/ lunes 2 de noviembre de 2020

Nuestros fieles difuntos

Orar por los vivos y por los difuntos es una obra de misericordia. De la misma manera que ayudaríamos en vida a sus cuerpos enfermos, así, después de muertos, debemos apiadarnos de ellos rezando por el descanso eterno de sus almas.

Según nuestra fe católica podemos ofrecer oraciones, sacrificios, misas e incluso ganar y aplicar la indulgencia olenaria por los muertos, para que sus almas sean purificadas de sus pecados y puedan gozar de la presencia divina.

Los primeros misioneros que evangelizaron América introdujeron la costumbre, que aún perdura en algunos lugares, de reunirse y hacer un velorio. Aún se reza una novena, en la que los familiares se congregan para ofrecer a Dios oraciones por el difunto. También la iglesia, desde tiempo inmemorial, introdujo la costumbre de celebrar el día 2 de noviembre dedicado a los muertos, para ir al cementerio, llevar flores y elevar plegarias por nuestros seres queridos.

El 2 de noviembre es el día en que nuestros cementerios y, sobre todo, nuestro recuerdo y nuestro corazón se llenan de la memoria, de la oración ofrenda agradecidas y emocionadas a nuestros familiares y amigos difuntos.

Sin embargo, nuestro culto de veneración a los fieles difuntos no puede reducirse solamente a las visitas a los panteones, a la limpieza de las tumbas y llevar flores; se trata de un momento especial del año, en el que manifestamos con en la simplicidad de estos signos nuestra fe, y también nuestra esperanza cierta de saber que ellos ahora gozan de la paz de Dios y celebran junto a Él la liturgia eterna, la misa que no acaba.

También se sugiere aprovechar este Día de Muertos para orar por las almas de los difuntos que ya nadie recuerda. Como cristianos, estamos llamados a testimoniar la fe en Cristo resucitado, primicia de una entera humanidad llamada a la vida que no termina.

La muerte es, sin duda, alguna la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”.

Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, se ilumina y se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido. Ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a la nuestra condición pasajera y caduca. La muerte ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más profundo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.

Es necesario iluminar con la auténtica doctrina evangélica esta celebración, para darle todo su rico significado eclesial. El catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que quienes han muerto en gracia de Dios, pero sin estar plenamente purificados, ya están seguros de su salvación eterna, pero después de su muerte son sometidos a una purificación espiritual para que alcancen la santidad necesaria y puedan entrar al gozo celestial.

Esta convicción ha ido propiciando la práctica de la oración por los difuntos; ya en los comienzos del cristianismo la iglesia recordaba la memoria de los que “nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya en Cristo” y ha ofrecido sacrificios por ellos, especialmente el sacrificio de la eucaristía. El magisterio eclesiástico también recomienda ofrecer indulgencias y sacrificios a favor de nuestros hermanos que han muerto y que tienen necesidad de purificarse para entrar en el cielo.

Orar por los vivos y por los difuntos es una obra de misericordia. De la misma manera que ayudaríamos en vida a sus cuerpos enfermos, así, después de muertos, debemos apiadarnos de ellos rezando por el descanso eterno de sus almas.

Según nuestra fe católica podemos ofrecer oraciones, sacrificios, misas e incluso ganar y aplicar la indulgencia olenaria por los muertos, para que sus almas sean purificadas de sus pecados y puedan gozar de la presencia divina.

Los primeros misioneros que evangelizaron América introdujeron la costumbre, que aún perdura en algunos lugares, de reunirse y hacer un velorio. Aún se reza una novena, en la que los familiares se congregan para ofrecer a Dios oraciones por el difunto. También la iglesia, desde tiempo inmemorial, introdujo la costumbre de celebrar el día 2 de noviembre dedicado a los muertos, para ir al cementerio, llevar flores y elevar plegarias por nuestros seres queridos.

El 2 de noviembre es el día en que nuestros cementerios y, sobre todo, nuestro recuerdo y nuestro corazón se llenan de la memoria, de la oración ofrenda agradecidas y emocionadas a nuestros familiares y amigos difuntos.

Sin embargo, nuestro culto de veneración a los fieles difuntos no puede reducirse solamente a las visitas a los panteones, a la limpieza de las tumbas y llevar flores; se trata de un momento especial del año, en el que manifestamos con en la simplicidad de estos signos nuestra fe, y también nuestra esperanza cierta de saber que ellos ahora gozan de la paz de Dios y celebran junto a Él la liturgia eterna, la misa que no acaba.

También se sugiere aprovechar este Día de Muertos para orar por las almas de los difuntos que ya nadie recuerda. Como cristianos, estamos llamados a testimoniar la fe en Cristo resucitado, primicia de una entera humanidad llamada a la vida que no termina.

La muerte es, sin duda, alguna la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”.

Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, se ilumina y se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido. Ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a la nuestra condición pasajera y caduca. La muerte ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más profundo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.

Es necesario iluminar con la auténtica doctrina evangélica esta celebración, para darle todo su rico significado eclesial. El catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que quienes han muerto en gracia de Dios, pero sin estar plenamente purificados, ya están seguros de su salvación eterna, pero después de su muerte son sometidos a una purificación espiritual para que alcancen la santidad necesaria y puedan entrar al gozo celestial.

Esta convicción ha ido propiciando la práctica de la oración por los difuntos; ya en los comienzos del cristianismo la iglesia recordaba la memoria de los que “nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya en Cristo” y ha ofrecido sacrificios por ellos, especialmente el sacrificio de la eucaristía. El magisterio eclesiástico también recomienda ofrecer indulgencias y sacrificios a favor de nuestros hermanos que han muerto y que tienen necesidad de purificarse para entrar en el cielo.