/ domingo 25 de junio de 2023

Exsurge

Padre Lencho

Hay personas que dejan huella. Siendo niño conocí a un hombre alto y esbelto, cuya presencia imponía y llamaba poderosamente la atención. Vestía sotana y banda negra bien ceñida, con cierta elegancia de quien además de saber llevarla es digno de ella. Su mirada transmitía seguridad, ternura para quien estaba necesitado de misericordia, pero también carácter con quien había que corregir. No dejaba indiferente a nadie… ni a mí, que tan sólo era un niño.

Tenía dos grandes amores que cuidaba con pasión: el Seminario y la Escuela de la Cruz. Lo hacía con visión profética, pues siempre necesitaremos de sacerdotes para tener el pan de la Eucaristía y el trabajo comprometido de nuestros laicos, hombres y mujeres que con el símbolo de la cruz marcan toda su vida familiar y personal. Para ellos trabajaba incansablemente y oraba desde el silencio de la contemplación. Pero también con gran entusiasmo y dedicación, pues aunque por las mañanas salía sin un solo centavo en los bolsillos pero con el corazón lleno de fe, al caer la tarde regresaba con su camionetita cargada con lo necesario para sus seminaristas. La Providencia no desampara a quien con fe acude a ella.

Su relación la basaba en la sencillez de lenguaje y lo estricto de sus exhortaciones, pues hablaba fuerte, hablaba con la verdad. «Viejos garras» les gritaba a los hombres de campo, con quien entablaba continua amistad y los arrastraba al trabajo. «Cruzaos de brazos» les decía a los de la Escuela de la Cruz, como refiriéndose a que no le gustaba verlos inactivos y los movía con ello a cambiar de actitud. A no pocos les tenía apodos cariñosos y los visitaba en sus casas dejando siempre un recuerdo memorable y un profundo acercamiento a Dios. Los arrancaba de los vicios —curiosamente en el poblado La Joya nunca se vendió alcohol mientras él estuvo ahí— y los hacía responsables de sus familias. Se veía el cambio de esos hombres toscos, trabajadores, curtidos por el sol y por la vida. Un gran estrujador de conciencias y atractivo hacia Dios.

En una época importante de su vida, dejó lo mundano y se retiró a la cueva de la Santa Cruz, en la sierra del ejido de Bayacora. Solo en la contemplación y el silencio, nunca estuvo solo, Dios inundaba con su presencia el lugar y cientos de personas iban en peregrinación atraídos por la espiritualidad que ahí se respiraba. De rodillas y con los brazos extendidos, con un verdadero espíritu de piedad y oración, supo ir haciendo su morada no en la tierra, sino en el cielo, con una gran disciplina.

Murió a la edad de 78 años, un 29 de junio de 2008, justo en la fiesta de las dos grandes columnas de la Iglesia Católica, San Pedro y San Pablo. Son ya 15 años de su encuentro con Dios, una auténtica boda con quien tanto amó y predicó aquí en la tierra, para descansar con Él ahora ya en el cielo. Su ejemplo sigue siendo un aliciente para nuestra Iglesia Particular y lo que él sembró sigue dando mucho fruto.

Su epitafio en la tumba reza: «El hombre se afana mucho por las cosas de este mundo; una sola cosa es necesaria, la salvación del Alma». Padre Lencho, «viejo garra», gracias. Interceda por nosotros, por nuestros pueblos, por nuestras familias, por nuestra —por su— querida Iglesia de Durango. Dios lo halló digno de sí (cf. Sab 3,5). Amén.

Twitter: @Noesov

Padre Lencho

Hay personas que dejan huella. Siendo niño conocí a un hombre alto y esbelto, cuya presencia imponía y llamaba poderosamente la atención. Vestía sotana y banda negra bien ceñida, con cierta elegancia de quien además de saber llevarla es digno de ella. Su mirada transmitía seguridad, ternura para quien estaba necesitado de misericordia, pero también carácter con quien había que corregir. No dejaba indiferente a nadie… ni a mí, que tan sólo era un niño.

Tenía dos grandes amores que cuidaba con pasión: el Seminario y la Escuela de la Cruz. Lo hacía con visión profética, pues siempre necesitaremos de sacerdotes para tener el pan de la Eucaristía y el trabajo comprometido de nuestros laicos, hombres y mujeres que con el símbolo de la cruz marcan toda su vida familiar y personal. Para ellos trabajaba incansablemente y oraba desde el silencio de la contemplación. Pero también con gran entusiasmo y dedicación, pues aunque por las mañanas salía sin un solo centavo en los bolsillos pero con el corazón lleno de fe, al caer la tarde regresaba con su camionetita cargada con lo necesario para sus seminaristas. La Providencia no desampara a quien con fe acude a ella.

Su relación la basaba en la sencillez de lenguaje y lo estricto de sus exhortaciones, pues hablaba fuerte, hablaba con la verdad. «Viejos garras» les gritaba a los hombres de campo, con quien entablaba continua amistad y los arrastraba al trabajo. «Cruzaos de brazos» les decía a los de la Escuela de la Cruz, como refiriéndose a que no le gustaba verlos inactivos y los movía con ello a cambiar de actitud. A no pocos les tenía apodos cariñosos y los visitaba en sus casas dejando siempre un recuerdo memorable y un profundo acercamiento a Dios. Los arrancaba de los vicios —curiosamente en el poblado La Joya nunca se vendió alcohol mientras él estuvo ahí— y los hacía responsables de sus familias. Se veía el cambio de esos hombres toscos, trabajadores, curtidos por el sol y por la vida. Un gran estrujador de conciencias y atractivo hacia Dios.

En una época importante de su vida, dejó lo mundano y se retiró a la cueva de la Santa Cruz, en la sierra del ejido de Bayacora. Solo en la contemplación y el silencio, nunca estuvo solo, Dios inundaba con su presencia el lugar y cientos de personas iban en peregrinación atraídos por la espiritualidad que ahí se respiraba. De rodillas y con los brazos extendidos, con un verdadero espíritu de piedad y oración, supo ir haciendo su morada no en la tierra, sino en el cielo, con una gran disciplina.

Murió a la edad de 78 años, un 29 de junio de 2008, justo en la fiesta de las dos grandes columnas de la Iglesia Católica, San Pedro y San Pablo. Son ya 15 años de su encuentro con Dios, una auténtica boda con quien tanto amó y predicó aquí en la tierra, para descansar con Él ahora ya en el cielo. Su ejemplo sigue siendo un aliciente para nuestra Iglesia Particular y lo que él sembró sigue dando mucho fruto.

Su epitafio en la tumba reza: «El hombre se afana mucho por las cosas de este mundo; una sola cosa es necesaria, la salvación del Alma». Padre Lencho, «viejo garra», gracias. Interceda por nosotros, por nuestros pueblos, por nuestras familias, por nuestra —por su— querida Iglesia de Durango. Dios lo halló digno de sí (cf. Sab 3,5). Amén.

Twitter: @Noesov

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