/ jueves 13 de diciembre de 2018

¿Dónde están los buenos profesores?

El buen profesor se sabe parte de la institución en la que labora, le tiene lealtad y trabaja con compromiso y responsabilidad para su engrandecimiento.

Todos sabemos que educar y formar son las dos tareas fundamentales del ejercicio de la docencia; es decir, la misión de un buen profesor es abrir caminos intelectuales y morales a sus estudiantes, así como ayudarles a superar fronteras y limitaciones, tanto en su desarrollo cognitivo, como psicomotriz y afectivo.

Para ello, el maestro deberá asumir que la profesión docente que ha elegido como carrera de vida se desdobla en tres grandes ámbitos: el desarrollo como persona, el desarrollo de una cultura profesional y el desarrollo como trabajador de la educación.

En principio, para ayudar a sus alumnos, el buen profesor tiene que establecer para sí mismo el compromiso de construir día a día su propio desarrollo como persona; vivir plenamente cada momento de su vida con una auténtica vocación, mantener una alta motivación en todo lo que hace y entregarse en cuerpo y alma al ejercicio de su profesión.

Además, deberá de acreditarse académica y moralmente ante sus alumnos, ante sus compañeros de trabajo e incluso ante los padres de familia de sus alumnos; para tal propósito, tendrá que actualizarse constantemente, estudiar una maestría y de ser posible un doctorado, a la vez que hacer investigación sobre su propia práctica docente, con miras a la mejora continua de su quehacer educativo cotidiano.

Por otra parte, el buen profesor es aquel que construye su cultura profesional en la interacción con otros maestros, lo cual le permitirá conocer las tradiciones, las costumbres, las normas y la cultura de la escuela, así como integrarse al equipo docente, socializar con sus colegas, participar activamente en el proyecto educativo institucional y participar en el proceso global de la escuela.

Adicionalmente, deberá participar propositivamente en el trabajo colegiado y practicar estrategias de ayuda mutua, coordinarse y compartir tareas en acción colectiva, colaborar y establecer redes de actuación, para hacer sinergias, negociar, consensuar, planificar, secuenciar acciones, manejar dispositivos, compartir recursos y experiencias con otros docentes.

En tercer lugar, como trabajador del sistema educativo, como servidor público, el buen profesor tendrá que ser una persona equilibrada, justa en sus apreciaciones, comprometida con la igualdad, respetuosa de las diferencias, muy positiva, con apertura a las nuevas ideas, con conocimiento de la dinámica social de la escuela para identificar sus necesidades y posibilidades, capaz de insertarse en su entorno; en una palabra, con sensibilidad ante los problemas del mundo, en una realidad compleja, incierta y cambiante. El buen profesor se sabe parte de la institución en la que labora, le tiene lealtad y trabaja con compromiso y responsabilidad para su engrandecimiento.

Vista así, a la luz de una percepción ideal, en la triple dimensión: Personal, profesional y laboral, la profesión docente pareciera ser una garantía para un buen funcionamiento del sistema educativo y de las escuelas, así como para el logro de la tan anhelada calidad educativa.

Sin embargo, la realidad cotidiana en las escuelas, especialmente al interior de las aulas, nos muestra que profesores ideales hay pocos y que las más de las veces en las escuelas se enfrentan a múltiples retos, tensiones y desafíos que condicionan su buen actuar ante sus alumnos.

En su diario actuar, el profesor encuentra en el aula el espacio físico, simbólico e interactivo en el que despliega todos sus esfuerzos, conocimientos y habilidades para intentar ir más allá de lo ya dicho, de lo ya sabido, de lo ya ensayado y de lo ya probado, para hacer que sus alumnos aprendan lo mínimo necesario para ser promovidos; sin embargo, muchas veces sus esfuerzos resultan vanos, pues no cuenta con los materiales o los recursos de apoyo para implementar un buen proceso de enseñanza-aprendizaje; o bien, los alumnos carecen de los conocimientos previos para avanzar hacia los resultados esperados en el currículo, e incluso, puede no contar con el apoyo de los padres de familia o el desinterés de la parte directiva de la propia escuela.

Evidentemente, ante esas circunstancias poco a poco, el profesor va sintiendo y acumulando con cada vez más intensidad los efectos negativos del desvanecimiento progresivo del sentido de la profesión, pues se va dando cuenta de que por más esfuerzos que haga, la situación educativa poco o nada va a cambiar y los resultados seguirán siendo los mismos.

Es entonces que el profesor ve ante sí su limitada capacidad para transformar la realidad de las aulas, su motivación por la tarea se ve disminuida y su compromiso deja de ser el sello de su actuación.

Tal vez por eso no sorprende que haya una naturalidad manifiesta en muchas de las escuelas del sistema educativo de los distintos tipos y niveles educativos, en cuanto a la reproducción de rutinas de trabajo docente, de conformismo por hacer lo que siempre se hace y por una gran resistencia al cambio y a la innovación de prácticas pedagógico-didácticas.

Pareciera pues que el concepto de buen profesor no es el que se ha descrito líneas anteriores, sino otro que va más acorde al de comodidad, conformismo, rutina y acoplamiento a lo que se ha hecho desde siempre y que no implica mayor esfuerzo que el de asistir a la escuela, seguir el guion del plan de estudios, el orden de las lecciones del libro de texto o la planeación didáctica bajada de la internet.

Para encontrar a los buenos profesores, esos que en estado latente viven en cada uno de quienes laboramos en el sector educativo, es necesaria una revalorización de la función docente, que implique un regreso al conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico, cuyo centro sea una real planificación didáctica de la intervención, basada en diagnósticos de contexto y en valoraciones de los conocimientos previos de los alumnos, con un amplio despliegue de actividades de enseñanza, aprendizaje y evaluación, que de manera conjunta lleven a cabo profesores y alumnos en las escuelas y en las aulas.

Se trataría, en todo caso, de reivindicar con firmeza y convicción la especificidad y la validez del conocimiento de los profesionales de la educación; su conocimiento sobre cómo ayudar a otras personas a aprender, la autoexigencia y el compromiso de implicarse a fondo en la búsqueda de nuevas perspectivas, de nuevas categorías de análisis a cerca de su propia práctica, de nuevos enfoques educativos y la consideración de que el escenario social, económico, político y cultural de la educación escolar ha cambiado de forma importante en las últimas décadas y que, por tanto, la función docente también tiene que cambiar.

El buen profesor se sabe parte de la institución en la que labora, le tiene lealtad y trabaja con compromiso y responsabilidad para su engrandecimiento.

Todos sabemos que educar y formar son las dos tareas fundamentales del ejercicio de la docencia; es decir, la misión de un buen profesor es abrir caminos intelectuales y morales a sus estudiantes, así como ayudarles a superar fronteras y limitaciones, tanto en su desarrollo cognitivo, como psicomotriz y afectivo.

Para ello, el maestro deberá asumir que la profesión docente que ha elegido como carrera de vida se desdobla en tres grandes ámbitos: el desarrollo como persona, el desarrollo de una cultura profesional y el desarrollo como trabajador de la educación.

En principio, para ayudar a sus alumnos, el buen profesor tiene que establecer para sí mismo el compromiso de construir día a día su propio desarrollo como persona; vivir plenamente cada momento de su vida con una auténtica vocación, mantener una alta motivación en todo lo que hace y entregarse en cuerpo y alma al ejercicio de su profesión.

Además, deberá de acreditarse académica y moralmente ante sus alumnos, ante sus compañeros de trabajo e incluso ante los padres de familia de sus alumnos; para tal propósito, tendrá que actualizarse constantemente, estudiar una maestría y de ser posible un doctorado, a la vez que hacer investigación sobre su propia práctica docente, con miras a la mejora continua de su quehacer educativo cotidiano.

Por otra parte, el buen profesor es aquel que construye su cultura profesional en la interacción con otros maestros, lo cual le permitirá conocer las tradiciones, las costumbres, las normas y la cultura de la escuela, así como integrarse al equipo docente, socializar con sus colegas, participar activamente en el proyecto educativo institucional y participar en el proceso global de la escuela.

Adicionalmente, deberá participar propositivamente en el trabajo colegiado y practicar estrategias de ayuda mutua, coordinarse y compartir tareas en acción colectiva, colaborar y establecer redes de actuación, para hacer sinergias, negociar, consensuar, planificar, secuenciar acciones, manejar dispositivos, compartir recursos y experiencias con otros docentes.

En tercer lugar, como trabajador del sistema educativo, como servidor público, el buen profesor tendrá que ser una persona equilibrada, justa en sus apreciaciones, comprometida con la igualdad, respetuosa de las diferencias, muy positiva, con apertura a las nuevas ideas, con conocimiento de la dinámica social de la escuela para identificar sus necesidades y posibilidades, capaz de insertarse en su entorno; en una palabra, con sensibilidad ante los problemas del mundo, en una realidad compleja, incierta y cambiante. El buen profesor se sabe parte de la institución en la que labora, le tiene lealtad y trabaja con compromiso y responsabilidad para su engrandecimiento.

Vista así, a la luz de una percepción ideal, en la triple dimensión: Personal, profesional y laboral, la profesión docente pareciera ser una garantía para un buen funcionamiento del sistema educativo y de las escuelas, así como para el logro de la tan anhelada calidad educativa.

Sin embargo, la realidad cotidiana en las escuelas, especialmente al interior de las aulas, nos muestra que profesores ideales hay pocos y que las más de las veces en las escuelas se enfrentan a múltiples retos, tensiones y desafíos que condicionan su buen actuar ante sus alumnos.

En su diario actuar, el profesor encuentra en el aula el espacio físico, simbólico e interactivo en el que despliega todos sus esfuerzos, conocimientos y habilidades para intentar ir más allá de lo ya dicho, de lo ya sabido, de lo ya ensayado y de lo ya probado, para hacer que sus alumnos aprendan lo mínimo necesario para ser promovidos; sin embargo, muchas veces sus esfuerzos resultan vanos, pues no cuenta con los materiales o los recursos de apoyo para implementar un buen proceso de enseñanza-aprendizaje; o bien, los alumnos carecen de los conocimientos previos para avanzar hacia los resultados esperados en el currículo, e incluso, puede no contar con el apoyo de los padres de familia o el desinterés de la parte directiva de la propia escuela.

Evidentemente, ante esas circunstancias poco a poco, el profesor va sintiendo y acumulando con cada vez más intensidad los efectos negativos del desvanecimiento progresivo del sentido de la profesión, pues se va dando cuenta de que por más esfuerzos que haga, la situación educativa poco o nada va a cambiar y los resultados seguirán siendo los mismos.

Es entonces que el profesor ve ante sí su limitada capacidad para transformar la realidad de las aulas, su motivación por la tarea se ve disminuida y su compromiso deja de ser el sello de su actuación.

Tal vez por eso no sorprende que haya una naturalidad manifiesta en muchas de las escuelas del sistema educativo de los distintos tipos y niveles educativos, en cuanto a la reproducción de rutinas de trabajo docente, de conformismo por hacer lo que siempre se hace y por una gran resistencia al cambio y a la innovación de prácticas pedagógico-didácticas.

Pareciera pues que el concepto de buen profesor no es el que se ha descrito líneas anteriores, sino otro que va más acorde al de comodidad, conformismo, rutina y acoplamiento a lo que se ha hecho desde siempre y que no implica mayor esfuerzo que el de asistir a la escuela, seguir el guion del plan de estudios, el orden de las lecciones del libro de texto o la planeación didáctica bajada de la internet.

Para encontrar a los buenos profesores, esos que en estado latente viven en cada uno de quienes laboramos en el sector educativo, es necesaria una revalorización de la función docente, que implique un regreso al conocimiento pedagógico, psicopedagógico y didáctico, cuyo centro sea una real planificación didáctica de la intervención, basada en diagnósticos de contexto y en valoraciones de los conocimientos previos de los alumnos, con un amplio despliegue de actividades de enseñanza, aprendizaje y evaluación, que de manera conjunta lleven a cabo profesores y alumnos en las escuelas y en las aulas.

Se trataría, en todo caso, de reivindicar con firmeza y convicción la especificidad y la validez del conocimiento de los profesionales de la educación; su conocimiento sobre cómo ayudar a otras personas a aprender, la autoexigencia y el compromiso de implicarse a fondo en la búsqueda de nuevas perspectivas, de nuevas categorías de análisis a cerca de su propia práctica, de nuevos enfoques educativos y la consideración de que el escenario social, económico, político y cultural de la educación escolar ha cambiado de forma importante en las últimas décadas y que, por tanto, la función docente también tiene que cambiar.