/ viernes 15 de junio de 2018

De la Normal de Aguilera a la UNAM y el ‘acordeón’ que cambió mi vida

-Tercera de tres partes-

Fue precisamente el estado anímico de mi mamá que vi tan crudamente reflejado en su rostro, cuando supo lo que había pasado conmigo, lo que me llevó hacer una rectificación de la determinación que ya había tomado con respecto a mi proyecto de vida.

Los primeros días de octubre de 1966 el Ejército ocupó la Universidad de Morelia. En protesta por ese allanamiento, casi inmediatamente la Sociedad de Alumnos de la Normal de Aguilera y de la cual yo formaba parte, acordó realizar un mitin en la Plaza de Armas de la ciudad de Durango en el cual también participaron las sociedades de alumnos de la Facultad de Derecho y la Preparatoria Nocturna de la UJED, dirigidas, respectivamente, por Gabino Martínez Guzmán y Gustavo Gómez Mendoza.

Para actos masivos fuera de Aguilera siempre utilizábamos el vehículo de la escuela. Un viejo camión de redilas de color verde al que todos conocíamos como El Mayate por su color. Cuando regresamos a la escuela, ya en la noche el aire estaba muy frío y este nos pegó en el pecho y la cabeza. Tal situación fue el motivo para que dos días después yo cayera gravemente enfermo y me tuvieron que mandar a la casa con mi familia en donde tardé cerca de tres semanas en restablecerme y recuperarme.

En ese tiempo en la escuela se llevaron a cabo los exámenes ordinarios. Cuando regresé casi presenté y aprobé todos los exámenes. La única asignatura pendiente fue “Didáctica general” que se cursaba en al segundo año de la carrera. La impartía el maestro Dagoberto Mares Esparza, un serio y excelente profesor, aunque muy rígido al momento de evaluar a los alumnos. La presentaría en examen extraordinario durante la primera semana de marzo de 1967.

Fue precisamente esa semana, la etapa más triste y difícil de mi vida en la Normal de Aguilera y la cual finalmente marcó mi salida definitiva de la Normal. Tal situación se concretó justamente la mañana del sábado 4 de marzo de 1967, cuando el profesor Mares Esparza me comunicó que estaba reprobado en el examen extraordinario que ese día se me aplicó, tras sorprenderme con un “acordeón” que yo tenía en la mano y que yo llevaba nada menos que en una hoja tamaño oficio que había elaborado esa misma mañana un poco antes del examen.

Este hecho, por demás irresponsable y vergonzante de mi parte, cosa que siempre he reconocido fue el que cambió radicalmente el destino de mi vida, ya que el hecho de que reprobara esa materia en extraordinario trajo como consecuencia el que yo perdiera la beca que yo había usufructuado durante cuatro años consecutivos. De esta forma, a primera hora del lunes 6 de marzo, dos días después del examen, el director del plantel, Salvador Herrera León, me notificó formalmente que yo ya no tenía absolutamente ningún derecho de estar dentro de las instalaciones del plantel y que, por lo mismo, ya no podía hacer uso de los servicios asistenciales que se proporcionaba a los internos y yo ya había dejado de ser alumno de la Normal. Fue hasta entonces cuando comencé a lamentar el no haber estudiado para pasar el examen, así como elaborar aquel tristemente célebre “acordeón”.

Empero, esta lamentación no era tanto porque me preocupara mucho mi situación personal, puesto que yo ya estaba totalmente convencido y resignado que mi único futuro sería refugiarme de una vez por todas y para siempre en el rancho en donde me dedicaría a las labores del campo, tales como sembrar y cuidar las vacas que había en la casa. Actividades que yo conocía perfectamente, puesto que las había practicado desde que era niño.

A decir verdad lo que más me preocupaba era la situación de mi mamá que siempre había soñado en que yo estudiara la carrera magisterial, con la que según, yo tendría ya mi futuro asegurado, tal y como entonces sucedía con todos los egresados de las Escuelas Normales Rurales del país, a quienes inmediatamente después de terminar sus estudios y aún sin tesis, se les otorgaba una plaza prácticamente definitiva para ejercer como docentes.

Fue precisamente el estado anímico de mi mamá que vi tan crudamente reflejado en su rostro, cuando supo lo que había pasado conmigo, lo que me llevó hacer una rectificación de la determinación que ya había tomado con respecto a mi proyecto de vida. Será a partir de esa reconsideración cuando volví a pensar muy seriamente en seguir estudiando y terminar la carrera magisterial a como diese lugar.

Con este objetivo me comencé a movilizar en la misma Normal para buscar la posibilidad de realizar un nuevo examen de la materia reprobada, aunque fuese bajo la modalidad que entonces se denominaba “A título de suficiencia”. Sin embargo, en la Normal me dijeron que ahí no se me podía autorizar y que tenía que ir a la Dirección General de Enseñanza Normal que se encontraba en la Ciudad de México.

Como fue posible recabé los recursos necesarios para el viaje. Fue la primera vez en mi vida en que yo iría a la capital mexicana, en donde por cierto no conocía absolutamente a nadie. A mediados de abril de 1967 realicé el viaje. En la SEP se me autorizó un nuevo examen. Sin embargo, transcurrió cerca de un mes y el escrito de dicha autorización nunca llegó a la Normal. Otra vez volví a la Ciudad de México. Pero ahora el mismo funcionario de la SEP que me había recibido la primera vez fue el que me entregó personalmente el oficio del examen que se realizaría el 2 de septiembre.

Entre junio y agosto me dediqué de lleno a preparar el examen leyendo y releyendo cuantas veces me fue posible un cuaderno de trabajo de cerca de 70 hojas, tamaño oficio, mimeografiadas y escritas a renglón cerrado, el cual pese a lo voluminoso que era me aprendí de memoria casi todo el cuaderno, tal y como eran fechas, corrientes teóricas, autores, etcétera. Yo estaba seguro que cualquier examen que se hiciera con base en ese cuaderno, la aprobaría, incluso con 10 de calificación.

Tal y como estaba programado, la mañana del 2 de septiembre el profesor Mares Esparza me aplicó el examen el cual se me hizo muy sencillo, ya que las preguntas habían sido sacadas del cuaderno de trabajo. Sin embargo, una hora después de terminado éste, el profesor me dio a conocer el resultado y sin enseñarme el escrito del examen calificado, me comunicó que otra vez lo había reprobado, pero que, pese a ello, él estaba dispuesto a ayudarme, aprobándome, siempre y cuando en ese preciso momento aceptara cambiarme de plantel; esto es, que dejara la Normal de Aguilera para irme a cualesquier otra escuela normal rural del país que yo escogiera.

Aceptar la propuesta del maestro Mares Esparza implicaba que, aunque provisionalmente alejado de mi casa, familia, amigos y conocidos de la región, cuando mucho en dos años yo sería maestro y, por ende, tendría un trabajo y un sueldo totalmente asegurados para el resto de mi vida. En cambio, el no aceptarla significaba que ahora sí quedaría definitivamente fuera no sólo de Aguilera, sino de todo el sistema normalista rural. En otras palabras, implicaba que mi futuro quedara incierto y a la deriva. Fue hasta ese momento cuando decidí jugarme el todo por el todo el destino de mi vida. Le agradecí al profesor Mares Esparza la ayuda que me ofrecía y le dije que no aceptaba su propuesta.

Tras esa tajante determinación me despedí del maestro y aunque moralmente desecho y confundido, aún tuve el suficiente ánimo para decirle adiós para siempre a algunos de los lugares en los que yo más transité durante los 50 meses en que fui alumno regular de esta escuela. Así, me fui a los dormitorios, al comedor, los salones de clase, el auditorio y sus gradas, la alberca y las viejas canchas de basquetbol en donde yo había pasado largas horas canasteando.

Luego de ese recorrido, abordé un autobús “Monterrey Saltillo” que me llevaría a mi pueblo. Sin embargo, antes de que el camión partiera le eché un último vistazo al bello y orgulloso pórtico de cantera labrada, al tinaco y al viejo edificio en donde hacía mucho tiempo había estado el molino cuando la Normal aún era la Escuela Granja, ya que en lo sucesivo todo esto sólo serían puros recuerdos que el tiempo desvanecería.

Mi determinación ya estaba tomada. Ahora sólo me quedaban dos opciones. O me quedaba para siempre en el rancho, allá entre los cerros y las milpas o me iría a la Ciudad de México para intentar entrar a la UNAM en donde seguramente podría encontrar una carrera acorde con mi vocación. Ya no había términos medios.

Empero, irme del rancho a la UNAM era un reto muy difícil y parecía una locura, no sólo por no tener absolutamente ningún contacto familiar o de amistad en la gran urbe, sino y por el examen de admisión que aquí se practicaba y que año tras año arrojaba a miles de rechazados de su bachillerato y las escuelas y facultades de nivel superior.

La mañana del martes 2 de octubre de 1967 llegué a la Ciudad de México, fecha doblemente simbólica para mí. Dos meses después, el 8 de diciembre, en la Ciudad Universitaria realicé el examen de admisión para entrar a la Escuela Nacional Preparatoria No. 3.

A finales de enero de 1968 me llegó la esperada carta en la cual se me informaba que yo había sido aceptado como estudiante de la UNAM. Fue cuando valoré aún más las enseñanzas adquiridas inicialmente en el Internado No. 8 “Profa. Juana Villalobos” y luego en la gloriosa Escuela Normal Rural “J. Guadalupe Aguilera” y a la generación de mis compañeros con los que yo había crecido y convivido y que muy pronto, dentro de unos meses serían dignos maestros rurales al servicio de la patria. Atrás quedaba también la historia del “acordeón” que cambió mi vida.

Doctor en Ciencia Política y Profesor e Investigador de carrera en la UNAM.

elpozoleunam@hotmail.com

-Tercera de tres partes-

Fue precisamente el estado anímico de mi mamá que vi tan crudamente reflejado en su rostro, cuando supo lo que había pasado conmigo, lo que me llevó hacer una rectificación de la determinación que ya había tomado con respecto a mi proyecto de vida.

Los primeros días de octubre de 1966 el Ejército ocupó la Universidad de Morelia. En protesta por ese allanamiento, casi inmediatamente la Sociedad de Alumnos de la Normal de Aguilera y de la cual yo formaba parte, acordó realizar un mitin en la Plaza de Armas de la ciudad de Durango en el cual también participaron las sociedades de alumnos de la Facultad de Derecho y la Preparatoria Nocturna de la UJED, dirigidas, respectivamente, por Gabino Martínez Guzmán y Gustavo Gómez Mendoza.

Para actos masivos fuera de Aguilera siempre utilizábamos el vehículo de la escuela. Un viejo camión de redilas de color verde al que todos conocíamos como El Mayate por su color. Cuando regresamos a la escuela, ya en la noche el aire estaba muy frío y este nos pegó en el pecho y la cabeza. Tal situación fue el motivo para que dos días después yo cayera gravemente enfermo y me tuvieron que mandar a la casa con mi familia en donde tardé cerca de tres semanas en restablecerme y recuperarme.

En ese tiempo en la escuela se llevaron a cabo los exámenes ordinarios. Cuando regresé casi presenté y aprobé todos los exámenes. La única asignatura pendiente fue “Didáctica general” que se cursaba en al segundo año de la carrera. La impartía el maestro Dagoberto Mares Esparza, un serio y excelente profesor, aunque muy rígido al momento de evaluar a los alumnos. La presentaría en examen extraordinario durante la primera semana de marzo de 1967.

Fue precisamente esa semana, la etapa más triste y difícil de mi vida en la Normal de Aguilera y la cual finalmente marcó mi salida definitiva de la Normal. Tal situación se concretó justamente la mañana del sábado 4 de marzo de 1967, cuando el profesor Mares Esparza me comunicó que estaba reprobado en el examen extraordinario que ese día se me aplicó, tras sorprenderme con un “acordeón” que yo tenía en la mano y que yo llevaba nada menos que en una hoja tamaño oficio que había elaborado esa misma mañana un poco antes del examen.

Este hecho, por demás irresponsable y vergonzante de mi parte, cosa que siempre he reconocido fue el que cambió radicalmente el destino de mi vida, ya que el hecho de que reprobara esa materia en extraordinario trajo como consecuencia el que yo perdiera la beca que yo había usufructuado durante cuatro años consecutivos. De esta forma, a primera hora del lunes 6 de marzo, dos días después del examen, el director del plantel, Salvador Herrera León, me notificó formalmente que yo ya no tenía absolutamente ningún derecho de estar dentro de las instalaciones del plantel y que, por lo mismo, ya no podía hacer uso de los servicios asistenciales que se proporcionaba a los internos y yo ya había dejado de ser alumno de la Normal. Fue hasta entonces cuando comencé a lamentar el no haber estudiado para pasar el examen, así como elaborar aquel tristemente célebre “acordeón”.

Empero, esta lamentación no era tanto porque me preocupara mucho mi situación personal, puesto que yo ya estaba totalmente convencido y resignado que mi único futuro sería refugiarme de una vez por todas y para siempre en el rancho en donde me dedicaría a las labores del campo, tales como sembrar y cuidar las vacas que había en la casa. Actividades que yo conocía perfectamente, puesto que las había practicado desde que era niño.

A decir verdad lo que más me preocupaba era la situación de mi mamá que siempre había soñado en que yo estudiara la carrera magisterial, con la que según, yo tendría ya mi futuro asegurado, tal y como entonces sucedía con todos los egresados de las Escuelas Normales Rurales del país, a quienes inmediatamente después de terminar sus estudios y aún sin tesis, se les otorgaba una plaza prácticamente definitiva para ejercer como docentes.

Fue precisamente el estado anímico de mi mamá que vi tan crudamente reflejado en su rostro, cuando supo lo que había pasado conmigo, lo que me llevó hacer una rectificación de la determinación que ya había tomado con respecto a mi proyecto de vida. Será a partir de esa reconsideración cuando volví a pensar muy seriamente en seguir estudiando y terminar la carrera magisterial a como diese lugar.

Con este objetivo me comencé a movilizar en la misma Normal para buscar la posibilidad de realizar un nuevo examen de la materia reprobada, aunque fuese bajo la modalidad que entonces se denominaba “A título de suficiencia”. Sin embargo, en la Normal me dijeron que ahí no se me podía autorizar y que tenía que ir a la Dirección General de Enseñanza Normal que se encontraba en la Ciudad de México.

Como fue posible recabé los recursos necesarios para el viaje. Fue la primera vez en mi vida en que yo iría a la capital mexicana, en donde por cierto no conocía absolutamente a nadie. A mediados de abril de 1967 realicé el viaje. En la SEP se me autorizó un nuevo examen. Sin embargo, transcurrió cerca de un mes y el escrito de dicha autorización nunca llegó a la Normal. Otra vez volví a la Ciudad de México. Pero ahora el mismo funcionario de la SEP que me había recibido la primera vez fue el que me entregó personalmente el oficio del examen que se realizaría el 2 de septiembre.

Entre junio y agosto me dediqué de lleno a preparar el examen leyendo y releyendo cuantas veces me fue posible un cuaderno de trabajo de cerca de 70 hojas, tamaño oficio, mimeografiadas y escritas a renglón cerrado, el cual pese a lo voluminoso que era me aprendí de memoria casi todo el cuaderno, tal y como eran fechas, corrientes teóricas, autores, etcétera. Yo estaba seguro que cualquier examen que se hiciera con base en ese cuaderno, la aprobaría, incluso con 10 de calificación.

Tal y como estaba programado, la mañana del 2 de septiembre el profesor Mares Esparza me aplicó el examen el cual se me hizo muy sencillo, ya que las preguntas habían sido sacadas del cuaderno de trabajo. Sin embargo, una hora después de terminado éste, el profesor me dio a conocer el resultado y sin enseñarme el escrito del examen calificado, me comunicó que otra vez lo había reprobado, pero que, pese a ello, él estaba dispuesto a ayudarme, aprobándome, siempre y cuando en ese preciso momento aceptara cambiarme de plantel; esto es, que dejara la Normal de Aguilera para irme a cualesquier otra escuela normal rural del país que yo escogiera.

Aceptar la propuesta del maestro Mares Esparza implicaba que, aunque provisionalmente alejado de mi casa, familia, amigos y conocidos de la región, cuando mucho en dos años yo sería maestro y, por ende, tendría un trabajo y un sueldo totalmente asegurados para el resto de mi vida. En cambio, el no aceptarla significaba que ahora sí quedaría definitivamente fuera no sólo de Aguilera, sino de todo el sistema normalista rural. En otras palabras, implicaba que mi futuro quedara incierto y a la deriva. Fue hasta ese momento cuando decidí jugarme el todo por el todo el destino de mi vida. Le agradecí al profesor Mares Esparza la ayuda que me ofrecía y le dije que no aceptaba su propuesta.

Tras esa tajante determinación me despedí del maestro y aunque moralmente desecho y confundido, aún tuve el suficiente ánimo para decirle adiós para siempre a algunos de los lugares en los que yo más transité durante los 50 meses en que fui alumno regular de esta escuela. Así, me fui a los dormitorios, al comedor, los salones de clase, el auditorio y sus gradas, la alberca y las viejas canchas de basquetbol en donde yo había pasado largas horas canasteando.

Luego de ese recorrido, abordé un autobús “Monterrey Saltillo” que me llevaría a mi pueblo. Sin embargo, antes de que el camión partiera le eché un último vistazo al bello y orgulloso pórtico de cantera labrada, al tinaco y al viejo edificio en donde hacía mucho tiempo había estado el molino cuando la Normal aún era la Escuela Granja, ya que en lo sucesivo todo esto sólo serían puros recuerdos que el tiempo desvanecería.

Mi determinación ya estaba tomada. Ahora sólo me quedaban dos opciones. O me quedaba para siempre en el rancho, allá entre los cerros y las milpas o me iría a la Ciudad de México para intentar entrar a la UNAM en donde seguramente podría encontrar una carrera acorde con mi vocación. Ya no había términos medios.

Empero, irme del rancho a la UNAM era un reto muy difícil y parecía una locura, no sólo por no tener absolutamente ningún contacto familiar o de amistad en la gran urbe, sino y por el examen de admisión que aquí se practicaba y que año tras año arrojaba a miles de rechazados de su bachillerato y las escuelas y facultades de nivel superior.

La mañana del martes 2 de octubre de 1967 llegué a la Ciudad de México, fecha doblemente simbólica para mí. Dos meses después, el 8 de diciembre, en la Ciudad Universitaria realicé el examen de admisión para entrar a la Escuela Nacional Preparatoria No. 3.

A finales de enero de 1968 me llegó la esperada carta en la cual se me informaba que yo había sido aceptado como estudiante de la UNAM. Fue cuando valoré aún más las enseñanzas adquiridas inicialmente en el Internado No. 8 “Profa. Juana Villalobos” y luego en la gloriosa Escuela Normal Rural “J. Guadalupe Aguilera” y a la generación de mis compañeros con los que yo había crecido y convivido y que muy pronto, dentro de unos meses serían dignos maestros rurales al servicio de la patria. Atrás quedaba también la historia del “acordeón” que cambió mi vida.

Doctor en Ciencia Política y Profesor e Investigador de carrera en la UNAM.

elpozoleunam@hotmail.com

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