/ domingo 12 de enero de 2020

Necesidad de remodelar conciencias paternas y actualizar docentes

Entendamos claramente que la actualidad es tiempo propicio para madurar, desaprendiendo y reaprendiendo; para eliminar errores que se han convertido en hábitos; de expulsar de nuestras conciencias esa abulia y apatía que trae por la calle de la amargura a nuestra dignidad y por ende a nuestras obligaciones.

De desahuciar a la engreída soberbia y dar paso a la sencillez y humildad, para no creer que somos únicos, incomparables, indispensables y que todo lo sabemos. Si en verdad maduramos y, siendo honestos, podemos decir que nos convertimos en seres humanos de primera calidad. Si por desgracia nos agobia la adversidad, no aumentemos su poder con lamentaciones e injurias, sino contrarrestando sus efectos con entrega y sabiduría. Siendo grandes ante el infortunio superaremos sus consecuencias y alcanzaremos el mayor bienestar.

Creo que sería muy saludable que la ética, ciencia filosófica de la moral, fuera como una santa de nuestra devoción, la cual practicáramos con entusiasmo. Servir a la verdad es el más grande honor que podemos sentir, bañados en el manantial de la eficiencia, la paz y la libertad, luchando por una sociedad más humana y justa, por un gobierno edificado de equidad para bienestar de las familias y, sobre todo, por una educación de calidad que supere la formación de las nuevas generaciones.

Solamente así podremos lograr una realización plena y vivir en un mundo difícil sustentado de valores que nos conduzcan sanamente por el sendero del amor y la verdad. Y este afán de superación debemos de enfrentarlo los adultos pero con el interés puesto en nuestros seres queridos.

De ahí la necesidad de remodelar conciencias paternas que con un alto valor sentimental formen a sus hijos; de ahí la urgencia de capacitar y actualizar docentes que se identifiquen por su vocación y profesionalidad demostrada por la madurez de sus hechos y el amor a sus discípulos como prójimos. El proceso educativo no es responsabilidad exclusiva de una institución, sino compromiso compartido de toda una sociedad.

No es posible que el maestro enclaustre su desempeño entre los muros de un plantel, sino que, como un restaurador de voluntades, forjador de energía espiritual, dinamismo y solidaridad, sirva a la comunidad luchando por su existencia y permanencia y, tratar de acrecentar sus esfuerzos para un mayor progreso. La misión de un verdadero maestro es esta.

Tampoco se trata de paralizar al educando con el tedio y la rutina de un conocimiento técnico, sino llevarlo a la práctica, a la investigación y a que vaya madurando su experiencia. No se pretenda atiborrar al escolar de información y aprendizajes hechos, sino motivarlo a despertar, descubrir, conceptuar y ejercitar sus aptitudes, hábitos, habilidades, destrezas, valores y, que con actitud positiva aprenda gradualmente a valerse por sí mismo.

No se reclama que los padres de familia y la comunidad en general, descarguen toda la responsabilidad de la educación de los hijos en los maestros; sino que también sientan el compromiso de participar, impactar y sociabilizar su formación actuando con la presteza y funcionalidad debida.

Todos queremos una patria libre y victoriosa donde sus hijos se destaquen por su espíritu de triunfadores y, ello lo lograremos poniendo en manos de educadores capaces, creativos, honestos, leales, comprometidos, con iniciativa y optimismo, a nuestros queridos descendientes para que lleguen a ser fuente de superación y de progreso. Toda una educación basada, alimentada, por los supremos valores humanos, ya que es el único medio para que la niñez y la juventud descubran su vocación y logren revelar su misión.

Que nuestro código de conducta sea la moral, luchando por ser siempre fieles a la verdad. Declarémonos enemigos de la maldad, la mediocridad, la hipocresía, la manipulación y, de todo aquello que degrade nuestra existencia humana. Defendamos los principios de libertad porque ellos son los generadores de nuestra formación integral.

En la vida moderna se requiere que el ser humano desarrolle toda su capacidad con la firmeza del más ecuánime personaje; con una disposición de servicio como la resistencia de un niño para jugar; una rapidez mental y computarizada como la de una persona de negocios; una delicada sensibilidad de un artista; una sencillez de grandeza como la que irradia el más sincero de corazón.

Toda esta educación se debe despertar en el alma de los educandos y erigirla en un monumento en el altar de la sabiduría. Se debe enriquecer sus aptitudes con la energía radiactiva que emite prosperidad para el presente y el futuro. Claro que esto nunca lo conseguiremos con producciones de egoísmo y de maldad; nunca lo lograremos con actitudes de indolencia, negligencia e irresponsabilidad.

Entendamos claramente que la actualidad es tiempo propicio para madurar, desaprendiendo y reaprendiendo; para eliminar errores que se han convertido en hábitos; de expulsar de nuestras conciencias esa abulia y apatía que trae por la calle de la amargura a nuestra dignidad y por ende a nuestras obligaciones.

De desahuciar a la engreída soberbia y dar paso a la sencillez y humildad, para no creer que somos únicos, incomparables, indispensables y que todo lo sabemos. Si en verdad maduramos y, siendo honestos, podemos decir que nos convertimos en seres humanos de primera calidad. Si por desgracia nos agobia la adversidad, no aumentemos su poder con lamentaciones e injurias, sino contrarrestando sus efectos con entrega y sabiduría. Siendo grandes ante el infortunio superaremos sus consecuencias y alcanzaremos el mayor bienestar.

Creo que sería muy saludable que la ética, ciencia filosófica de la moral, fuera como una santa de nuestra devoción, la cual practicáramos con entusiasmo. Servir a la verdad es el más grande honor que podemos sentir, bañados en el manantial de la eficiencia, la paz y la libertad, luchando por una sociedad más humana y justa, por un gobierno edificado de equidad para bienestar de las familias y, sobre todo, por una educación de calidad que supere la formación de las nuevas generaciones.

Solamente así podremos lograr una realización plena y vivir en un mundo difícil sustentado de valores que nos conduzcan sanamente por el sendero del amor y la verdad. Y este afán de superación debemos de enfrentarlo los adultos pero con el interés puesto en nuestros seres queridos.

De ahí la necesidad de remodelar conciencias paternas que con un alto valor sentimental formen a sus hijos; de ahí la urgencia de capacitar y actualizar docentes que se identifiquen por su vocación y profesionalidad demostrada por la madurez de sus hechos y el amor a sus discípulos como prójimos. El proceso educativo no es responsabilidad exclusiva de una institución, sino compromiso compartido de toda una sociedad.

No es posible que el maestro enclaustre su desempeño entre los muros de un plantel, sino que, como un restaurador de voluntades, forjador de energía espiritual, dinamismo y solidaridad, sirva a la comunidad luchando por su existencia y permanencia y, tratar de acrecentar sus esfuerzos para un mayor progreso. La misión de un verdadero maestro es esta.

Tampoco se trata de paralizar al educando con el tedio y la rutina de un conocimiento técnico, sino llevarlo a la práctica, a la investigación y a que vaya madurando su experiencia. No se pretenda atiborrar al escolar de información y aprendizajes hechos, sino motivarlo a despertar, descubrir, conceptuar y ejercitar sus aptitudes, hábitos, habilidades, destrezas, valores y, que con actitud positiva aprenda gradualmente a valerse por sí mismo.

No se reclama que los padres de familia y la comunidad en general, descarguen toda la responsabilidad de la educación de los hijos en los maestros; sino que también sientan el compromiso de participar, impactar y sociabilizar su formación actuando con la presteza y funcionalidad debida.

Todos queremos una patria libre y victoriosa donde sus hijos se destaquen por su espíritu de triunfadores y, ello lo lograremos poniendo en manos de educadores capaces, creativos, honestos, leales, comprometidos, con iniciativa y optimismo, a nuestros queridos descendientes para que lleguen a ser fuente de superación y de progreso. Toda una educación basada, alimentada, por los supremos valores humanos, ya que es el único medio para que la niñez y la juventud descubran su vocación y logren revelar su misión.

Que nuestro código de conducta sea la moral, luchando por ser siempre fieles a la verdad. Declarémonos enemigos de la maldad, la mediocridad, la hipocresía, la manipulación y, de todo aquello que degrade nuestra existencia humana. Defendamos los principios de libertad porque ellos son los generadores de nuestra formación integral.

En la vida moderna se requiere que el ser humano desarrolle toda su capacidad con la firmeza del más ecuánime personaje; con una disposición de servicio como la resistencia de un niño para jugar; una rapidez mental y computarizada como la de una persona de negocios; una delicada sensibilidad de un artista; una sencillez de grandeza como la que irradia el más sincero de corazón.

Toda esta educación se debe despertar en el alma de los educandos y erigirla en un monumento en el altar de la sabiduría. Se debe enriquecer sus aptitudes con la energía radiactiva que emite prosperidad para el presente y el futuro. Claro que esto nunca lo conseguiremos con producciones de egoísmo y de maldad; nunca lo lograremos con actitudes de indolencia, negligencia e irresponsabilidad.