/ miércoles 12 de diciembre de 2018

La cultura del desperdicio

Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1990 de lo que mis abuelos lo estuvieron en el siglo XVIII.

La tecnología corre a pasos agigantados, y en la mayor parte de las ocasiones, algunas cosas que consideramos nuevas, comienzan a hacerse obsoletas desde el momento de su nacimiento.

A algunos todavía nos asombra la velocidad que provoca el desgaste de un aparato para dejarlo en la obsolescencia. Quienes hemos jugado el papel de clientes de aparatos electrónicos salimos de la tienda cargando mercancía nueva y obsoleta.

Por más que la costumbre nos adiestra en la dura disciplina de mantener abajo las expectativas, resulta complicado aceptar que se vive entre objetos efímeros: prodigios tecnológicos cuyo pronto destino es el basurero, aún con una vida útil que es tan efímera que ya se piensa en desecharlo. El caso de los aparatos electrónicos es el más palpable.

Chatarra reluciente a la que le tuvimos admiración, prohíbe ahora los apegos a mediano plazo. Los tiempos corren como bólido y eso cada vez nos da nociones menos claras sobre lo que corresponden los tamaños de los plazos. La definición de corto, mediano y largo plazo ha cambiado de manera radical. Los plazos cortos de ahora no califican ni para medianos hace años.

De hecho, ya son plazos medianos sólo aquellos que no son inmediatos. Y de los largos no hay que esperar mucho, que en un descuido se hacen cortísimos, y quién nos puede dar más cuenta que una institución bancaria.

En otros tiempos, cuando alguien se gastaba la ligereza de comprarse un automóvil, pretextaba que había realizado una inversión para toda la vida, y entonces sabíamos que las cosas valían más por su expectativa de duración que por la novedad de sus funciones.

Campeaba todavía la ilusión de que los verdaderos objetos de valor estaban hechos para disfrutarse hasta el último día de nuestra existencia, se hablaba mal, incluso de aquellos herederos utilitarios que no tenían empacho en malbaratar los objetos preciados del difunto.

Ahora, el problema de los que heredan bienes en especie ya no es encontrar cómo malbaratarlos, sino dónde tirarlo, toda vez que hace tiempo son obsoletos y daría hasta vergüenza tratar de venderlos. Cables, adaptadores, baterías, manuales, conexiones, pantallas, accesorios: nada que valga un peso, triques amontonables cuya presencia absurda testifica el azoro del dueño por la depreciación de esos haberes que han dejado de serlo para volverse lastres impresentables, ejemplo de una depreciación acelerada.

Vivimos acechados por un sinnúmero de caducidades aceleradas e inminentes, ahí donde el adelanto es el germen del desperdicio.

La velocidad de la obsolescencia agrega una ternura lastimera al recuerdo de tiempos que parecen recientes, pero el actual galope los hace ver borrosos y distantes. El ejemplo más claro está en una computadora. ¿Alguien aún recuerda, ¿cuándo fue la última vez que escuchó a un vendedor emplear el término escalable? Por entonces campeaba, entre los compradores de buena fe, la certidumbre de que la máquina valía más si se ofrecía la posibilidad de ir poniéndola al día con futuros adelantos, en lugar de tener que comprar una nueva. Y qué decir de los aparatos de sonido o de los teléfonos, cuando aún era impensable contar con un celular.

Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1990 de lo que mis abuelos lo estuvieron en el siglo XVIII. El paso de cinco años en los tiempos que corren da la idea de una pequeña eternidad, que sin embargo pasa como una ráfaga.

¿Y cuántas de esas ráfagas caben al interior de una sola vida?

Así, cambian las definiciones, para un corto plazo, equivale al tiempo en que se espera respondamos a un correo electrónico. ¿Qué es mucho tiempo?

Más que una vida, tal vez.

Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1990 de lo que mis abuelos lo estuvieron en el siglo XVIII.

La tecnología corre a pasos agigantados, y en la mayor parte de las ocasiones, algunas cosas que consideramos nuevas, comienzan a hacerse obsoletas desde el momento de su nacimiento.

A algunos todavía nos asombra la velocidad que provoca el desgaste de un aparato para dejarlo en la obsolescencia. Quienes hemos jugado el papel de clientes de aparatos electrónicos salimos de la tienda cargando mercancía nueva y obsoleta.

Por más que la costumbre nos adiestra en la dura disciplina de mantener abajo las expectativas, resulta complicado aceptar que se vive entre objetos efímeros: prodigios tecnológicos cuyo pronto destino es el basurero, aún con una vida útil que es tan efímera que ya se piensa en desecharlo. El caso de los aparatos electrónicos es el más palpable.

Chatarra reluciente a la que le tuvimos admiración, prohíbe ahora los apegos a mediano plazo. Los tiempos corren como bólido y eso cada vez nos da nociones menos claras sobre lo que corresponden los tamaños de los plazos. La definición de corto, mediano y largo plazo ha cambiado de manera radical. Los plazos cortos de ahora no califican ni para medianos hace años.

De hecho, ya son plazos medianos sólo aquellos que no son inmediatos. Y de los largos no hay que esperar mucho, que en un descuido se hacen cortísimos, y quién nos puede dar más cuenta que una institución bancaria.

En otros tiempos, cuando alguien se gastaba la ligereza de comprarse un automóvil, pretextaba que había realizado una inversión para toda la vida, y entonces sabíamos que las cosas valían más por su expectativa de duración que por la novedad de sus funciones.

Campeaba todavía la ilusión de que los verdaderos objetos de valor estaban hechos para disfrutarse hasta el último día de nuestra existencia, se hablaba mal, incluso de aquellos herederos utilitarios que no tenían empacho en malbaratar los objetos preciados del difunto.

Ahora, el problema de los que heredan bienes en especie ya no es encontrar cómo malbaratarlos, sino dónde tirarlo, toda vez que hace tiempo son obsoletos y daría hasta vergüenza tratar de venderlos. Cables, adaptadores, baterías, manuales, conexiones, pantallas, accesorios: nada que valga un peso, triques amontonables cuya presencia absurda testifica el azoro del dueño por la depreciación de esos haberes que han dejado de serlo para volverse lastres impresentables, ejemplo de una depreciación acelerada.

Vivimos acechados por un sinnúmero de caducidades aceleradas e inminentes, ahí donde el adelanto es el germen del desperdicio.

La velocidad de la obsolescencia agrega una ternura lastimera al recuerdo de tiempos que parecen recientes, pero el actual galope los hace ver borrosos y distantes. El ejemplo más claro está en una computadora. ¿Alguien aún recuerda, ¿cuándo fue la última vez que escuchó a un vendedor emplear el término escalable? Por entonces campeaba, entre los compradores de buena fe, la certidumbre de que la máquina valía más si se ofrecía la posibilidad de ir poniéndola al día con futuros adelantos, en lugar de tener que comprar una nueva. Y qué decir de los aparatos de sonido o de los teléfonos, cuando aún era impensable contar con un celular.

Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1990 de lo que mis abuelos lo estuvieron en el siglo XVIII. El paso de cinco años en los tiempos que corren da la idea de una pequeña eternidad, que sin embargo pasa como una ráfaga.

¿Y cuántas de esas ráfagas caben al interior de una sola vida?

Así, cambian las definiciones, para un corto plazo, equivale al tiempo en que se espera respondamos a un correo electrónico. ¿Qué es mucho tiempo?

Más que una vida, tal vez.