/ miércoles 28 de febrero de 2024

Arraigo normalista fruto de la Escuela J. Guadalupe Aguilera

No se puede entender mi vida profesional sin esa noble institución normalista que me educó en la vida y me proveyó de un admirable cariño a sus añosas instalaciones que cuando sueño, recorro su majestuosa edificación, fantaseando y contrastando lo que fui como estudiante y lo que soy como maestro y ser humano, cuyo aporte a la sociedad durangueña he contribuido con mi granito de arena.

Amo profundamente mi escuela normal de Aguilera; esa venerada institución que representa una esencia maternal, además de la posada espiritual de mis anhelos y ambiciones juveniles a las que jamás he renunciado.

Durante mi etapa estudiantil en los ochentas, observé con interés a incontables generaciones de egresados que se daban cita en las tradicionales reuniones anuales organizadas en la normal de Aguilera. El tiempo me ha obligado a plantear una reflexión que va más allá de la simple idea del respeto por el plantel como formador de maestros; Aguilera es una institución donde la fraternidad va más allá del apego por el emblemático edificio o los catedráticos; es una sensación de identidad y arraigo que se enmarca en la mística y ética del maestro rural que pasó por sus aulas.

Todo normalista egresado de La Granja, está predestinado a honrar su Alma Mater; observamos en cada muro de esa añosa escuela, parte de nuestro ser, porque disfrutamos día tras día esa permanencia y obligada convivencia en el salón de clases, los dormitorios y comedor; recorrimos el plantel palmo a palmo y en todas direcciones con el placer de sentir la escuela de nuestra propiedad, así era y sigue siendo de cada uno de los miles de egresados que nos encontramos laborando a lo largo y ancho de la geografía estatal y allende sus fronteras.

En la normal rural de Aguilera pasé mis mejores años de juventud, ahí me formaron mis maestros lo cuales recuerdo con respeto y cariño, a las señoras que nos atendían en el comedor a las que cariñosamente les llamábamos madres, porque ellas lo fueron, y se convirtieron en amigas y confidentes brindándonos su cariño; cómo no recordarlas provistas con aquella ternura maternal que nos dispensaron con el mismo amor que lo hacían con sus hijos, para ellas mi aprecio y afecto y a las que se nos adelantaron en la vida, decirles que están presentes en nuestro recuerdo.

Hablar de la Normal de Aguilera, es evocar un sinfín de recuerdos, es imbuirnos en la ideología de izquierda; es hablar de liderazgos sociales, es referirnos al Ernesto Che Guevara, a Genaro Vásquez Rojas a Lucio Cabañas Barrientos; es sacar a colación la guerrilla de Madera en Chihuahua, el movimiento de Cerro del Mercado de 1966 en Durango y el estudiantil de 1968 en la ciudad de México, además del surgimiento de grupos y movimientos sociales en los setentas; de expropiaciones de ejidos liderados por maestros y estudiantes normalistas, lo anterior fue sólo un aperitivo del amplio bagaje ideológico del maestro normalista de J. Guadalupe Aguilera.

Cómo no recordar esas clásicas melodías de protesta que hicieron época a finales de los setentas y principios de los ochenta; escuchar una y otra vez a José de Molina, en el marco de una huelga en Aguilera a principios de los ochentas, nos empoderó como amantes de la izquierda mexicana; y a la vez nos compartió su peculiar canto acompañado al son de su guitarra. Las trovas avivaron el sentir de la lucha estudiantil en busca de mejores perspectivas de vida y lucha social al interior del internado J. Guadalupe Aguilera.

No se puede entender mi vida profesional sin esa noble institución normalista que me educó en la vida y me proveyó de un admirable cariño a sus añosas instalaciones que cuando sueño, recorro su majestuosa edificación, fantaseando y contrastando lo que fui como estudiante y lo que soy como maestro y ser humano, cuyo aporte a la sociedad durangueña he contribuido con mi granito de arena.

Amo profundamente mi escuela normal de Aguilera; esa venerada institución que representa una esencia maternal, además de la posada espiritual de mis anhelos y ambiciones juveniles a las que jamás he renunciado.

Durante mi etapa estudiantil en los ochentas, observé con interés a incontables generaciones de egresados que se daban cita en las tradicionales reuniones anuales organizadas en la normal de Aguilera. El tiempo me ha obligado a plantear una reflexión que va más allá de la simple idea del respeto por el plantel como formador de maestros; Aguilera es una institución donde la fraternidad va más allá del apego por el emblemático edificio o los catedráticos; es una sensación de identidad y arraigo que se enmarca en la mística y ética del maestro rural que pasó por sus aulas.

Todo normalista egresado de La Granja, está predestinado a honrar su Alma Mater; observamos en cada muro de esa añosa escuela, parte de nuestro ser, porque disfrutamos día tras día esa permanencia y obligada convivencia en el salón de clases, los dormitorios y comedor; recorrimos el plantel palmo a palmo y en todas direcciones con el placer de sentir la escuela de nuestra propiedad, así era y sigue siendo de cada uno de los miles de egresados que nos encontramos laborando a lo largo y ancho de la geografía estatal y allende sus fronteras.

En la normal rural de Aguilera pasé mis mejores años de juventud, ahí me formaron mis maestros lo cuales recuerdo con respeto y cariño, a las señoras que nos atendían en el comedor a las que cariñosamente les llamábamos madres, porque ellas lo fueron, y se convirtieron en amigas y confidentes brindándonos su cariño; cómo no recordarlas provistas con aquella ternura maternal que nos dispensaron con el mismo amor que lo hacían con sus hijos, para ellas mi aprecio y afecto y a las que se nos adelantaron en la vida, decirles que están presentes en nuestro recuerdo.

Hablar de la Normal de Aguilera, es evocar un sinfín de recuerdos, es imbuirnos en la ideología de izquierda; es hablar de liderazgos sociales, es referirnos al Ernesto Che Guevara, a Genaro Vásquez Rojas a Lucio Cabañas Barrientos; es sacar a colación la guerrilla de Madera en Chihuahua, el movimiento de Cerro del Mercado de 1966 en Durango y el estudiantil de 1968 en la ciudad de México, además del surgimiento de grupos y movimientos sociales en los setentas; de expropiaciones de ejidos liderados por maestros y estudiantes normalistas, lo anterior fue sólo un aperitivo del amplio bagaje ideológico del maestro normalista de J. Guadalupe Aguilera.

Cómo no recordar esas clásicas melodías de protesta que hicieron época a finales de los setentas y principios de los ochenta; escuchar una y otra vez a José de Molina, en el marco de una huelga en Aguilera a principios de los ochentas, nos empoderó como amantes de la izquierda mexicana; y a la vez nos compartió su peculiar canto acompañado al son de su guitarra. Las trovas avivaron el sentir de la lucha estudiantil en busca de mejores perspectivas de vida y lucha social al interior del internado J. Guadalupe Aguilera.