/ viernes 22 de mayo de 2020

Vieja anormalidad

Basta con echar un vistazo a los artículos de opinión, portadas de revistas, primeras planas de los diarios locales y extranjeros más importantes para encontrar en todo ello el mismo tono con que se habla del futuro pos-covid.

Los hay apocalípticos: La pandemia es el inicio del fin de nuestra especie. Otros, poquito abajo en la escala, son categóricos. Así, estamos presenciando el fin del capitalismo, del neoliberalismo, de la globalización.

Finalmente, los entusiastas nos dicen que una vez que el mundo salga de esto, se valorará con justa medida la importancia de contar con un digno sistema universal de salud (pero de impuestos está prohibido hablar), que por fin la desigualdad estará en el centro del debate (¿programas sociales? ¡comunistas!) o que algunos indicadores positivos producto del encierro respecto a la contaminación han generado conciencia sobre el cambio climático (El petróleo es sagrado) y la importancia de no invadir nichos naturales de otras especies. Ya sabe usted: El virus somos nosotros, o alguna payasada similar.

Todo eso es un reflejo de la ansiedad que provoca la incertidumbre, la sensación que lo que éramos tres meses atrás es ya un mundo perdido. Si en verdad ocurre cualquiera de esos escenarios, lo será de manera radicalmente distinta a como es imaginado y con bastante menos celeridad que como se piensa.

No digo que todo seguirá igual, pero las predicciones son motivadas en buena medida por el temor a que después de tantas pérdidas humanas y materiales, nada haya cambiado. Que todo lo ocurrido sea enteramente gratuito. Me hacen recordar en su afán de encontrar sentido a aquellas teorías de la conspiración que especulaban sobre el origen del virus: Que si fue creado por China para afianzar su influencia global pero que en un momento dado se le fue de las manos, o que Estados Unidos lo implantó en China precisamente para embestir a su principal enemigo global. Tesis contrarias, ambas indemostrables, ellas y todas las demás muy bien recibidas por una porción importante de la sociedad y por algunos, caray, “expertos”.

Historia vieja, la de encontrar motivos que den una explicación racional (o irracional, pero que cuente como explicación) a los desastres naturales, las pestes, o a cualquier calamidad no producida por el hombre o no en su totalidad. Siempre se podrá echar mano de demiurgos iracundos y justicieros, conspiraciones planetarias o de un ecologismo kitsch y en el fondo profundamente religioso, donde algo llamado naturaleza nos castiga por no comportarnos como espera que nos portemos con ella.

Lo que sí empieza a observarse en el mundo es una agudización de las inercias que ya teníamos. Autócratas consolidados o en ciernes acumulando más poder con el pretexto de encarar mejor la situación (lo del “anillo al dedo” es ya un producto de exportación, ¡qué orgullo!). Mezquinas oposiciones cuentamuertos como si se tratara de votos o escaños en el congreso, y una sociedad polarizada que reafirma sus prejuicios, porque debe haber un responsable de la tragedia o de su mal manejo, y ese responsable es casualmente aquel que es siempre objeto de nuestra inquina. Quizá no vamos a ningún futuro, sino al pasado, a lo que éramos, a lo que no hemos dejado de ser.

Basta con echar un vistazo a los artículos de opinión, portadas de revistas, primeras planas de los diarios locales y extranjeros más importantes para encontrar en todo ello el mismo tono con que se habla del futuro pos-covid.

Los hay apocalípticos: La pandemia es el inicio del fin de nuestra especie. Otros, poquito abajo en la escala, son categóricos. Así, estamos presenciando el fin del capitalismo, del neoliberalismo, de la globalización.

Finalmente, los entusiastas nos dicen que una vez que el mundo salga de esto, se valorará con justa medida la importancia de contar con un digno sistema universal de salud (pero de impuestos está prohibido hablar), que por fin la desigualdad estará en el centro del debate (¿programas sociales? ¡comunistas!) o que algunos indicadores positivos producto del encierro respecto a la contaminación han generado conciencia sobre el cambio climático (El petróleo es sagrado) y la importancia de no invadir nichos naturales de otras especies. Ya sabe usted: El virus somos nosotros, o alguna payasada similar.

Todo eso es un reflejo de la ansiedad que provoca la incertidumbre, la sensación que lo que éramos tres meses atrás es ya un mundo perdido. Si en verdad ocurre cualquiera de esos escenarios, lo será de manera radicalmente distinta a como es imaginado y con bastante menos celeridad que como se piensa.

No digo que todo seguirá igual, pero las predicciones son motivadas en buena medida por el temor a que después de tantas pérdidas humanas y materiales, nada haya cambiado. Que todo lo ocurrido sea enteramente gratuito. Me hacen recordar en su afán de encontrar sentido a aquellas teorías de la conspiración que especulaban sobre el origen del virus: Que si fue creado por China para afianzar su influencia global pero que en un momento dado se le fue de las manos, o que Estados Unidos lo implantó en China precisamente para embestir a su principal enemigo global. Tesis contrarias, ambas indemostrables, ellas y todas las demás muy bien recibidas por una porción importante de la sociedad y por algunos, caray, “expertos”.

Historia vieja, la de encontrar motivos que den una explicación racional (o irracional, pero que cuente como explicación) a los desastres naturales, las pestes, o a cualquier calamidad no producida por el hombre o no en su totalidad. Siempre se podrá echar mano de demiurgos iracundos y justicieros, conspiraciones planetarias o de un ecologismo kitsch y en el fondo profundamente religioso, donde algo llamado naturaleza nos castiga por no comportarnos como espera que nos portemos con ella.

Lo que sí empieza a observarse en el mundo es una agudización de las inercias que ya teníamos. Autócratas consolidados o en ciernes acumulando más poder con el pretexto de encarar mejor la situación (lo del “anillo al dedo” es ya un producto de exportación, ¡qué orgullo!). Mezquinas oposiciones cuentamuertos como si se tratara de votos o escaños en el congreso, y una sociedad polarizada que reafirma sus prejuicios, porque debe haber un responsable de la tragedia o de su mal manejo, y ese responsable es casualmente aquel que es siempre objeto de nuestra inquina. Quizá no vamos a ningún futuro, sino al pasado, a lo que éramos, a lo que no hemos dejado de ser.