habilidades, destrezas; sino lo fundamental es desarrollarlas, ponerlas en práctica evolucionando en nuestro quehacer.

Lo más relevante de nuestro valor es lo educativo, para que no tengamos que hacer las cosas solamente por un salario, sino por una razón que nos nace por madurez y convencidos de lo que tenemos que hacer justamente. De ahí el propósito de que, si no somos responsables, cambiemos de actitud en el trabajo, para que, en lugar de aburrimiento, estrés, cansancio, agotamiento, se convierta en una oportunidad de servir, de transformar, transcender, aportando lo más valioso de nosotros.

Pero es imposible lograr este bienestar si actuamos en contra de nuestras convicciones. No podremos lograr una plenitud de acción si no estamos realizando lo que nos agrada o, al menos, no sentimos satisfacción alguna. Se obra con fe en lo que nos gusta hacer, poniendo toda nuestra creatividad y no se percibe como una carga pesada, sino como un privilegio.

Así como hay motivos para amar y ser amado, para no querer o no ser correspondido, para dar comprensión y ternura, para sentir admiración y respeto; o bien, cuando nos invade la envidia, el rencor, el odio, la tristeza, la venganza, pero también el arrepentimiento, el perdón y la reconciliación: entonces, se siente la sana disposición de cumplir con un deber importante, una gran misión que nace de nuestro ser. Nada se da por casualidad: si hace calor, llueve, el campo está verde, todo tiene un motivo, una razón.

Si el educando es responsable, si el obrero hace su trabajo con calidad o mediocridad, si en una pareja hay amor o no hay entendimiento; todo tiene su origen, una razón, un motivo.

Los humanos disponemos del potencial suficiente para superarnos y, es el principio básico que nos distingue de los animales. El animal seguirá siendo siempre la misma especie, sin aspiración alguna y con su misma condición de vida. En cambio el ser humano puede transformar su yo y su medio ambiente que le rodea; puede lograr ser mejor humano echando mano de sus virtudes y su vigor.

Su inteligencia es considerable, sólo que, cuántas y cuántas veces no recurre a ella y, pocos son los que han descubierto su poder. Desgraciadamente, sobran los que la utilizan para hacer el mal, causar daño a sus semejantes.

Otro fenómeno racional muy negativo es la mediocridad. Es una peste social que carcome el espíritu humano y lo hace fracasar en cualquier sistema de organización que se ejerza. Es una manifestación de indiferencia, displicencia, cinismo y, caldo de cultivo para dar paso a la delincuencia. La mediocridad se deja sentir también en cualquier labor o acontecimiento, siendo una de las ofertas el dinero fácil y sin mucho esfuerzo.

Hoy en día está muy de moda la holgazanería confabulada con la conveniencia: queremos un trabajo fácil y bien remunerado, donde el sentido de responsabilidad sea sólo para los demás y no para nosotros. Hablamos y hablamos de dignidad, calidad, eficiencia, entrega pero, suenan tan huecas estas palabras que tales paradigmas resultan únicamente espejismos. La formación de un imperio de antivalores va creciendo y dominando el corazón de una juventud desorientada.

El precio que todo triunfador debe pagar para lograr un futuro bienestar es el esfuerzo. De nada sirve tener grandes dones, cualidades o gracias si no hay conciencia, voluntad, energía, para desarrollarlos. De ahí la necesidad de sembrar desde niños ambiciones sanas cimentadas en la ética para que borden un plan de vida que los ayude a salir adelante en un mañana que se vislumbra difícil, duro, lamentablemente alejado de la paz.

Cada ser humano que nace es una incógnita; nadie sabe lo que llegará a ser. Solamente la experiencia que va adquiriendo con la educación lo ayudará a descubrir su vocación. Y todos tenemos el deber de interpretar nuestra afición para un posible porvenir mejor.

Ciertamente que no siempre se logra lo que deseamos y tenemos que adaptarnos a nuestra realidad, pero eso no quita que luchemos por una existencia superior, a costa de grandes esfuerzos. Lo importante es tener fe en nosotros mismos. Pues es indudable que todos tenemos cierta habilidad o destreza para servir; o bien, adecuarnos a lo que se pudo lograr pero haciéndolo con toda responsabilidad.

De alguna manera todos tenemos alguna capacidad para proyectarnos y con ella nos manifestamos y disfrutamos porque viene de la esencia misma de nuestra naturaleza humana. Así, por ejemplo, a quien le guste y pueda guiar, orientar, encauzar, que cumpla con devoción y amor su afán de líder; a quien lo enamora la ciencia, el arte, la tecnología, que se deje conquistar y se entregue con pasión al conocimiento y la práctica. Que cada quien cumpla con su cometido con la esperanza de crecer dignamente.

Todo esfuerzo positivo que realizamos, aún por pequeño que sea, adquiere un valor incalculable cuando su fin es originar un bienestar en el diario acontecer de la vida. Pero no es suficiente con sólo buenas intenciones; con tener aptitudes, habilidades, destrezas; sino lo fundamental es desarrollarlas, ponerlas en práctica evolucionando en nuestro quehacer.

Lo más relevante de nuestro valor es lo educativo, para que no tengamos que hacer las cosas solamente por un salario, sino por una razón que nos nace por madurez y convencidos de lo que tenemos que hacer justamente. De ahí el propósito de que, si no somos responsables, cambiemos de actitud en el trabajo, para que, en lugar de aburrimiento, estrés, cansancio, agotamiento, se convierta en una oportunidad de servir, de transformar, transcender, aportando lo más valioso de nosotros.

Pero es imposible lograr este bienestar si actuamos en contra de nuestras convicciones. No podremos lograr una plenitud de acción si no estamos realizando lo que nos agrada o, al menos, no sentimos satisfacción alguna. Se obra con fe en lo que nos gusta hacer, poniendo toda nuestra creatividad y no se percibe como una carga pesada, sino como un privilegio.

Así como hay motivos para amar y ser amado, para no querer o no ser correspondido, para dar comprensión y ternura, para sentir admiración y respeto; o bien, cuando nos invade la envidia, el rencor, el odio, la tristeza, la venganza, pero también el arrepentimiento, el perdón y la reconciliación: entonces, se siente la sana disposición de cumplir con un deber importante, una gran misión que nace de nuestro ser. Nada se da por casualidad: si hace calor, llueve, el campo está verde, todo tiene un motivo, una razón.

Si el educando es responsable, si el obrero hace su trabajo con calidad o mediocridad, si en una pareja hay amor o no hay entendimiento; todo tiene su origen, una razón, un motivo.

Los humanos disponemos del potencial suficiente para superarnos y, es el principio básico que nos distingue de los animales. El animal seguirá siendo siempre la misma especie, sin aspiración alguna y con su misma condición de vida. En cambio el ser humano puede transformar su yo y su medio ambiente que le rodea; puede lograr ser mejor humano echando mano de sus virtudes y su vigor.

Su inteligencia es considerable, sólo que, cuántas y cuántas veces no recurre a ella y, pocos son los que han descubierto su poder. Desgraciadamente, sobran los que la utilizan para hacer el mal, causar daño a sus semejantes.

Otro fenómeno racional muy negativo es la mediocridad. Es una peste social que carcome el espíritu humano y lo hace fracasar en cualquier sistema de organización que se ejerza. Es una manifestación de indiferencia, displicencia, cinismo y, caldo de cultivo para dar paso a la delincuencia. La mediocridad se deja sentir también en cualquier labor o acontecimiento, siendo una de las ofertas el dinero fácil y sin mucho esfuerzo.

Hoy en día está muy de moda la holgazanería confabulada con la conveniencia: queremos un trabajo fácil y bien remunerado, donde el sentido de responsabilidad sea sólo para los demás y no para nosotros. Hablamos y hablamos de dignidad, calidad, eficiencia, entrega pero, suenan tan huecas estas palabras que tales paradigmas resultan únicamente espejismos. La formación de un imperio de antivalores va creciendo y dominando el corazón de una juventud desorientada.

El precio que todo triunfador debe pagar para lograr un futuro bienestar es el esfuerzo. De nada sirve tener grandes dones, cualidades o gracias si no hay conciencia, voluntad, energía, para desarrollarlos. De ahí la necesidad de sembrar desde niños ambiciones sanas cimentadas en la ética para que borden un plan de vida que los ayude a salir adelante en un mañana que se vislumbra difícil, duro, lamentablemente alejado de la paz.