/ domingo 22 de septiembre de 2019

Saber controlar el comportamiento de los hijos

Una buena interacción entre padres e hijos tiene mucho que ver con las normas que se establecen en cada hogar, pues en este tema de control, nuestras relaciones humanas deben ser determinadas por nosotros mismos y no esperar a que otras personas ajenas las quieran modificar.

Cuando marcamos los límites de conducta de nuestros hijos o les enviamos mensajes de moralidad o de valores, en el fondo estamos llevando un merecido control de bienestar. Bien se puede decir que nos la pasamos empeñados en que nuestros hijos aprendan a dominarse a sí mismos o, si no, sin excusa alguna tenemos que controlarlos por su bien y por el deber que surge de nuestro amor.

A veces, con la mejor de las intenciones, hacemos cosas exageradas para imponer nuestra autoridad y, nos equivocamos soberanamente en la fijación de límites, porque no podemos evaluar la lucha entre nuestros hijos y nosotros por el control. Los adolescentes necesitan entender y manejar ellos mismos los mecanismos que regulan su conducta para realizar una adaptación normal a la sociedad y evitar agresiones innecesarias o manipulaciones externas, cuyas intenciones no son siempre las mejores y, adicionalmente, fortalecer su imagen. El problema central radica en la manera de enseñar dicha necesidad.

En ocasiones los niños y los adolescentes, casi siempre de manera inconsciente, provocan situaciones que desesperan como padres, nos irritan hasta el punto de que no podemos aguantar más y terminamos por agredirlos física o verbalmente, de forma violenta, con gritos, gestos teatrales y desproporcionados, incluso usando palabras groseras; sin duda completamente descontrolados. Esta escenografía de control es una burda farsa que nuestra parte irracional de la personalidad manifiesta; dando lugar a que el niño o el adolescente lo detecten y aprenden a manipularnos.

Los padres pueden quedarse convencidos de que lograron su propósito, sin percatarse que la transacción no llegó a un acuerdo positivo y a mediano o largo plazo se darán de frente con la cruda realidad. Un muchacho puede recibir golpes o gritos y esto indudablemente le causará sufrimiento. No obstante, de modo implícito sabe que “enloqueció” al adulto y que de alguna manera lo venció.

Por desgracia, para la aspiración del padre o la madre, en un plano más profundo el adolescente puede evaluar la situación conflictiva como placentera e incorporar en su conducta un mecanismo disparador de aspavientos, como herramienta válida en relación con su progenitor.

Con respecto a esta dinámica, a veces los padres se desubican, se sienten culpables y se debilitan, asumiendo posiciones protectoras o demasiado permisivas, lo cual les resta eficiencia en el manejo de su autoridad. Por si fuera poco, su descontrol de adulto ocasiona un problemático círculo vicioso en el hijo, quien decidirá a propósito actuar mal, como muestra del control que siente ya suyo, produciendo los disgustos esperados pues, al perder los padres el dominio de sus emociones actúan irracionalmente y se exponen a quedar en ridículo y sin la orientación debida.

Un castigo, un regaño, aplicados bajo una explosión emocional desmedida y, que en realidad no es ninguna enseñanza, sino una simple descarga de nuestra ego y una demostración evidente de que nos faltan recursos para resolver tales situaciones creadas por nuestros hijos; son también acciones que nos ponen en evidencia delante de ellos.

Los jóvenes adultos si leen en nuestro comportamiento que tenemos un gran poder, puesto que, como padres, es nuestra obligación corregirlos pero de la manera más sana y conveniente. Podemos decir, como conclusión, que la mejor estrategia es utilizar el poder de la palabra desde que son pequeños, en lugar de recurrir a la violencia.

Aprendamos que no debemos estallar de forma agresiva ni aplicar medidas extremas de represión, sino más bien decidir ir poco a poco pensando, comprendiendo y siguiendo pasos sucesivos para dirigir la corrección. Es mejor mantener más o menos constante, cierto nivel de alerta sobre lo que nos puede molestar o causar angustia en nuestra vida cotidiana como personas.

Hagamos una revisión de nuestro esquema de normas y valores; es decir, lo que tratamos de enseñar partiendo de lo que no queremos ver en el comportamiento de nuestros hijos. De allí en adelante asegurémonos de estar atentos para detectar alguna siguiente manifestación.

Una técnica de anticipación siempre es más efectiva para detener un mal comportamiento que una explosión súbita de carácter que nos haga desconocer la proporción de las cosas e instalar un sistema de agresión que a la larga no resulte útil para nadie. En última instancia, puede renegociarse si el muchacho o la joven recapacitan y proponen una salida aceptable.

Tal actitud nuestra no nos hace perder autoridad por ceder ante una propuesta lógica. El resultado final de actuar guiados por la razón y no por la emoción es que ganaremos más respeto que miedo.

Una buena interacción entre padres e hijos tiene mucho que ver con las normas que se establecen en cada hogar, pues en este tema de control, nuestras relaciones humanas deben ser determinadas por nosotros mismos y no esperar a que otras personas ajenas las quieran modificar.

Cuando marcamos los límites de conducta de nuestros hijos o les enviamos mensajes de moralidad o de valores, en el fondo estamos llevando un merecido control de bienestar. Bien se puede decir que nos la pasamos empeñados en que nuestros hijos aprendan a dominarse a sí mismos o, si no, sin excusa alguna tenemos que controlarlos por su bien y por el deber que surge de nuestro amor.

A veces, con la mejor de las intenciones, hacemos cosas exageradas para imponer nuestra autoridad y, nos equivocamos soberanamente en la fijación de límites, porque no podemos evaluar la lucha entre nuestros hijos y nosotros por el control. Los adolescentes necesitan entender y manejar ellos mismos los mecanismos que regulan su conducta para realizar una adaptación normal a la sociedad y evitar agresiones innecesarias o manipulaciones externas, cuyas intenciones no son siempre las mejores y, adicionalmente, fortalecer su imagen. El problema central radica en la manera de enseñar dicha necesidad.

En ocasiones los niños y los adolescentes, casi siempre de manera inconsciente, provocan situaciones que desesperan como padres, nos irritan hasta el punto de que no podemos aguantar más y terminamos por agredirlos física o verbalmente, de forma violenta, con gritos, gestos teatrales y desproporcionados, incluso usando palabras groseras; sin duda completamente descontrolados. Esta escenografía de control es una burda farsa que nuestra parte irracional de la personalidad manifiesta; dando lugar a que el niño o el adolescente lo detecten y aprenden a manipularnos.

Los padres pueden quedarse convencidos de que lograron su propósito, sin percatarse que la transacción no llegó a un acuerdo positivo y a mediano o largo plazo se darán de frente con la cruda realidad. Un muchacho puede recibir golpes o gritos y esto indudablemente le causará sufrimiento. No obstante, de modo implícito sabe que “enloqueció” al adulto y que de alguna manera lo venció.

Por desgracia, para la aspiración del padre o la madre, en un plano más profundo el adolescente puede evaluar la situación conflictiva como placentera e incorporar en su conducta un mecanismo disparador de aspavientos, como herramienta válida en relación con su progenitor.

Con respecto a esta dinámica, a veces los padres se desubican, se sienten culpables y se debilitan, asumiendo posiciones protectoras o demasiado permisivas, lo cual les resta eficiencia en el manejo de su autoridad. Por si fuera poco, su descontrol de adulto ocasiona un problemático círculo vicioso en el hijo, quien decidirá a propósito actuar mal, como muestra del control que siente ya suyo, produciendo los disgustos esperados pues, al perder los padres el dominio de sus emociones actúan irracionalmente y se exponen a quedar en ridículo y sin la orientación debida.

Un castigo, un regaño, aplicados bajo una explosión emocional desmedida y, que en realidad no es ninguna enseñanza, sino una simple descarga de nuestra ego y una demostración evidente de que nos faltan recursos para resolver tales situaciones creadas por nuestros hijos; son también acciones que nos ponen en evidencia delante de ellos.

Los jóvenes adultos si leen en nuestro comportamiento que tenemos un gran poder, puesto que, como padres, es nuestra obligación corregirlos pero de la manera más sana y conveniente. Podemos decir, como conclusión, que la mejor estrategia es utilizar el poder de la palabra desde que son pequeños, en lugar de recurrir a la violencia.

Aprendamos que no debemos estallar de forma agresiva ni aplicar medidas extremas de represión, sino más bien decidir ir poco a poco pensando, comprendiendo y siguiendo pasos sucesivos para dirigir la corrección. Es mejor mantener más o menos constante, cierto nivel de alerta sobre lo que nos puede molestar o causar angustia en nuestra vida cotidiana como personas.

Hagamos una revisión de nuestro esquema de normas y valores; es decir, lo que tratamos de enseñar partiendo de lo que no queremos ver en el comportamiento de nuestros hijos. De allí en adelante asegurémonos de estar atentos para detectar alguna siguiente manifestación.

Una técnica de anticipación siempre es más efectiva para detener un mal comportamiento que una explosión súbita de carácter que nos haga desconocer la proporción de las cosas e instalar un sistema de agresión que a la larga no resulte útil para nadie. En última instancia, puede renegociarse si el muchacho o la joven recapacitan y proponen una salida aceptable.

Tal actitud nuestra no nos hace perder autoridad por ceder ante una propuesta lógica. El resultado final de actuar guiados por la razón y no por la emoción es que ganaremos más respeto que miedo.