/ domingo 21 de abril de 2024

El llanto de la traición

No siempre el llanto debe ser consolado. En ocasiones es mejor ignorarlo, incluso apagarlo con la muerte, aunque sea doloroso hacerlo. El lobo se disfraza de oveja y el mal suele confundirse con el bien.

La noche era infernal y las sábanas rosaban como lava caliente en sus piernas. Cuarenta grados de temperatura eran apenas el inicio del verano caluroso en el pueblo norte. Daba vueltas en la cama como un pollo en la rostizadora y el ambiente era más fastidioso que el de una cocina industrial. El tic tac del viejo reloj empotrado en la pared de ese nuevo apartamento, era la cuenta regresiva para llegar al punto de cocción en su organismo, sentía algo parecido a estarse cocinando en un infierno. Sus calzoncillos dibujaban una capa de sebo y su rostro sudaba en pringas desiguales. Buscaba ventilarse, abría las piernas para refrescarse, por más de cuatro horas buscó conciliar el sueño y por un momento sintió la ausencia de su esposa e hijo, muertos hace un par de semanas. Y es que catorce días atrás vio cómo su familia se había quemado por completo en la casa ubicada al sur del pueblo norte donde vivían. Entre pesadillas y el calor, pudo recordar los gritos desesperados de su hijo Jaime y casi pudo percibir el olor a carne quemada cuando levantó su cuerpo calcinado, luego, sintió ser observado por esos seres queridos y después de un rato, se quedó dormido y tuvo la horrible pesadilla del suceso ocurrido semanas antes, pero, ¿de qué demonios estoy hablando? Vayamos al relato.

Geisen regresó en sus sueños al horrible día de la desgracia. Él y su esposa Pollet habían tenido una fuerte discusión antes de la desgracia mortal. En casi diez años de matrimonio las cosas no marchaban del todo bien, el motivo principal, era la falta de comunicación, pero Geisen se cargaba sospechas de infidelidad en la relación, aunque este hombre padecía de celos enfermizos y solía desconfiar hasta de la mosca que volaba cerca de Pollet y cualquier ser vivo que le rondara era una amenaza pasional. La discusión detonante de este conflicto, nació del “gracias sonriente” que Pollet regaló al doctor Poe vía telefónica para el chequeo del último mes de su segundo embarazo. Cuando la mujer colgó el teléfono, se hizo la campal, hubo agresiones físicas y forcejeos. El pequeño Jaime observaba el show de coliseo romano desde la cuna, lloraba y mordisqueaba, en realidad le perturbaba ver cómo su padre bofeteaba una y otra vez a Pollet. La pelea duró alrededor de cinco minutos y en el recuento de daños, hubo un televisor roto, un par de cuadros familiares estrellados, unas cortinas desgarradas y un niño atragantado por el llanto. La pelea terminó cuando Geisen se cansó de bofetear a su mujer y prefirió irse a la cocina para tomar una cerveza helada e intentar olvidar lo costoso que sería reemplazar el televisor. Pollet se encontraba en la habitación con los dos ojos morados, abrazaba a Jaime y trataba de desviar las cosas para evitar el trauma que seguro el chico nunca lograría apartar del inconsciente. La mujer se limpiaba la sangre de sus labios mientras que Geisen también se limpiaba, pero la cerveza que le chorreaba hacia las comisuras de la boca. Geisen sabía que estaba mal en haberla golpeado, pero los celos eran más grandes y eran la justificación de haberla dejado como peleadora amateur de artes marciales mixtas. La inseguridad de perderla se hacía fuerte y ya le era imposible controlar esos accesos de ira, sabía que debía parar, pero el miedo a perderla nublaba todo razonamiento lógico. Habían pasado alrededor de dos horas después del teatrito sangriento, el pequeño Jaime no paraba de llorar, la lluvia era intensa y para colmo, la energía eléctrica se había ido en todo el edificio. Geisen se había tomado algunas diez cervezas y se encontraba sentado en el comedor iluminado por la luz de una vela. Tenía sus puños encajados en los pomulos y los codos sobre la mesa. Miraba a través de la botella los restos de espuma de la cerveza tibia y pensaba en su mal actuar y en alguna manera efectiva para frenar esos arranques de celos. Por un momento sentía vergüenza, miraba la vela encendida, caminaba hacia la estufa, pensaba en prepararse un café muy cargado, pero decidía salir de casa para tomar aire y refrescarse un poco con la lluvia, deseaba hablar con alguien, aunque fuese con un Dios que le perdonara todos sus errores.

Geisen seguía en la pesadilla y naufragaba triste en el jardín principal, la lluvia se convertía en su único refugio. Se sentaba debajo de un árbol donde Jaime solía jugar con sus carritos de metal. La casa se antojaba sola y se dejaba ver cómo una edificación olvidada por los años y el descuido. Chorros de agua caían tristes en rededor de su cuello. El hombre se empinaba a leves sorbos una última cerveza mientras observaba como derrumbaba diez años de matrimonio con sus problemas mentales. Los ojos de Geisen se clavaban en la incandescencia lejana de la vela en la cocina y ese era el elemento destructor de este relato, porque en un parpadeo todo se convierta en una llamarada roja y llena de muerte.

La casa comenzaba arder, Geisen escupía la cerveza, su respiración se cortaba y lanzaba un grito desesperado, aventaba la botella al piso y corría hasta la entrada principal para intentar salvar a su familia, pero una dualidad en su mente lo paralizaba y lo único que podía hacer, era escuchar cómo los lamentos de Jaime y Pollet se iban fundiendo en el sonar del fuego. Cuando por fin podía moverse, observaba por la ventana y sus ojos eran testigos de la piel calcinada de Jaime y del rostro de Pollet igual al de una calavera de filme de terror. Intentaba abrir la ventana, pero el humo le restaba fuerza para hacerlo. Geisen, luego entraba por la puerta, quizá para intentar salvarles, pero ya era demasiado tarde, aun así, corría entre el fuego, comenzaba a quemarse, intentaba sacar los cuerpos, pero luego Jaime cobraba vida y comenzaba a burlarse con una lengua larga y negra, entonces Geisen abrió los ojos y se encontraba en su habitación bañado en sudor. La pesadilla había sido casi idéntica al hecho real, a diferencia de que su hijo no se levantaba de la muerte con esa lengua larga y negra para tomar venganza.

Geisen miró el reloj, eran las tres de la mañana, había leído en una revista de horror, que esa era la hora en que las entidades perdidas buscan el contacto con sus seres queridos para aclarar cuentas pendientes y reconciliar momentos duros que en vida sufrieron, trató de no tomar en cuenta el dato y se quedó mirando el techo. La pesadilla derivada de la horrible muerte de su familia, había terminado, pero lo peor estaba por comenzar. Geisen estaba acostado en la cama de su nuevo apartamento y escuchó un lloriqueo a espaldas de su habitación, creyó que tal vez era alguna gata en celo o su vecina gimiendo de placer, pero en el fondo sintió un miedo irracional. Los lamentos eran cada vez más fuertes y estremecedores. Apretó el colchón con ambas manos, se paró como pudo y salió para ver que sucedía tras su habitación. Sintió calambres en las piernas y deseos de largarse, pero Geisen necesitaba saber el origen de aquel lamento misterioso. Giró la perilla de la puerta y una neblina verde paseó en sus narices. La luna bañaba su luz una capa de neblina, similar a la de aquel incendio que acabó con su familia. El llanto no paraba y sus oídos se sintieron perturbados. Geisen siguió con sus pasos el origen de ese sufrimiento, caminó por la banqueta lateral hasta el callejón de espaldas a su apartamento. En medio de una lámpara de halógeno y un poste telefónico, vio un contenedor de basura y se dio cuenta de que el llanto provenía del interior de ese depósito. Dio un par de pasos, abrió la tapa y pudo ver un pequeño bulto parecido a un bebé, no lo pensó demasiado y lo cargó en sus brazos. Geisen no podía creerlo, tampoco podía dejarlo en ese basurero y lo llevó al interior del apartamento para brindarle atenciones y así, no muriese de una deshidratación o de un golpe de calor. Ya en el interior, colocó a la pequeña bola de carne sobre la cama, la luz de la luna le permitió ver a un ser de piel arrugada y desgastada como la de un anciano, sintió repulsión, pero asumió que era por el abandono y la deshidratación.

Geisen lo colocó entre dos almohadas y se dirigió al baño, humedeció una toalla con la intención de limpiar la mugre de la criatura. Mientras se miraba en el espejo y mojaba el trapo, el llanto del pequeño mutó a un gemido carrasposo como si ahora se tratara de un anciano. Guardó la calma, cerró la llave del lavabo y exprimió con ambas manos la toalla. Caminó hacía la criatura y ahí comenzó el terror. El pequeño de apenas unos treinta centímetros, comenzó a latir como un corazón recién extirpado, sus extremidades crecieron como ramas, sus huesos tronaban como maderos podridos y la piel se le restiraba igual que látex. El diminuto cuerpo ahora parecía un anciano de tamaño real, su espalda era abultada y escamosa como la de un reptil, sus ojos ahora eran blancos y venas azules en todo el rostro se dibujaban en medio de las arrugas. Olor a carne podrida se disipó en el apartamento y una neblina verde entró por las ventanas. Geisen se cayó de nalgas y retrocedió apoyándose con los codos, retrocedió como un cangrejo en peligro hasta que chocó contra el televisor apagado. Aquella monstruosidad lanzó una carcajada en las narices de Geisen. El anciano caminó hacia él. Sus miradas se cruzaron, Geisen pudo ver en las pupilas de aquella entidad a su hijo y a su esposa Pollet ardiendo en medio del fuego. Antes de morir en las manos de ese emisario del demonio, Geisen se arrepintió. Nunca debió de abrir las llaves de la estufa con la vela encendida. Nunca debió creer que esa era la manera más efectiva de acabar con los celos enfermizos. Nunca debió matar a su familia, pero era demasiado tarde porque la misma muerte ya estaba lista para cobrarle la factura.

No siempre el llanto debe ser consolado. En ocasiones es mejor ignorarlo, incluso apagarlo con la muerte, aunque sea doloroso hacerlo. El lobo se disfraza de oveja y el mal suele confundirse con el bien.

La noche era infernal y las sábanas rosaban como lava caliente en sus piernas. Cuarenta grados de temperatura eran apenas el inicio del verano caluroso en el pueblo norte. Daba vueltas en la cama como un pollo en la rostizadora y el ambiente era más fastidioso que el de una cocina industrial. El tic tac del viejo reloj empotrado en la pared de ese nuevo apartamento, era la cuenta regresiva para llegar al punto de cocción en su organismo, sentía algo parecido a estarse cocinando en un infierno. Sus calzoncillos dibujaban una capa de sebo y su rostro sudaba en pringas desiguales. Buscaba ventilarse, abría las piernas para refrescarse, por más de cuatro horas buscó conciliar el sueño y por un momento sintió la ausencia de su esposa e hijo, muertos hace un par de semanas. Y es que catorce días atrás vio cómo su familia se había quemado por completo en la casa ubicada al sur del pueblo norte donde vivían. Entre pesadillas y el calor, pudo recordar los gritos desesperados de su hijo Jaime y casi pudo percibir el olor a carne quemada cuando levantó su cuerpo calcinado, luego, sintió ser observado por esos seres queridos y después de un rato, se quedó dormido y tuvo la horrible pesadilla del suceso ocurrido semanas antes, pero, ¿de qué demonios estoy hablando? Vayamos al relato.

Geisen regresó en sus sueños al horrible día de la desgracia. Él y su esposa Pollet habían tenido una fuerte discusión antes de la desgracia mortal. En casi diez años de matrimonio las cosas no marchaban del todo bien, el motivo principal, era la falta de comunicación, pero Geisen se cargaba sospechas de infidelidad en la relación, aunque este hombre padecía de celos enfermizos y solía desconfiar hasta de la mosca que volaba cerca de Pollet y cualquier ser vivo que le rondara era una amenaza pasional. La discusión detonante de este conflicto, nació del “gracias sonriente” que Pollet regaló al doctor Poe vía telefónica para el chequeo del último mes de su segundo embarazo. Cuando la mujer colgó el teléfono, se hizo la campal, hubo agresiones físicas y forcejeos. El pequeño Jaime observaba el show de coliseo romano desde la cuna, lloraba y mordisqueaba, en realidad le perturbaba ver cómo su padre bofeteaba una y otra vez a Pollet. La pelea duró alrededor de cinco minutos y en el recuento de daños, hubo un televisor roto, un par de cuadros familiares estrellados, unas cortinas desgarradas y un niño atragantado por el llanto. La pelea terminó cuando Geisen se cansó de bofetear a su mujer y prefirió irse a la cocina para tomar una cerveza helada e intentar olvidar lo costoso que sería reemplazar el televisor. Pollet se encontraba en la habitación con los dos ojos morados, abrazaba a Jaime y trataba de desviar las cosas para evitar el trauma que seguro el chico nunca lograría apartar del inconsciente. La mujer se limpiaba la sangre de sus labios mientras que Geisen también se limpiaba, pero la cerveza que le chorreaba hacia las comisuras de la boca. Geisen sabía que estaba mal en haberla golpeado, pero los celos eran más grandes y eran la justificación de haberla dejado como peleadora amateur de artes marciales mixtas. La inseguridad de perderla se hacía fuerte y ya le era imposible controlar esos accesos de ira, sabía que debía parar, pero el miedo a perderla nublaba todo razonamiento lógico. Habían pasado alrededor de dos horas después del teatrito sangriento, el pequeño Jaime no paraba de llorar, la lluvia era intensa y para colmo, la energía eléctrica se había ido en todo el edificio. Geisen se había tomado algunas diez cervezas y se encontraba sentado en el comedor iluminado por la luz de una vela. Tenía sus puños encajados en los pomulos y los codos sobre la mesa. Miraba a través de la botella los restos de espuma de la cerveza tibia y pensaba en su mal actuar y en alguna manera efectiva para frenar esos arranques de celos. Por un momento sentía vergüenza, miraba la vela encendida, caminaba hacia la estufa, pensaba en prepararse un café muy cargado, pero decidía salir de casa para tomar aire y refrescarse un poco con la lluvia, deseaba hablar con alguien, aunque fuese con un Dios que le perdonara todos sus errores.

Geisen seguía en la pesadilla y naufragaba triste en el jardín principal, la lluvia se convertía en su único refugio. Se sentaba debajo de un árbol donde Jaime solía jugar con sus carritos de metal. La casa se antojaba sola y se dejaba ver cómo una edificación olvidada por los años y el descuido. Chorros de agua caían tristes en rededor de su cuello. El hombre se empinaba a leves sorbos una última cerveza mientras observaba como derrumbaba diez años de matrimonio con sus problemas mentales. Los ojos de Geisen se clavaban en la incandescencia lejana de la vela en la cocina y ese era el elemento destructor de este relato, porque en un parpadeo todo se convierta en una llamarada roja y llena de muerte.

La casa comenzaba arder, Geisen escupía la cerveza, su respiración se cortaba y lanzaba un grito desesperado, aventaba la botella al piso y corría hasta la entrada principal para intentar salvar a su familia, pero una dualidad en su mente lo paralizaba y lo único que podía hacer, era escuchar cómo los lamentos de Jaime y Pollet se iban fundiendo en el sonar del fuego. Cuando por fin podía moverse, observaba por la ventana y sus ojos eran testigos de la piel calcinada de Jaime y del rostro de Pollet igual al de una calavera de filme de terror. Intentaba abrir la ventana, pero el humo le restaba fuerza para hacerlo. Geisen, luego entraba por la puerta, quizá para intentar salvarles, pero ya era demasiado tarde, aun así, corría entre el fuego, comenzaba a quemarse, intentaba sacar los cuerpos, pero luego Jaime cobraba vida y comenzaba a burlarse con una lengua larga y negra, entonces Geisen abrió los ojos y se encontraba en su habitación bañado en sudor. La pesadilla había sido casi idéntica al hecho real, a diferencia de que su hijo no se levantaba de la muerte con esa lengua larga y negra para tomar venganza.

Geisen miró el reloj, eran las tres de la mañana, había leído en una revista de horror, que esa era la hora en que las entidades perdidas buscan el contacto con sus seres queridos para aclarar cuentas pendientes y reconciliar momentos duros que en vida sufrieron, trató de no tomar en cuenta el dato y se quedó mirando el techo. La pesadilla derivada de la horrible muerte de su familia, había terminado, pero lo peor estaba por comenzar. Geisen estaba acostado en la cama de su nuevo apartamento y escuchó un lloriqueo a espaldas de su habitación, creyó que tal vez era alguna gata en celo o su vecina gimiendo de placer, pero en el fondo sintió un miedo irracional. Los lamentos eran cada vez más fuertes y estremecedores. Apretó el colchón con ambas manos, se paró como pudo y salió para ver que sucedía tras su habitación. Sintió calambres en las piernas y deseos de largarse, pero Geisen necesitaba saber el origen de aquel lamento misterioso. Giró la perilla de la puerta y una neblina verde paseó en sus narices. La luna bañaba su luz una capa de neblina, similar a la de aquel incendio que acabó con su familia. El llanto no paraba y sus oídos se sintieron perturbados. Geisen siguió con sus pasos el origen de ese sufrimiento, caminó por la banqueta lateral hasta el callejón de espaldas a su apartamento. En medio de una lámpara de halógeno y un poste telefónico, vio un contenedor de basura y se dio cuenta de que el llanto provenía del interior de ese depósito. Dio un par de pasos, abrió la tapa y pudo ver un pequeño bulto parecido a un bebé, no lo pensó demasiado y lo cargó en sus brazos. Geisen no podía creerlo, tampoco podía dejarlo en ese basurero y lo llevó al interior del apartamento para brindarle atenciones y así, no muriese de una deshidratación o de un golpe de calor. Ya en el interior, colocó a la pequeña bola de carne sobre la cama, la luz de la luna le permitió ver a un ser de piel arrugada y desgastada como la de un anciano, sintió repulsión, pero asumió que era por el abandono y la deshidratación.

Geisen lo colocó entre dos almohadas y se dirigió al baño, humedeció una toalla con la intención de limpiar la mugre de la criatura. Mientras se miraba en el espejo y mojaba el trapo, el llanto del pequeño mutó a un gemido carrasposo como si ahora se tratara de un anciano. Guardó la calma, cerró la llave del lavabo y exprimió con ambas manos la toalla. Caminó hacía la criatura y ahí comenzó el terror. El pequeño de apenas unos treinta centímetros, comenzó a latir como un corazón recién extirpado, sus extremidades crecieron como ramas, sus huesos tronaban como maderos podridos y la piel se le restiraba igual que látex. El diminuto cuerpo ahora parecía un anciano de tamaño real, su espalda era abultada y escamosa como la de un reptil, sus ojos ahora eran blancos y venas azules en todo el rostro se dibujaban en medio de las arrugas. Olor a carne podrida se disipó en el apartamento y una neblina verde entró por las ventanas. Geisen se cayó de nalgas y retrocedió apoyándose con los codos, retrocedió como un cangrejo en peligro hasta que chocó contra el televisor apagado. Aquella monstruosidad lanzó una carcajada en las narices de Geisen. El anciano caminó hacia él. Sus miradas se cruzaron, Geisen pudo ver en las pupilas de aquella entidad a su hijo y a su esposa Pollet ardiendo en medio del fuego. Antes de morir en las manos de ese emisario del demonio, Geisen se arrepintió. Nunca debió de abrir las llaves de la estufa con la vela encendida. Nunca debió creer que esa era la manera más efectiva de acabar con los celos enfermizos. Nunca debió matar a su familia, pero era demasiado tarde porque la misma muerte ya estaba lista para cobrarle la factura.

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