/ sábado 25 de junio de 2022

En cartera

Dicen los filósofos -como Alberto Espinosa- que “todos los que conocimos al maestro Palencia Alonso hemos quedado marcados por su personalidad, por su ejemplo generoso o por sus sabios escritos singulares”.

Porque en el maestro durangueño se daba, como en una evidencia deslumbrante, la presencia del sentido común, de la alta cultura y del buen gusto, acompasado por un armónico sentido del arte y de la vida.

Podría decirse que toda su enseñanza se funda en esa evidencia. Ahora que los días y fatigas de Héctor Palencia se han apagado se perfila la trayectoria de su vida como la de un alto surtidor del sentido, como faro inalcanzable: como un horizonte orientador. No buscó poder ni metal, empero su vida fue una procesión de méritos semejantes a una marcha triunfal. Porque el maestro Héctor Palencia siempre tuvo para los otros la palabra edificante en los belfos y en la pluma el comentario generoso del reconocimiento donde se distingue la acción meritoria y que alicienta el espíritu.

Como promotor de la cultura, su labor que se extendió durante décadas de esfuerzos ininterrumpidos (fundador de la Casa de la Cultura y fundador del Instituto de Cultura del Estado de Durango), a juzgar por los resultados, promovió millares de eventos culturales, la edición de centenares de libros y cientos de exposiciones, además de haber labrado millones de líneas tejidas con sencillas expresiones de mercurio o de argento en las que siempre ponderó y estimuló el trabajo de sus coterráneos, reconociendo sin ningún dejo de insidia, el talento y las virtudes ajenas y ahí están como testimonio sus colaboraciones editoriales durante muchos años en las páginas de su casa editora El Sol de Durango.

Los frutos con que el alto surtidor de cultura coronó su fecunda vida, fueron sin duda las difíciles virtudes de la prudencia y la paciencia, de la concordia y la orientación, no menos que la fraternidad. Nadie ignora que tal universo axiológico puede reducir a una expresión cardinal cuyo nombre es: humanismo.

El Durango de ayer no volverá a ser el Durango de ahora. Porque a pesar de que nuestros ojos de carne no volverán a ver en la tierra la figura del singular maestro, su magisterio no volverá reconfortar los mortales oídos tanto del sabio como del necio, quedará su imborrable lección de vida, de vivir con secreto como prescribe el arte de la vida.

“Lo durangueño como solución”, ha dicho el maestro en filosofía René Barbier al comentar, o más bien fundamentar la “durangueñeidad”. Esta doctrina, escribe, “apunta a la revelación constante e insistente del hecho de que la sociedad durangueña, como tal, no sólo tiene afinidades y semejanzas externas, inesenciales, frívolas y transitorias, sino que posee identidades irreductibles y últimas; identidades de espíritu y de conciencia”.

Mantengamos vivo el amor por Durango, lo durangueño, que ha dado estilo y rumbo a esta ciudad provincial, fantásticamente protegida por San Jorge traspasando al dragón mitológico, donde el azul de su cielo y sus crepúsculos que son, como acuarela de dorados, de lilas y de castaños, señalan el centro espiritual de una tierra que tiene en el mapa la espléndida forma de un gran corazón.

Durango nunca fue una ciudad exótica ni pintoresca. Era una ciudad socioeconómicamente lógica y formalmente correcta, y resultaba en razón de su origen una prolongación urbanística de España. Los constructores de las antiguas ciudades partían de una base firme: La ciudad, decían, se comunica, le habla al ciudadano con un lenguaje de formas, con una ortografía de materiales, de construcción. Se crea así, el discurso del entorno y la consiguiente poética del espacio citadino. Toda ciudad plasma una forma social o antisocial, y la estética es el aspecto más sintomático de la cuestión urbana.

Bueno sería que el Honorable Ayuntamiento de Durango, reestableciera la placa –que se robaron- que en su honor pusiera en la casa donde nació Héctor Palencia, en el mismo lugar donde nació Dolores del Rio, a iniciativa del entonces presidente municipal Ing. Jorge Herrera Delgado, de feliz memoria.


Dicen los filósofos -como Alberto Espinosa- que “todos los que conocimos al maestro Palencia Alonso hemos quedado marcados por su personalidad, por su ejemplo generoso o por sus sabios escritos singulares”.

Porque en el maestro durangueño se daba, como en una evidencia deslumbrante, la presencia del sentido común, de la alta cultura y del buen gusto, acompasado por un armónico sentido del arte y de la vida.

Podría decirse que toda su enseñanza se funda en esa evidencia. Ahora que los días y fatigas de Héctor Palencia se han apagado se perfila la trayectoria de su vida como la de un alto surtidor del sentido, como faro inalcanzable: como un horizonte orientador. No buscó poder ni metal, empero su vida fue una procesión de méritos semejantes a una marcha triunfal. Porque el maestro Héctor Palencia siempre tuvo para los otros la palabra edificante en los belfos y en la pluma el comentario generoso del reconocimiento donde se distingue la acción meritoria y que alicienta el espíritu.

Como promotor de la cultura, su labor que se extendió durante décadas de esfuerzos ininterrumpidos (fundador de la Casa de la Cultura y fundador del Instituto de Cultura del Estado de Durango), a juzgar por los resultados, promovió millares de eventos culturales, la edición de centenares de libros y cientos de exposiciones, además de haber labrado millones de líneas tejidas con sencillas expresiones de mercurio o de argento en las que siempre ponderó y estimuló el trabajo de sus coterráneos, reconociendo sin ningún dejo de insidia, el talento y las virtudes ajenas y ahí están como testimonio sus colaboraciones editoriales durante muchos años en las páginas de su casa editora El Sol de Durango.

Los frutos con que el alto surtidor de cultura coronó su fecunda vida, fueron sin duda las difíciles virtudes de la prudencia y la paciencia, de la concordia y la orientación, no menos que la fraternidad. Nadie ignora que tal universo axiológico puede reducir a una expresión cardinal cuyo nombre es: humanismo.

El Durango de ayer no volverá a ser el Durango de ahora. Porque a pesar de que nuestros ojos de carne no volverán a ver en la tierra la figura del singular maestro, su magisterio no volverá reconfortar los mortales oídos tanto del sabio como del necio, quedará su imborrable lección de vida, de vivir con secreto como prescribe el arte de la vida.

“Lo durangueño como solución”, ha dicho el maestro en filosofía René Barbier al comentar, o más bien fundamentar la “durangueñeidad”. Esta doctrina, escribe, “apunta a la revelación constante e insistente del hecho de que la sociedad durangueña, como tal, no sólo tiene afinidades y semejanzas externas, inesenciales, frívolas y transitorias, sino que posee identidades irreductibles y últimas; identidades de espíritu y de conciencia”.

Mantengamos vivo el amor por Durango, lo durangueño, que ha dado estilo y rumbo a esta ciudad provincial, fantásticamente protegida por San Jorge traspasando al dragón mitológico, donde el azul de su cielo y sus crepúsculos que son, como acuarela de dorados, de lilas y de castaños, señalan el centro espiritual de una tierra que tiene en el mapa la espléndida forma de un gran corazón.

Durango nunca fue una ciudad exótica ni pintoresca. Era una ciudad socioeconómicamente lógica y formalmente correcta, y resultaba en razón de su origen una prolongación urbanística de España. Los constructores de las antiguas ciudades partían de una base firme: La ciudad, decían, se comunica, le habla al ciudadano con un lenguaje de formas, con una ortografía de materiales, de construcción. Se crea así, el discurso del entorno y la consiguiente poética del espacio citadino. Toda ciudad plasma una forma social o antisocial, y la estética es el aspecto más sintomático de la cuestión urbana.

Bueno sería que el Honorable Ayuntamiento de Durango, reestableciera la placa –que se robaron- que en su honor pusiera en la casa donde nació Héctor Palencia, en el mismo lugar donde nació Dolores del Rio, a iniciativa del entonces presidente municipal Ing. Jorge Herrera Delgado, de feliz memoria.


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