/ domingo 7 de julio de 2019

El sagrado deber de educar una familia

Tanto el respeto como la cortesía son dones naturales que hacen agradable a una persona y que, cuánto se desea se manifiesten en una sociedad. Por desgracia, muchas veces es lo que menos se exhibe. Y no solamente no se exteriorizan en la calle, en la comunidad, sino tampoco en nuestros hogares.

El respeto es una deferencia que por ningún motivo debe perderse en nuestras queridas relaciones afectivas. ¿Puede en realidad quererse algo que no se respeta? La cortesía es también una forma de expresar respeto y afecto y, no debemos escatimarla ni en la propia familia.

Sucede que en muchas familias los padres sólo intercambian con sus hijos órdenes, críticas o consejos solemnes, pero pocas veces se divierten y ríen con ganas en sana convivencia. Si se considera el asunto, se gasta más energía tratando de mantener un nivel constante de seriedad, que jugando con buena dosis de alegría.

Las personas que desean ser catalogadas como maduras, sensatas, tienden a reírse poco con espontaneidad y a valorar más una pose solemne como estatua. Sin embargo, consideremos que un poco de risa o de alegría en el trato con los demás, no sólo da fluidez a las relaciones, sino que permite acceder a mejores aspectos emocionales. No obstante, no confundamos reír sanamente con burlarse o hacer escarnio de los demás.

El comportamiento de un padre o de una madre que pueden reír con las ocurrencias de sus hijos o generar situaciones de diversión en un clima de respeto mutuo, serán mejor vistos cuando tengan que manejar las normas, pues los chicos sabrán comparar una situación importante con otra divertida.

Cuando un adulto mantiene constantemente cara de pocos amigos y, su pensamiento rígido le impide salirse por un momento de lo establecido, corre el riesgo de perder efectividad y, ser calificado como persona amargada, a quien es mejor ignorar o hacer mofa de ella. No es cierto que los de caras serias representen para los jóvenes actuales a seres superiores y respetables; antes bien, son de los personajes más ridiculizados para divertirse.

Cabe aquí preguntarnos: ¿Para qué sirve un ambiente en el que predomina el temor, la desconfianza, el aislamiento emocional? ¿Qué puede haber de malo con un poco de alegría en el trato familiar? ¿Por qué nos arriesgamos a caer en la descalificación o en la ineficacia si podemos administrar la autoridad sin perderla en un clima cordial y receptivo?

La alegría debería conducirnos venturosos no solamente en condiciones festivas sino también en días de actividades paternas. Una actitud positiva en el trato con nuestros hijos, anima a continuar enfrentando dificultades con la seguridad de que sólo son accidentes momentáneos y no afectan nuestro bienestar.

Con el internet la información expedita está al alcance de los niños y, sin embargo, todavía algunos adultos persisten en la tendencia de mentirles, dizque ocultándoles verdades como si fueran seres inferiores. Creen que tal procedimiento les evita sufrimientos innecesarios.

En otros momentos se recurre al disimulo o al engaño para encubrir la verdad, por considerar que son muy jóvenes para saber ciertas cosas; o bien, se miente para no arriesgarse a perder estatus o responsabilidad, si el niño llega a conocer datos poco edificantes de su familia o específicamente de sus padres. Los padres que caen en esta práctica poco recomendable, no piensan que la mentira causa efectos negativos y con frecuencia genera más problemas que soluciones.

Los niños tienen una capacidad más elevada que muchos adultos para definir inconscientemente lo que no saben de manera formal. Su nivel de percepción es más acentuado en virtud de que su apego a los parámetros de la realidad es menor y su mecanismo de negación no es tan determinante en su proceso de pensamiento.

Un estudio psicológico revela que poco o nada se puede engañar a un niño, debido a su interés por saber más de la verdad, más allá de lo que ha aprendido. Cuando intentamos mentirle al niño, aunque creamos que hemos logrado nuestro propósito y él así lo aparente, en el fondo sabe que lo engañan, si bien no tiene claro cómo y en relación con qué.

En los grupos familiares que colocan sus cimientos sobre el peligroso virus de la falsedad, no hay un sistema de comunicación transparente, debido a que se entorpece la transmisión eficiente de los mensajes. Este esquema de funcionamiento enferma tarde o temprano todo el sistema, con las nefastas consecuencias que acarrea cualquier cuadro patológico.

El líder de una familia ha de mantener en su mente que la verdad debe ser dicha siempre; claro, seleccionando el mejor estilo posible para expresarla, consciente del sistema emocional y, no bajo una gruesa hojarasca de falsedades absurdas. Lo principal es dar a los hijos la verdad expresada en términos comprensibles para su edad, con explicaciones debidas, en donde la emoción no guíe el discurso sino el adecuado control de la razón.

Debemos tratar a nuestros hijos como seres pensantes, personas sensibles e inteligentes que más tarde pueden convertirse en jueces severos de nuestras actuaciones. Prepararlos mentalmente si esa verdad es dura, pero no les “doremos la píldora”, ni dejemos pasar la ocasión de depositar en ellos toda la sinceridad que alimenta nuestro corazón.

El debido cumplimiento de nuestros deberes como padres es sumamente necesario, así como ejercerlo con eficiencia, hasta el fin de su adolescencia. A partir de esa época, si confiamos en la estructura que los hijos han desarrollado, iremos disminuyendo la supervisión para que aprendan de su propia experiencia. Con gusto, satisfacción, tristeza o temor nos resignamos a verlos crecer y avanzar.

Tanto el respeto como la cortesía son dones naturales que hacen agradable a una persona y que, cuánto se desea se manifiesten en una sociedad. Por desgracia, muchas veces es lo que menos se exhibe. Y no solamente no se exteriorizan en la calle, en la comunidad, sino tampoco en nuestros hogares.

El respeto es una deferencia que por ningún motivo debe perderse en nuestras queridas relaciones afectivas. ¿Puede en realidad quererse algo que no se respeta? La cortesía es también una forma de expresar respeto y afecto y, no debemos escatimarla ni en la propia familia.

Sucede que en muchas familias los padres sólo intercambian con sus hijos órdenes, críticas o consejos solemnes, pero pocas veces se divierten y ríen con ganas en sana convivencia. Si se considera el asunto, se gasta más energía tratando de mantener un nivel constante de seriedad, que jugando con buena dosis de alegría.

Las personas que desean ser catalogadas como maduras, sensatas, tienden a reírse poco con espontaneidad y a valorar más una pose solemne como estatua. Sin embargo, consideremos que un poco de risa o de alegría en el trato con los demás, no sólo da fluidez a las relaciones, sino que permite acceder a mejores aspectos emocionales. No obstante, no confundamos reír sanamente con burlarse o hacer escarnio de los demás.

El comportamiento de un padre o de una madre que pueden reír con las ocurrencias de sus hijos o generar situaciones de diversión en un clima de respeto mutuo, serán mejor vistos cuando tengan que manejar las normas, pues los chicos sabrán comparar una situación importante con otra divertida.

Cuando un adulto mantiene constantemente cara de pocos amigos y, su pensamiento rígido le impide salirse por un momento de lo establecido, corre el riesgo de perder efectividad y, ser calificado como persona amargada, a quien es mejor ignorar o hacer mofa de ella. No es cierto que los de caras serias representen para los jóvenes actuales a seres superiores y respetables; antes bien, son de los personajes más ridiculizados para divertirse.

Cabe aquí preguntarnos: ¿Para qué sirve un ambiente en el que predomina el temor, la desconfianza, el aislamiento emocional? ¿Qué puede haber de malo con un poco de alegría en el trato familiar? ¿Por qué nos arriesgamos a caer en la descalificación o en la ineficacia si podemos administrar la autoridad sin perderla en un clima cordial y receptivo?

La alegría debería conducirnos venturosos no solamente en condiciones festivas sino también en días de actividades paternas. Una actitud positiva en el trato con nuestros hijos, anima a continuar enfrentando dificultades con la seguridad de que sólo son accidentes momentáneos y no afectan nuestro bienestar.

Con el internet la información expedita está al alcance de los niños y, sin embargo, todavía algunos adultos persisten en la tendencia de mentirles, dizque ocultándoles verdades como si fueran seres inferiores. Creen que tal procedimiento les evita sufrimientos innecesarios.

En otros momentos se recurre al disimulo o al engaño para encubrir la verdad, por considerar que son muy jóvenes para saber ciertas cosas; o bien, se miente para no arriesgarse a perder estatus o responsabilidad, si el niño llega a conocer datos poco edificantes de su familia o específicamente de sus padres. Los padres que caen en esta práctica poco recomendable, no piensan que la mentira causa efectos negativos y con frecuencia genera más problemas que soluciones.

Los niños tienen una capacidad más elevada que muchos adultos para definir inconscientemente lo que no saben de manera formal. Su nivel de percepción es más acentuado en virtud de que su apego a los parámetros de la realidad es menor y su mecanismo de negación no es tan determinante en su proceso de pensamiento.

Un estudio psicológico revela que poco o nada se puede engañar a un niño, debido a su interés por saber más de la verdad, más allá de lo que ha aprendido. Cuando intentamos mentirle al niño, aunque creamos que hemos logrado nuestro propósito y él así lo aparente, en el fondo sabe que lo engañan, si bien no tiene claro cómo y en relación con qué.

En los grupos familiares que colocan sus cimientos sobre el peligroso virus de la falsedad, no hay un sistema de comunicación transparente, debido a que se entorpece la transmisión eficiente de los mensajes. Este esquema de funcionamiento enferma tarde o temprano todo el sistema, con las nefastas consecuencias que acarrea cualquier cuadro patológico.

El líder de una familia ha de mantener en su mente que la verdad debe ser dicha siempre; claro, seleccionando el mejor estilo posible para expresarla, consciente del sistema emocional y, no bajo una gruesa hojarasca de falsedades absurdas. Lo principal es dar a los hijos la verdad expresada en términos comprensibles para su edad, con explicaciones debidas, en donde la emoción no guíe el discurso sino el adecuado control de la razón.

Debemos tratar a nuestros hijos como seres pensantes, personas sensibles e inteligentes que más tarde pueden convertirse en jueces severos de nuestras actuaciones. Prepararlos mentalmente si esa verdad es dura, pero no les “doremos la píldora”, ni dejemos pasar la ocasión de depositar en ellos toda la sinceridad que alimenta nuestro corazón.

El debido cumplimiento de nuestros deberes como padres es sumamente necesario, así como ejercerlo con eficiencia, hasta el fin de su adolescencia. A partir de esa época, si confiamos en la estructura que los hijos han desarrollado, iremos disminuyendo la supervisión para que aprendan de su propia experiencia. Con gusto, satisfacción, tristeza o temor nos resignamos a verlos crecer y avanzar.