/ sábado 19 de octubre de 2019

EPISCOPEO

La palabra de Dios nos instruye hoy acerca de la oración de súplica, haciendo hincapié en la perseverancia con que hemos de orar al Señor.

No tanto porque de esa forma le importunemos hasta obligarlo a concedernos lo que le pedimos –como parece desprenderse a primera vista de la parábola del juez y la viuda–, cuanto porque, orando sin desfallecer, le damos a entender nuestra entera confianza en Él.

Nos propone dos lecciones: una tomada del libro del Éxodo y la otra es la parábola de Jesús sobre el juez y la viuda.

La primera lección se desprende del relato de la batalla que los amalecitas (enemigos tradicionales de Israel) plantean a los hebreos; ésta fue la primera oposición armada que Israel hubo de afrontar en su marcha hacia la tierra prometida.

Era un pueblo apenas cohesionado, sin adiestramiento para la guerra. Pero el Señor estaba con él para acompañarlo, asistirlo y defenderlo. Un Moisés cansado y envejecido, envía a dar la batalla a su lugarteniente Josué. Mientras él, con el bastón de Dios en la mano (con el que había realizado los prodigios en Egipto) se sube al monte, desde donde sigue las evoluciones del combate. Va acompañado por su hermano Aarón (sumo sacerdote) y Jur, un hombre de confianza de Moisés. El gesto de levantar las manos expresa actitud de súplica a Dios. La lección es bien sencilla y evidente: mientras Moisés tenía levantadas las manos hacia Dios, vencía Israel; cuando le podía el cansancio y se le caían las manos, vencía Amalec. Así que Aarón y Jur lo hicieron sentar y le sostenían las manos en alto hasta la total derrota de los amalecitas. El relato lo dice todo: Dios es el artífice de la victoria de Israel, gracias a la súplica de su siervo y amigo Moisés.

De igual sencillez y expresividad es la enseñanza de Jesús en la parábola que se ha dado en llamar del juez inicuo y la viuda.

El juez viene a ser el tipo normal de juez oriental. El Maestro lo caracteriza como un individuo reconcentrado y endurecido en su egoísmo: ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Y lo recalca, poniendo en la boca del juez el reconocimiento plenamente consciente de su postura egoísta: Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme.

Frente a este juez, quien pide que se le haga justicia es una viuda, imagen del desamparo y la debilidad, sin familiares que la defiendan. Por supuesto que no pasaba por la cabeza del juez atenderla y darle satisfacción, pues ¡faltaría más!: ¿qué se habría creído aquella insensata? Pero cuando ya se puso tan pesada que no dejaba de importunarlo, se volvió pragmático y decidió concederle lo que le pedía, ¡por supuesto por su propio interés! Aquí es donde el Señor pone el énfasis y la lección principal de la parábola, concluyendo de menor a mayor: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar».

La enseñanza principal de la parábola es la confianza sin vacilación alguna con la que hemos de dirigirnos a Dios para invocarlo y presentarle nuestras necesidades. Pues si un hombre de la condición de aquel juez, aunque sea por propio interés, concede lo que le pide a una mujer sin otro recurso que su tenacidad, ¿no ha de conceder Dios, sin tardanza, a sus elegidos lo que le piden con fe? Así pues, el protagonista de la parábola es la figura del juez, sobre la que resalta de forma muy destacada la disposición de Dios. ¡Si conocería Jesús el corazón y los sentimientos del Padre…!

Al presentarle nuestras necesidades, nos reconocemos hechura suya, le agradecemos todo cuanto somos y tenemos, y le recordamos nuestra pobreza, que pende de su generosidad. Por supuesto que Él conoce nuestras necesidades; por descontado que quiere lo mejor para nosotros; pero no anteponemos nuestra conveniencia a sus designios, sino que ponemos enteramente en Él nuestra confianza.

Puede parecer que Dios da largas a nuestras peticiones, pero no es por falta de interés, sino para que afiancemos nuestra confianza en Él, buscando en primer lugar el Reino de Dios y su justicia (esto ha de ser lo primero) y dejando en sus manos nuestros asuntos propios.

La palabra de Dios nos instruye hoy acerca de la oración de súplica, haciendo hincapié en la perseverancia con que hemos de orar al Señor.

No tanto porque de esa forma le importunemos hasta obligarlo a concedernos lo que le pedimos –como parece desprenderse a primera vista de la parábola del juez y la viuda–, cuanto porque, orando sin desfallecer, le damos a entender nuestra entera confianza en Él.

Nos propone dos lecciones: una tomada del libro del Éxodo y la otra es la parábola de Jesús sobre el juez y la viuda.

La primera lección se desprende del relato de la batalla que los amalecitas (enemigos tradicionales de Israel) plantean a los hebreos; ésta fue la primera oposición armada que Israel hubo de afrontar en su marcha hacia la tierra prometida.

Era un pueblo apenas cohesionado, sin adiestramiento para la guerra. Pero el Señor estaba con él para acompañarlo, asistirlo y defenderlo. Un Moisés cansado y envejecido, envía a dar la batalla a su lugarteniente Josué. Mientras él, con el bastón de Dios en la mano (con el que había realizado los prodigios en Egipto) se sube al monte, desde donde sigue las evoluciones del combate. Va acompañado por su hermano Aarón (sumo sacerdote) y Jur, un hombre de confianza de Moisés. El gesto de levantar las manos expresa actitud de súplica a Dios. La lección es bien sencilla y evidente: mientras Moisés tenía levantadas las manos hacia Dios, vencía Israel; cuando le podía el cansancio y se le caían las manos, vencía Amalec. Así que Aarón y Jur lo hicieron sentar y le sostenían las manos en alto hasta la total derrota de los amalecitas. El relato lo dice todo: Dios es el artífice de la victoria de Israel, gracias a la súplica de su siervo y amigo Moisés.

De igual sencillez y expresividad es la enseñanza de Jesús en la parábola que se ha dado en llamar del juez inicuo y la viuda.

El juez viene a ser el tipo normal de juez oriental. El Maestro lo caracteriza como un individuo reconcentrado y endurecido en su egoísmo: ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Y lo recalca, poniendo en la boca del juez el reconocimiento plenamente consciente de su postura egoísta: Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme.

Frente a este juez, quien pide que se le haga justicia es una viuda, imagen del desamparo y la debilidad, sin familiares que la defiendan. Por supuesto que no pasaba por la cabeza del juez atenderla y darle satisfacción, pues ¡faltaría más!: ¿qué se habría creído aquella insensata? Pero cuando ya se puso tan pesada que no dejaba de importunarlo, se volvió pragmático y decidió concederle lo que le pedía, ¡por supuesto por su propio interés! Aquí es donde el Señor pone el énfasis y la lección principal de la parábola, concluyendo de menor a mayor: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar».

La enseñanza principal de la parábola es la confianza sin vacilación alguna con la que hemos de dirigirnos a Dios para invocarlo y presentarle nuestras necesidades. Pues si un hombre de la condición de aquel juez, aunque sea por propio interés, concede lo que le pide a una mujer sin otro recurso que su tenacidad, ¿no ha de conceder Dios, sin tardanza, a sus elegidos lo que le piden con fe? Así pues, el protagonista de la parábola es la figura del juez, sobre la que resalta de forma muy destacada la disposición de Dios. ¡Si conocería Jesús el corazón y los sentimientos del Padre…!

Al presentarle nuestras necesidades, nos reconocemos hechura suya, le agradecemos todo cuanto somos y tenemos, y le recordamos nuestra pobreza, que pende de su generosidad. Por supuesto que Él conoce nuestras necesidades; por descontado que quiere lo mejor para nosotros; pero no anteponemos nuestra conveniencia a sus designios, sino que ponemos enteramente en Él nuestra confianza.

Puede parecer que Dios da largas a nuestras peticiones, pero no es por falta de interés, sino para que afiancemos nuestra confianza en Él, buscando en primer lugar el Reino de Dios y su justicia (esto ha de ser lo primero) y dejando en sus manos nuestros asuntos propios.

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