/ lunes 1 de abril de 2019

El éxito en la vida depende mucho de la calidad de educación

La vida no es fácil, es difícil, no es un jardín de rosas, un paraíso; es un campo de batalla, una empresa de desafíos a los cuales hay que enfrentar para avanzar y poder subsistir lo mejor posible.

Vivimos en una sociedad con diferentes culturas y muy variados criterios; nos hemos metido hasta el colmo en ese espíritu mundano que nos ha hecho olvidarnos de Dios y convertirnos en esclavos y amantes de los adelantos científicos.

Somos prisioneros de una actualidad que desconoce la verdad y el origen de nuestro talento y, nos avasalla, nos arrastra en pos de la vanidad terrenal. Incluso se ha perdido la esencia más profunda y maravillosa del verdadero amor, despojándola de su grandeza y prostituyéndola en una burda y degenerada sexualidad. El amor es sagrado, divino, que debe vivirse con fidelidad, grandeza, autenticidad y diligencia. El verdadero amor no acepta fingimientos.

Estamos viviendo el fenómeno de la globalización, convirtiéndonos en parte de ella, arrinconándonos en una pequeña y miserable aldea global que trata de derrumbar nuestra trascendencia humana e imponernos concluyentemente los avances de la ciencia y la tecnología.

Esto, claro, es progreso, es civilización, es lo conducente, pero la moralidad, la dignidad, la decencia, jamás debe pervertirse, ni eclipsarse, por el contrario, fortificarse para que siga constituyendo la originalidad que nos dio personalidad y con renombre se exhiba en la actualidad no tan sólo hoy, sino siempre. Dios nos creó no para ser víctimas sino seres victoriosos.

Qué maravilloso es cuando una persona no pierde su originalidad y, más cuando su ascendencia fue humilde, sencilla, modesta, hasta denigrante, sin dejar de luchar por la vida quien lo ha compensado con bienes espirituales, materiales, sociales y, su afabilidad, servicio y modestia siguen brillando en su corazón.

Dar amor y servir a sus semejantes es su mayor satisfacción. Dios Nuestro Señor está con nosotros aún en medio de nuestra falta de fe y de nuestros problemas. Sin embargo, no todos pensamos así.

Estamos viviendo una crisis antropológica, pues la vida del ser humano ha ido desvirtuándose y perdido su condición innata para reflejar lamentablemente un espíritu mundano, llenándose de vicios, costumbres, abusos; utilizando al amigo, al vecino, al compañero, al que se deja, para sus intereses económicos, políticos o sociales, engañándolo y sin importar que lo está afectando, pues lo que le interesa es su beneficio personal. Ofrecemos y prometemos mil cosas pero al lograr nuestro objetivo, “no te conozco”. En lugar de cultivar más y mejor nuestro ser para servir con buena voluntad a los demás, nos aprovechamos y hacemos a un lado las cualidades que nos honran y nos convertimos en miserables de la humanidad.

Tal parece que educarnos y educar es el dilema que en nuestra época se hace cada día más evidente y que está llevando a la sociedad, a la empresa, al gobierno y a todos los sectores comunes, a hacer un reclamo para que el sistema y las instituciones educativas se renueven y cumplan debidamente con su tarea compleja: la formación progresiva de seres humanos que vivan en continuo proceso de autoconstrucción y de edificación del mundo. El producto predominante de una educación quizás sin valores o cuando menos que no los toma en cuenta en su tarea diaria, nos ha hecho padecer un mundo de injusticia, violencia y destrucción ecológica, fruto de las formas de adaptar el planeta que no contribuyen a hacer realidad el deseo de vivir humanamente y soportar la progresiva sociedad que tal vez va de prisa pero sin rumbo.

Padecemos una urgencia sin sentido, como competidores sin tregua en un universo de ganadores y perdedores, sin apoyarnos ni establecer la fraternidad, la justicia y la convivencia humanitaria y, sólo asumimos actitudes intolerantes.

Tal parece que la educación no educa, al menos en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Si no hacemos conciencia de ello y enderezamos nuestro barco, nos hundiremos.

Porque la educación que vivimos es más bien un proceso de instrucción en el que se transmiten contenidos de un modo rutinario; un plan de capacitación en el que se enseñan modos mecánicos de hacer cosas prácticas, el de imponer modos de vida fragmentados, deshumanizados. El deseo humano de vivir, que es un deseo colectivo-individual, es un reto permanente, una necesidad de ir autoconstruyéndonos en la medida que va superándose el mundo. Es ahí donde está el fundamento más concreto y a la vez más amplio y justificado del hecho educativo. Nos educamos porque nuestro deseo de vivir y el de los demás no es previamente determinado ni tiene un fin preestablecido. Nos educamos porque necesitamos ir haciéndonos los unos a los otros. Nos educamos en el constante interactuar con los demás.

La vida no es fácil, es difícil, no es un jardín de rosas, un paraíso; es un campo de batalla, una empresa de desafíos a los cuales hay que enfrentar para avanzar y poder subsistir lo mejor posible.

Vivimos en una sociedad con diferentes culturas y muy variados criterios; nos hemos metido hasta el colmo en ese espíritu mundano que nos ha hecho olvidarnos de Dios y convertirnos en esclavos y amantes de los adelantos científicos.

Somos prisioneros de una actualidad que desconoce la verdad y el origen de nuestro talento y, nos avasalla, nos arrastra en pos de la vanidad terrenal. Incluso se ha perdido la esencia más profunda y maravillosa del verdadero amor, despojándola de su grandeza y prostituyéndola en una burda y degenerada sexualidad. El amor es sagrado, divino, que debe vivirse con fidelidad, grandeza, autenticidad y diligencia. El verdadero amor no acepta fingimientos.

Estamos viviendo el fenómeno de la globalización, convirtiéndonos en parte de ella, arrinconándonos en una pequeña y miserable aldea global que trata de derrumbar nuestra trascendencia humana e imponernos concluyentemente los avances de la ciencia y la tecnología.

Esto, claro, es progreso, es civilización, es lo conducente, pero la moralidad, la dignidad, la decencia, jamás debe pervertirse, ni eclipsarse, por el contrario, fortificarse para que siga constituyendo la originalidad que nos dio personalidad y con renombre se exhiba en la actualidad no tan sólo hoy, sino siempre. Dios nos creó no para ser víctimas sino seres victoriosos.

Qué maravilloso es cuando una persona no pierde su originalidad y, más cuando su ascendencia fue humilde, sencilla, modesta, hasta denigrante, sin dejar de luchar por la vida quien lo ha compensado con bienes espirituales, materiales, sociales y, su afabilidad, servicio y modestia siguen brillando en su corazón.

Dar amor y servir a sus semejantes es su mayor satisfacción. Dios Nuestro Señor está con nosotros aún en medio de nuestra falta de fe y de nuestros problemas. Sin embargo, no todos pensamos así.

Estamos viviendo una crisis antropológica, pues la vida del ser humano ha ido desvirtuándose y perdido su condición innata para reflejar lamentablemente un espíritu mundano, llenándose de vicios, costumbres, abusos; utilizando al amigo, al vecino, al compañero, al que se deja, para sus intereses económicos, políticos o sociales, engañándolo y sin importar que lo está afectando, pues lo que le interesa es su beneficio personal. Ofrecemos y prometemos mil cosas pero al lograr nuestro objetivo, “no te conozco”. En lugar de cultivar más y mejor nuestro ser para servir con buena voluntad a los demás, nos aprovechamos y hacemos a un lado las cualidades que nos honran y nos convertimos en miserables de la humanidad.

Tal parece que educarnos y educar es el dilema que en nuestra época se hace cada día más evidente y que está llevando a la sociedad, a la empresa, al gobierno y a todos los sectores comunes, a hacer un reclamo para que el sistema y las instituciones educativas se renueven y cumplan debidamente con su tarea compleja: la formación progresiva de seres humanos que vivan en continuo proceso de autoconstrucción y de edificación del mundo. El producto predominante de una educación quizás sin valores o cuando menos que no los toma en cuenta en su tarea diaria, nos ha hecho padecer un mundo de injusticia, violencia y destrucción ecológica, fruto de las formas de adaptar el planeta que no contribuyen a hacer realidad el deseo de vivir humanamente y soportar la progresiva sociedad que tal vez va de prisa pero sin rumbo.

Padecemos una urgencia sin sentido, como competidores sin tregua en un universo de ganadores y perdedores, sin apoyarnos ni establecer la fraternidad, la justicia y la convivencia humanitaria y, sólo asumimos actitudes intolerantes.

Tal parece que la educación no educa, al menos en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Si no hacemos conciencia de ello y enderezamos nuestro barco, nos hundiremos.

Porque la educación que vivimos es más bien un proceso de instrucción en el que se transmiten contenidos de un modo rutinario; un plan de capacitación en el que se enseñan modos mecánicos de hacer cosas prácticas, el de imponer modos de vida fragmentados, deshumanizados. El deseo humano de vivir, que es un deseo colectivo-individual, es un reto permanente, una necesidad de ir autoconstruyéndonos en la medida que va superándose el mundo. Es ahí donde está el fundamento más concreto y a la vez más amplio y justificado del hecho educativo. Nos educamos porque nuestro deseo de vivir y el de los demás no es previamente determinado ni tiene un fin preestablecido. Nos educamos porque necesitamos ir haciéndonos los unos a los otros. Nos educamos en el constante interactuar con los demás.