/ domingo 11 de noviembre de 2018

Convirtámonos en el heraldo de nuestro destino

Todo el que piensa con tesón y entereza en lo que la iniciativa personal y la valentía le van permitiendo realizar, avizora con claridad los próximos felices resultados y se constituye en el heraldo de su propio destino.

Cuántas veces nos sucede que, en comparación de lo que quisiéramos ser, de lo que anhelamos conocer, obtener o poseer, la realidad suele revelarse estéril, con una serie de restricciones y obstáculos.

Conforme nuestras facultades, nuestras destrezas o tendencias, el grado de idoneidad que abonemos a nuestro trabajo y los elementos físicos que nos conceda la naturaleza, así como el medio ambiente en que nos desenvolvemos, complementan el conjunto de circunstancias que inclinan la balanza de la suerte a nuestro favor o en contra, cuando con toda intención nos esforzamos por alcanzar determinada meta. Esto nos debe hacer comprender que una cosa es la finalidad que perseguimos y, otra muy discrepante es no tener éxito en nuestros propósitos.

Sin embargo, son situaciones muy comunes en el devenir de la vida y ello no debe desalentarnos; al contrario, tomarlo como una buena experiencia y seguir luchando con entusiasmo. La ambición, cuando representa anhelos y aspiraciones y es el antídoto de la desidia y la dejadez, nunca debe faltar en un espíritu convenientemente preparado.

Desde que erradicamos todas las causas de dispersión y ponemos de por medio la debida atención, nos convertimos en verdaderos elaboradores de ideas-fuerzas, de impulsos motores que favorecen nuestro interés. Nuestras facultades crecen y son capaces de retar al destino; se adueñan de prescripciones valiosas que nos ayudan a obtener beneficios y satisfacciones.

Todo el que piensa con tesón y entereza en lo que la iniciativa personal y la valentía le van permitiendo realizar, avizora con claridad los próximos felices resultados y se constituye en el heraldo de su propio destino. Sus facultades positivas se reafirman encaminando su vida hacia el bienestar. Se confirma la máxima de que “cada quien es el arquitecto de su propio destino”.

Los ciudadanos privilegiados, generalmente provistos por la naturaleza y por el destino y, cuya inteligencia inmanente les, ha hecho fácil la existencia, logrando obtener la mayor parte de satisfacciones, comodidades, alegrías de la vida, acumulando fortunas, raras veces se ocupan de aliviar las miserias que agobian a tantos desventurados para quienes los discursos ampulosos, hinchados y huecos, que afirman supuestas conquistas, sólo suenan a ironía o a burla.

Todavía está la vida de los pobres subordinada al régimen del “embudo”. La producción en las industrias pesadas requiere de bajos costos y apremia a la siderurgia, a las minas, a los acarreos, el retribuir miserablemente el trabajo excesivo, agotador.

Tal parece que continúa siendo el hombre “el enemigo del hombre” y, mientras una situación del todo irregular favorezca la voracidad egoísta e infame de unos pocos en perjuicio de otros muchos y, mientras no se pueda derivar de las leyes el derecho al bienestar y la dicha para aquellos que, como seres humanos la merecen y, que la egolatría vanidosa y la soberbia de las clases superiores de la sociedad no se acrisole en una obligación humanitaria hacia las clases desheredadas de la fortuna, subsistirán las desigualdades en su más despiadada oposición.

Pero existe un medio que puede ser eficaz para solucionar este estado de cosas; en primer lugar la superación personal por la autodeterminación, en seguida la autoeducación moral que afine nuestro carácter y nuestro modo de ser. Para iniciar tal decisión, nadie debe considerarse incapacitado sino sentirse armado para enfrentarse al destino.

Cuando el individuo reflexiona con serenidad y buen juicio a cerca de la posibilidad de mejorar la situación, se produce en su mente, los recursos de que ha de valerse para lograrlo. La comparación mental de su estado actual con el que ambiciona tener y, las penurias que padece con la opulencia que ha soñado, forman en su cerebro diversos pensamientos que le marcan la ruta de las posibilidades, porque puede aquilatar el grado de eficiencia y los conocimientos indispensables para poder escalar la posición anhelada, dominando el complejo introspectivo de una incapacidad que no pasa de ser imaginaria.

Porque a ningún grupo de jóvenes egresados de institutos educativos y universidades, le asiste el derecho de echar por la borda sus conocimientos, lanzándose al desempeño de tareas deshonrosas, aunque les deslumbre la paga, que suele proceder en frecuentes casos de organismos enemigos de su propio país; sin tomar en cuenta que dejan atrofiar sus facultades superiores y contribuyen a su invalidación para acometer las empresas honestas y de productividad permanente.

Es lamentable que la juventud vivaz y vigorosa, de natural excelente y perfecta salud, malogre para siempre su vida, dedicándose a servir intereses espurios que van corrompiendo y degradando su carácter. No vale la pena ir tras una riqueza efímera a costa de la dignidad personal y del respeto de su propio pueblo, resultando de ello una vil apariencia de trabajo o una parodia denigrante.


Todo el que piensa con tesón y entereza en lo que la iniciativa personal y la valentía le van permitiendo realizar, avizora con claridad los próximos felices resultados y se constituye en el heraldo de su propio destino.

Cuántas veces nos sucede que, en comparación de lo que quisiéramos ser, de lo que anhelamos conocer, obtener o poseer, la realidad suele revelarse estéril, con una serie de restricciones y obstáculos.

Conforme nuestras facultades, nuestras destrezas o tendencias, el grado de idoneidad que abonemos a nuestro trabajo y los elementos físicos que nos conceda la naturaleza, así como el medio ambiente en que nos desenvolvemos, complementan el conjunto de circunstancias que inclinan la balanza de la suerte a nuestro favor o en contra, cuando con toda intención nos esforzamos por alcanzar determinada meta. Esto nos debe hacer comprender que una cosa es la finalidad que perseguimos y, otra muy discrepante es no tener éxito en nuestros propósitos.

Sin embargo, son situaciones muy comunes en el devenir de la vida y ello no debe desalentarnos; al contrario, tomarlo como una buena experiencia y seguir luchando con entusiasmo. La ambición, cuando representa anhelos y aspiraciones y es el antídoto de la desidia y la dejadez, nunca debe faltar en un espíritu convenientemente preparado.

Desde que erradicamos todas las causas de dispersión y ponemos de por medio la debida atención, nos convertimos en verdaderos elaboradores de ideas-fuerzas, de impulsos motores que favorecen nuestro interés. Nuestras facultades crecen y son capaces de retar al destino; se adueñan de prescripciones valiosas que nos ayudan a obtener beneficios y satisfacciones.

Todo el que piensa con tesón y entereza en lo que la iniciativa personal y la valentía le van permitiendo realizar, avizora con claridad los próximos felices resultados y se constituye en el heraldo de su propio destino. Sus facultades positivas se reafirman encaminando su vida hacia el bienestar. Se confirma la máxima de que “cada quien es el arquitecto de su propio destino”.

Los ciudadanos privilegiados, generalmente provistos por la naturaleza y por el destino y, cuya inteligencia inmanente les, ha hecho fácil la existencia, logrando obtener la mayor parte de satisfacciones, comodidades, alegrías de la vida, acumulando fortunas, raras veces se ocupan de aliviar las miserias que agobian a tantos desventurados para quienes los discursos ampulosos, hinchados y huecos, que afirman supuestas conquistas, sólo suenan a ironía o a burla.

Todavía está la vida de los pobres subordinada al régimen del “embudo”. La producción en las industrias pesadas requiere de bajos costos y apremia a la siderurgia, a las minas, a los acarreos, el retribuir miserablemente el trabajo excesivo, agotador.

Tal parece que continúa siendo el hombre “el enemigo del hombre” y, mientras una situación del todo irregular favorezca la voracidad egoísta e infame de unos pocos en perjuicio de otros muchos y, mientras no se pueda derivar de las leyes el derecho al bienestar y la dicha para aquellos que, como seres humanos la merecen y, que la egolatría vanidosa y la soberbia de las clases superiores de la sociedad no se acrisole en una obligación humanitaria hacia las clases desheredadas de la fortuna, subsistirán las desigualdades en su más despiadada oposición.

Pero existe un medio que puede ser eficaz para solucionar este estado de cosas; en primer lugar la superación personal por la autodeterminación, en seguida la autoeducación moral que afine nuestro carácter y nuestro modo de ser. Para iniciar tal decisión, nadie debe considerarse incapacitado sino sentirse armado para enfrentarse al destino.

Cuando el individuo reflexiona con serenidad y buen juicio a cerca de la posibilidad de mejorar la situación, se produce en su mente, los recursos de que ha de valerse para lograrlo. La comparación mental de su estado actual con el que ambiciona tener y, las penurias que padece con la opulencia que ha soñado, forman en su cerebro diversos pensamientos que le marcan la ruta de las posibilidades, porque puede aquilatar el grado de eficiencia y los conocimientos indispensables para poder escalar la posición anhelada, dominando el complejo introspectivo de una incapacidad que no pasa de ser imaginaria.

Porque a ningún grupo de jóvenes egresados de institutos educativos y universidades, le asiste el derecho de echar por la borda sus conocimientos, lanzándose al desempeño de tareas deshonrosas, aunque les deslumbre la paga, que suele proceder en frecuentes casos de organismos enemigos de su propio país; sin tomar en cuenta que dejan atrofiar sus facultades superiores y contribuyen a su invalidación para acometer las empresas honestas y de productividad permanente.

Es lamentable que la juventud vivaz y vigorosa, de natural excelente y perfecta salud, malogre para siempre su vida, dedicándose a servir intereses espurios que van corrompiendo y degradando su carácter. No vale la pena ir tras una riqueza efímera a costa de la dignidad personal y del respeto de su propio pueblo, resultando de ello una vil apariencia de trabajo o una parodia denigrante.