“No hay camino sencillo hacia la libertad en ninguna parte”
- Nelson Mandela
Hablar de libertad económica supone hacer referencia a un conjunto de elementos que le permiten a las personas el acceso a bienes, servicios y recursos vitales a través del empleo, el emprendimiento y la circulación de efectivo, lo cual sólo se logra con un concurso de voluntades entre el sector público, el sector privado y el sector social. No es un tema fácil en la realidad práctica, pues de él depende la materialización de otros propósitos de vida para los individuos.
La Constitución mexicana hace algunas referencias a este tópico, por ejemplo cuando en su artículo 25 menciona que la ley establecerá los mecanismos que faciliten la organización y la expansión de la actividad económica del sector social: de los ejidos, organizaciones de trabajadores, cooperativas, comunidades, empresas que pertenezcan mayoritaria o exclusivamente a los trabajadores y, en general, de todas las formas de organización social para la producción, distribución y consumo de bienes y servicios socialmente necesarios (párrafo octavo).
También, el mismo artículo 25 determina que la ley alentará y protegerá la actividad económica que realicen los particulares y proveerá las condiciones para que el desenvolvimiento del sector privado contribuya al desarrollo económico nacional, promoviendo la competitividad e implementando una política nacional para el desarrollo industrial sustentable que incluya vertientes sectoriales y regionales (párrafo noveno).
En este sentido, queda claro que la actividad económica en lo privado y en lo social tiene una debida protección constitucional en México, si bien es cierto que históricamente no se han tenido condiciones para un crecimiento sostenido, marcado y efectivo de la economía en general, además de que el propio artículo 25 de la Carta Magna como eje básico de la llamada “rectoría económica del Estado” ha sido más bien una declaración de intenciones. Bajo una perspectiva de derechos humanos sería propicio concebir a la libertad económica no como una mera directriz política -que es lo que parece desprenderse de una interpretación literal de los preceptos constitucionales anteriormente referidos- sino como el objeto mismo a tutelar desde una óptica jurídica, con todo el cúmulo de garantías institucionales y culturales que sirvan para su adecuada protección.
La libertad económica se vincula con el desarrollo porque ambas nociones buscan, al final del día, la prosperidad de las personas y el emprendimiento de proyectos vitales a partir de la consecución de los insumos más básicos, lo cual sólo se logra con empleos dignos, salarios decorosos o con la posibilidad de articular una negociación mercantil propia, si es que no se quiere seguir la lógica de empleados y empleadores.
Por ello es que, en su eventual configuración como derecho fundamental, la libertad económica debe evaluarse a la luz de otro derecho humano de la mayor importancia, como es el derecho al desarrollo, el cual ha tenido, valga la redundancia, desarrollos sostenidos en el seno de la comunidad internacional, específicamente en el ámbito de los llamados derechos de tercera generación.
Efectivamente, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 4 de diciembre de 1986 la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, declarando solemnemente que todos los seres humanos “están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y las libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él”.