/ domingo 24 de febrero de 2019

Una productiva misión es la de educar a los hijos

Los primeros y principales educadores de los hijos son los padres de familia, ya que ellos les han dado vitalidad y tienen el innegable compromiso de formarlos virtuosamente e integrarlos a la vida en sociedad.

Este deber es de suma trascendencia, absolutamente prioritario, siendo la familia la primera escuela de las virtudes; pues al no generarse vínculos sanos en los primeros años de la infancia, los hijos sufrirán en sus relaciones tanto en el hogar como en las sociales.

Insisto en ello porque, quien no ha experimentado amor desde pequeño, tendrá dificultades para brindar cariño, estimación, amistad en su convivencia comunal. La ausencia amorosa de una filial confianza en la niñez, afecta bastante en la calidad de la convicción ciudadana, resintiéndose mayormente en la comunicación gremial y laboral.

Si en la familia se logra establecer conexiones personales estables y profundas, el niño crece sanamente, recibiendo y dando afecto, así como aprendiendo el arte de amar. Es así mismo una función educativa que requiere de un esfuerzo sincero y de la colaboración humana, que debe ser compartido por los propios padres, quienes son los primeros en cumplir con la misión de educar a sus hijos.

Pero tampoco se debe descargar toda la responsabilidad en la madre, quien generalmente tiene mayor contacto y más tiempo con ellos. El padre es tan importante como la madre para tan trascendente formación de la personalidad de los hijos. Ambos deben tener la capacidad y la obligación no solamente de mantenerlos sino, edificarles un clima amoroso en su hogar, de manera que todos en la familia puedan desarrollar su máximo potencial y crezcan con salud, así como fuertes física y emocionalmente.

Ni la educación, ni la ciencia, ni los buenos modales se improvisan; una buena educación no solamente se implanta académicamente, sino tiene su principio y su base en el hogar, pues educar a un niño es esencialmente enseñarle a prescindir de nosotros. La autoridad del padre y de la madre debe extender cada vez más el campo de la libertad (no libertinaje) y de la iniciativa de los hijos.

No deben bombardearlos continuamente con órdenes, indicaciones, normas y prohibiciones, ni tampoco someterlos a un control excesivo. Tienen que ayudarles a ir haciéndose poco a poco responsables de sus actos conforme a su edad sin que ello signifique que han dejado de quererlos; ya que sería un gran daño que se les hace si no reciben todo el amor, la aceptación y la atención que necesitan.

Todo el ser del niño está orientado al porvenir. Su vida es esperanza. Anhela avanzar, progresar, conquistar nuevas perfecciones. Siempre espera saber más y ser más; el mismo crecimiento está indicando su necesidad de adelanto, de desarrollo, de progreso. Va avanzando día a día en sus conocimientos.

El día en que logra escribir la primera palabra, cuando logra abrochar su zapato, etc., todos esos son éxitos muy grandes para él y espera que sean debidamente premiados. Si nadie se fija ni lo premia, piensa que los mayores no son justos.

Se ha de tener una atención especial a los niños y a sus derechos; ellos constituyen el futuro de la humanidad. De los siete a los diez años comienzan a razonar, se despierta su conciencia; son inquietos, traviesos y juguetones; si se les sabe mandar obedecen con facilidad y con gusto; son ingeniosos y observadores, ya distinguen el bien del mal.

Es la época más feliz de la vida; el juego les encanta, sus amigos les atraen y fascinan; viven intensamente el momento presente. Cuando llegan a los trece años se tornan juiciosos, un tanto temerosos y buscan en los adultos confianza y apoyo. Bosquejan su personalidad, buscan diferenciarse de los demás y al mismo tiempo integrarse a la comunidad. Están en la edad de la espera, en el umbral de la vida.

La niñez y la adolescencia tienen en sí su sentido positivo. Es la primavera de la existencia humana que tiene un gran valor. Las vivencias de la niñez y de la adolescencia no se borran, aun cuando la vida adulta sea muy agitada. Una infancia feliz y una adolescencia orientada conducen normalmente a una vida adulta controlada y serena. En cambio una niñez desamparada, sombría y tormentosa, pone cimientos de una vida adulta con dureza inhumana. El que siembra vientos cosecha tempestades. Si no se da un clima de tranquilidad y paz en el hogar, se sufrirá las consecuencias tanto en el presente como en el futuro. Es preciso integrar una personalidad humana afectivamente madura.

Hay que iniciar a los hijos en la responsabilidad, acostumbrarlos a la idea de superar los obstáculos con ánimo y constancia. Que tomen conciencia de su ser social, situándose solidariamente. Que se entreguen sincera y desinteresadamente a servir a los demás en lo posible. Que vayan formando una justa y esencial escala de valores apreciando lo espiritual y no lo reduzcan todo a la diversión, al sexo y el dinero. Fomentar en ellos el amor, ser útiles, sentir felicidad por el bien ajeno. Saber comprender y saber perdonar. Apasionarlos en el trabajo, el estudio, el arte y el apostolado, Que tengan actitudes positivas, optimistas y sean cordiales, corteses y generosos.


Los primeros y principales educadores de los hijos son los padres de familia, ya que ellos les han dado vitalidad y tienen el innegable compromiso de formarlos virtuosamente e integrarlos a la vida en sociedad.

Este deber es de suma trascendencia, absolutamente prioritario, siendo la familia la primera escuela de las virtudes; pues al no generarse vínculos sanos en los primeros años de la infancia, los hijos sufrirán en sus relaciones tanto en el hogar como en las sociales.

Insisto en ello porque, quien no ha experimentado amor desde pequeño, tendrá dificultades para brindar cariño, estimación, amistad en su convivencia comunal. La ausencia amorosa de una filial confianza en la niñez, afecta bastante en la calidad de la convicción ciudadana, resintiéndose mayormente en la comunicación gremial y laboral.

Si en la familia se logra establecer conexiones personales estables y profundas, el niño crece sanamente, recibiendo y dando afecto, así como aprendiendo el arte de amar. Es así mismo una función educativa que requiere de un esfuerzo sincero y de la colaboración humana, que debe ser compartido por los propios padres, quienes son los primeros en cumplir con la misión de educar a sus hijos.

Pero tampoco se debe descargar toda la responsabilidad en la madre, quien generalmente tiene mayor contacto y más tiempo con ellos. El padre es tan importante como la madre para tan trascendente formación de la personalidad de los hijos. Ambos deben tener la capacidad y la obligación no solamente de mantenerlos sino, edificarles un clima amoroso en su hogar, de manera que todos en la familia puedan desarrollar su máximo potencial y crezcan con salud, así como fuertes física y emocionalmente.

Ni la educación, ni la ciencia, ni los buenos modales se improvisan; una buena educación no solamente se implanta académicamente, sino tiene su principio y su base en el hogar, pues educar a un niño es esencialmente enseñarle a prescindir de nosotros. La autoridad del padre y de la madre debe extender cada vez más el campo de la libertad (no libertinaje) y de la iniciativa de los hijos.

No deben bombardearlos continuamente con órdenes, indicaciones, normas y prohibiciones, ni tampoco someterlos a un control excesivo. Tienen que ayudarles a ir haciéndose poco a poco responsables de sus actos conforme a su edad sin que ello signifique que han dejado de quererlos; ya que sería un gran daño que se les hace si no reciben todo el amor, la aceptación y la atención que necesitan.

Todo el ser del niño está orientado al porvenir. Su vida es esperanza. Anhela avanzar, progresar, conquistar nuevas perfecciones. Siempre espera saber más y ser más; el mismo crecimiento está indicando su necesidad de adelanto, de desarrollo, de progreso. Va avanzando día a día en sus conocimientos.

El día en que logra escribir la primera palabra, cuando logra abrochar su zapato, etc., todos esos son éxitos muy grandes para él y espera que sean debidamente premiados. Si nadie se fija ni lo premia, piensa que los mayores no son justos.

Se ha de tener una atención especial a los niños y a sus derechos; ellos constituyen el futuro de la humanidad. De los siete a los diez años comienzan a razonar, se despierta su conciencia; son inquietos, traviesos y juguetones; si se les sabe mandar obedecen con facilidad y con gusto; son ingeniosos y observadores, ya distinguen el bien del mal.

Es la época más feliz de la vida; el juego les encanta, sus amigos les atraen y fascinan; viven intensamente el momento presente. Cuando llegan a los trece años se tornan juiciosos, un tanto temerosos y buscan en los adultos confianza y apoyo. Bosquejan su personalidad, buscan diferenciarse de los demás y al mismo tiempo integrarse a la comunidad. Están en la edad de la espera, en el umbral de la vida.

La niñez y la adolescencia tienen en sí su sentido positivo. Es la primavera de la existencia humana que tiene un gran valor. Las vivencias de la niñez y de la adolescencia no se borran, aun cuando la vida adulta sea muy agitada. Una infancia feliz y una adolescencia orientada conducen normalmente a una vida adulta controlada y serena. En cambio una niñez desamparada, sombría y tormentosa, pone cimientos de una vida adulta con dureza inhumana. El que siembra vientos cosecha tempestades. Si no se da un clima de tranquilidad y paz en el hogar, se sufrirá las consecuencias tanto en el presente como en el futuro. Es preciso integrar una personalidad humana afectivamente madura.

Hay que iniciar a los hijos en la responsabilidad, acostumbrarlos a la idea de superar los obstáculos con ánimo y constancia. Que tomen conciencia de su ser social, situándose solidariamente. Que se entreguen sincera y desinteresadamente a servir a los demás en lo posible. Que vayan formando una justa y esencial escala de valores apreciando lo espiritual y no lo reduzcan todo a la diversión, al sexo y el dinero. Fomentar en ellos el amor, ser útiles, sentir felicidad por el bien ajeno. Saber comprender y saber perdonar. Apasionarlos en el trabajo, el estudio, el arte y el apostolado, Que tengan actitudes positivas, optimistas y sean cordiales, corteses y generosos.