/ lunes 31 de julio de 2023

Exsurge

Quitarse el sombrero, no la cabeza


Decía el gran escritor Chesterton que cuando se entra a una Iglesia «hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza». La tentación de irnos por los extremos está siempre latente: dejar de pensar la fe y contentarnos con «lo que nos dicen» o «lo tradicional» -fideísmo-, o, por otro lado, olvidarnos de quitar el sombrero ante lo trascendente en aras de tratar de solucionar todo por la razón -racionalismo.

Aquí, y en otras muchas cosas, como decía Aristóteles, «la virtud está en el punto medio». Es decir, hay que saber reverenciar, sin dejar de pensar. Por ahí nos podemos mover en nuestra fe.

Primero, volver a reverenciar. No se puede pensar una cultura sin tradiciones ni identidad. La práctica de costumbres transmitidas por nuestros padres o abuelos, van forjando esa identidad característica de un pueblo. En nuestro caso, ayudan el folclor mexicano y, desde luego, la devoción popular. Y es aquí donde hay que volver. Hemos de cuidar que las prisas, las modas extranjeras o la misma indiferencia no empañen nuestras tradiciones de antaño.

El respeto por lo sagrado, los días de guardar, la convivencia familiar en torno a comidas típicas, las prácticas religiosas con seriedad y devoción, etc., son tradiciones que hemos de seguir inculcando a los niños y jóvenes. Que la vorágine de las modas pasajeras no nos arrebate esa identidad que ha caracterizado a nuestro pueblo.

Ahora bien, no se trata de un simple adoctrinamiento o un conservadurismo rancio que se acepte de manera impositiva. Hay que transmitir el sentido y, sobre todo, la razón de ser de estas prácticas. Hay que pensar nuestra fe.

Así como nos empeñamos cotidianamente en cuidar nuestro cuerpo para mantenerlo saludable -lo alimentamos, ejercitamos, protegemos, embellecemos-, hay que hacer lo mismo por cuidar nuestro espíritu. Las tradiciones nos pueden ayudar a ello.

Así, con el ejercicio en el ámbito espiritual dejamos de considerar al prójimo como un medio para lograr algo - simple mano de obra, objeto de placer, malos tratos, mero consumidor, medio por el cual me beneficio- o como alguien de quien se puede prescindir -asesinato, violencia, etc.-; dejamos de falsear la realidad de Dios -convirtiéndolo en un ídolo a mi medida o apropiándomelo para ponerlo a mi servicio y que me solucione mágicamente y sin costo cualquier dificultad-, y me sitúo en el sitio que me corresponde -sin egoísmos malsanos ni depresiones por infravalorarme-.

En definitiva, logramos estar bien con el prójimo, con Dios y con uno mismo, es decir, cumplimos el precepto de «amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Se adquiere así el sentido y la razón de lo que se nos propone desde la fe. Continuamos con nuestras tradiciones y costumbres, pero sabiendo dar razón de ellas. Nos quitamos el sombrero, pero no la cabeza.

Quitarse el sombrero, no la cabeza


Decía el gran escritor Chesterton que cuando se entra a una Iglesia «hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza». La tentación de irnos por los extremos está siempre latente: dejar de pensar la fe y contentarnos con «lo que nos dicen» o «lo tradicional» -fideísmo-, o, por otro lado, olvidarnos de quitar el sombrero ante lo trascendente en aras de tratar de solucionar todo por la razón -racionalismo.

Aquí, y en otras muchas cosas, como decía Aristóteles, «la virtud está en el punto medio». Es decir, hay que saber reverenciar, sin dejar de pensar. Por ahí nos podemos mover en nuestra fe.

Primero, volver a reverenciar. No se puede pensar una cultura sin tradiciones ni identidad. La práctica de costumbres transmitidas por nuestros padres o abuelos, van forjando esa identidad característica de un pueblo. En nuestro caso, ayudan el folclor mexicano y, desde luego, la devoción popular. Y es aquí donde hay que volver. Hemos de cuidar que las prisas, las modas extranjeras o la misma indiferencia no empañen nuestras tradiciones de antaño.

El respeto por lo sagrado, los días de guardar, la convivencia familiar en torno a comidas típicas, las prácticas religiosas con seriedad y devoción, etc., son tradiciones que hemos de seguir inculcando a los niños y jóvenes. Que la vorágine de las modas pasajeras no nos arrebate esa identidad que ha caracterizado a nuestro pueblo.

Ahora bien, no se trata de un simple adoctrinamiento o un conservadurismo rancio que se acepte de manera impositiva. Hay que transmitir el sentido y, sobre todo, la razón de ser de estas prácticas. Hay que pensar nuestra fe.

Así como nos empeñamos cotidianamente en cuidar nuestro cuerpo para mantenerlo saludable -lo alimentamos, ejercitamos, protegemos, embellecemos-, hay que hacer lo mismo por cuidar nuestro espíritu. Las tradiciones nos pueden ayudar a ello.

Así, con el ejercicio en el ámbito espiritual dejamos de considerar al prójimo como un medio para lograr algo - simple mano de obra, objeto de placer, malos tratos, mero consumidor, medio por el cual me beneficio- o como alguien de quien se puede prescindir -asesinato, violencia, etc.-; dejamos de falsear la realidad de Dios -convirtiéndolo en un ídolo a mi medida o apropiándomelo para ponerlo a mi servicio y que me solucione mágicamente y sin costo cualquier dificultad-, y me sitúo en el sitio que me corresponde -sin egoísmos malsanos ni depresiones por infravalorarme-.

En definitiva, logramos estar bien con el prójimo, con Dios y con uno mismo, es decir, cumplimos el precepto de «amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Se adquiere así el sentido y la razón de lo que se nos propone desde la fe. Continuamos con nuestras tradiciones y costumbres, pero sabiendo dar razón de ellas. Nos quitamos el sombrero, pero no la cabeza.

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