/ sábado 2 de noviembre de 2019

EPISCOPEO

En su camino hacia Jerusalén, Jesús llega a Jericó, ciudad situada a unos 30 km. de la ciudad santa. El Evangelio nos presenta hoy a Zaqueo, un personaje simpático, y cuyo encuentro con Jesús va a cambiar toda su vida.

Zaqueo era jefe de publicanos, era por tanto un hombre acomodado. Probablemente no era tan ladrón como pensamos, pero por ser recaudador de impuestos y jefe de los publicanos, a ojos de sus vecinos era un pecador público, ya que recaudaba a favor del pueblo invasor. Zaqueo además era un hombre de pequeña estatura. Algo habría oído sobre Jesús y algo le quemaba dentro. Su deseo de verle era tal que nada ni nadie se lo va a impedir: se sube a un árbol por donde iba a pasar Jesús (cfr.v.4).

Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa. Zaqueo baja rápidamente, y lo recibió muy contento (v.5-6). Pronto empezaron las murmuraciones. Jesús se iba a hospedar a casa de un pecador. La multitud es el obstáculo que impide a Zaqueo ver a Jesús y la multitud es la que se enoja cuando Jesús opta por quedarse con Zaqueo. Para la multitud, por sus prejuicios, era imposible pensar que Zaqueo fuera un hombre justo, en cambio Jesús no lo llama pecador, lo llama hijo de Abraham (v.9). Comer con un pecador era volverse impuro, ir contra la ley y hasta contra las formas tradicionales de la fe. Pisar la casa de un pecador público siempre es motivo de murmuración y de crítica, de escándalo y provocación para quienes les importa más el cumplimiento de las leyes que las personas, para quienes se consideran mejores que los demás (evangelio del domingo pasado) y desconocen la compasión y misericordia de Dios. Qué difícil nos resulta aceptar que también nosotros, con frecuencia, desempeñamos el papel de la multitud: obstaculizamos ver a Jesús y nos arrogamos el derecho y el poder de dictar quien se puede salvar y quién no. Ante el texto evangélico debemos preguntarnos: ¿Cómo juzgamos? ¿Con qué derecho?

Zaqueo recibe con alegría al Señor (v.6), organiza un banquete, y le promete un cambio de vida: Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más (v.8). Zaqueo no se queda en buenos sentimientos ni en palabras bonitas, va al grano y se desprende de aquellas cosas que podían atar su corazón. Y sólo así pudo escuchar de labios de Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también él es hijo de Abrahán (v.9).

Esta historia de Zaqueo se repite cada día. Son muchos los que tras una vida desorientada, se encuentran con el Señor y su vida cambia radicalmente. También nosotros debemos preguntarnos si realmente queremos ver y encontrarnos con el Señor o más bien evitamos su encuentro. Aquí está el gran problema de la sociedad y también de muchos cristianos: no querer encontrarse con el Señor, porque el encuentro con Jesús nos lleva a un cambio radical de vida, y preferimos, como se dice vulgarmente: encender una vela a Dios y otra al diablo.

De Zaqueo debemos aprender la decisión y el arrepentimiento. Él vence los obstáculos para acercarse a Jesús, y al dialogar con él, le manifiesta su arrepentimiento. Ante el Señor no caben los pretextos de: no tengo tiempo, no me apetece, ahora voy a disfrutar de la vida… Cada día es una oportunidad, un paso de Dios por nuestra vida. ¿Quién nos dice que tendremos otra oportunidad mañana? Decía S. Agustín: Temo al Señor que pasa y no vuelva más (Serm. 88, 14, 13). El encuentro con Jesús no puede dejar a nadie indiferente, cambia la vida haciéndola más austera, más solidaria, más generosa, más humana, más feliz. ¿Queremos con sinceridad de corazón, encontrarnos con el Señor? ¿Qué obstáculos remuevo para conseguirlo?

En la Eucaristía recibimos a Jesucristo como lo hizo Zaqueo, y su encuentro no fue superficial, fue profundo y cambió toda su vida. Que nuestro Señor, nos conceda recibir a Jesucristo con la misma alegría y las mismas actitudes de Zaqueo.


En su camino hacia Jerusalén, Jesús llega a Jericó, ciudad situada a unos 30 km. de la ciudad santa. El Evangelio nos presenta hoy a Zaqueo, un personaje simpático, y cuyo encuentro con Jesús va a cambiar toda su vida.

Zaqueo era jefe de publicanos, era por tanto un hombre acomodado. Probablemente no era tan ladrón como pensamos, pero por ser recaudador de impuestos y jefe de los publicanos, a ojos de sus vecinos era un pecador público, ya que recaudaba a favor del pueblo invasor. Zaqueo además era un hombre de pequeña estatura. Algo habría oído sobre Jesús y algo le quemaba dentro. Su deseo de verle era tal que nada ni nadie se lo va a impedir: se sube a un árbol por donde iba a pasar Jesús (cfr.v.4).

Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa. Zaqueo baja rápidamente, y lo recibió muy contento (v.5-6). Pronto empezaron las murmuraciones. Jesús se iba a hospedar a casa de un pecador. La multitud es el obstáculo que impide a Zaqueo ver a Jesús y la multitud es la que se enoja cuando Jesús opta por quedarse con Zaqueo. Para la multitud, por sus prejuicios, era imposible pensar que Zaqueo fuera un hombre justo, en cambio Jesús no lo llama pecador, lo llama hijo de Abraham (v.9). Comer con un pecador era volverse impuro, ir contra la ley y hasta contra las formas tradicionales de la fe. Pisar la casa de un pecador público siempre es motivo de murmuración y de crítica, de escándalo y provocación para quienes les importa más el cumplimiento de las leyes que las personas, para quienes se consideran mejores que los demás (evangelio del domingo pasado) y desconocen la compasión y misericordia de Dios. Qué difícil nos resulta aceptar que también nosotros, con frecuencia, desempeñamos el papel de la multitud: obstaculizamos ver a Jesús y nos arrogamos el derecho y el poder de dictar quien se puede salvar y quién no. Ante el texto evangélico debemos preguntarnos: ¿Cómo juzgamos? ¿Con qué derecho?

Zaqueo recibe con alegría al Señor (v.6), organiza un banquete, y le promete un cambio de vida: Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le devolveré cuatro veces más (v.8). Zaqueo no se queda en buenos sentimientos ni en palabras bonitas, va al grano y se desprende de aquellas cosas que podían atar su corazón. Y sólo así pudo escuchar de labios de Jesús: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también él es hijo de Abrahán (v.9).

Esta historia de Zaqueo se repite cada día. Son muchos los que tras una vida desorientada, se encuentran con el Señor y su vida cambia radicalmente. También nosotros debemos preguntarnos si realmente queremos ver y encontrarnos con el Señor o más bien evitamos su encuentro. Aquí está el gran problema de la sociedad y también de muchos cristianos: no querer encontrarse con el Señor, porque el encuentro con Jesús nos lleva a un cambio radical de vida, y preferimos, como se dice vulgarmente: encender una vela a Dios y otra al diablo.

De Zaqueo debemos aprender la decisión y el arrepentimiento. Él vence los obstáculos para acercarse a Jesús, y al dialogar con él, le manifiesta su arrepentimiento. Ante el Señor no caben los pretextos de: no tengo tiempo, no me apetece, ahora voy a disfrutar de la vida… Cada día es una oportunidad, un paso de Dios por nuestra vida. ¿Quién nos dice que tendremos otra oportunidad mañana? Decía S. Agustín: Temo al Señor que pasa y no vuelva más (Serm. 88, 14, 13). El encuentro con Jesús no puede dejar a nadie indiferente, cambia la vida haciéndola más austera, más solidaria, más generosa, más humana, más feliz. ¿Queremos con sinceridad de corazón, encontrarnos con el Señor? ¿Qué obstáculos remuevo para conseguirlo?

En la Eucaristía recibimos a Jesucristo como lo hizo Zaqueo, y su encuentro no fue superficial, fue profundo y cambió toda su vida. Que nuestro Señor, nos conceda recibir a Jesucristo con la misma alegría y las mismas actitudes de Zaqueo.


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