/ sábado 8 de diciembre de 2018

Episcopeo


Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos…


En este segundo domingo de Adviento, un anuncio resuena con claridad, en boca de Juan Bautista: «preparaos a recibir al Señor, que viene a traer la salvación». El precursor del Mesías, Juan Bautista, se sirve de la bella imagen del camino llano y recto, con la que el profeta Baruc destaca el protagonismo de Dios en el retorno de su pueblo desde el destierro a la patria, para invitar a todos los hombres a preparar el camino al que viene de parte de Dios a cumplir la esperanza de la salvación definitiva del mundo, entendida como comunión de vida y de amor con Dios.

El profeta no escatima imágenes para expresar sobreabundantemente el exceso de amor con que Dios facilitará a su pueblo Israel el retorno a la patria, protegiendo con sombra el camino y perfumándolo con la fragancia de árboles aromáticos. El Bautista nos exhorta, a quienes nos preparamos para la celebración de la Navidad, a no desaprovechar la ocasión de gracia que nos brinda el Señor.

Deliberadamente, la Iglesia yuxtapone las dos venidas de Cristo: una en humildad, por su nacimiento, y otra en gloria, el día de su manifestación, al fin de los tiempos. Por eso el domingo pasado (comienzo del año litúrgico) seguían resonando los ecos de la parusía (o venida en gloria del Señor) de los domingos finales del año litúrgico precedente. Y es que la obra de la salvación no es una acción puntual de Dios solo (que aniquila todo el mal del mundo, al cual restablece en su máximo esplendor), sino una tarea procesual colaborativa de Dios y del hombre: de Dios que puso en marcha el proyecto de la creación en fase inicial, llamando a todo a la existencia a partir de nada; pero que ha querido contar con el hombre desde que éste apareció en el mundo, como factor humanizador de la naturaleza; de Dios, en fin, que consumará la historia y el universo, llevándolos a su plenitud por una transformación divinizante sobrenatural, que sólo Él puede realizar, aunque respetando y multiplicando la obra realizada por el hombre.

Jesús vino al mundo en carne mortal naciendo en Belén de la Virgen María para iniciar la redención del hombre. Después de llevar a cabo la obra encomendada por el Padre, subió al cielo desde donde envió al Espíritu Santo, para que asistiera a su Iglesia en la misión de difundir el Evangelio y de actuar en el mundo como levadura que transforma la masa, preparando así, con su actividad, la recreación del hombre y del mundo, disponiéndolos para el establecimiento definitivo del Reino de Dios, en el que Dios lo será todo en todas las cosas, tras haber sido desactivados todos los poderes contrarios a Dios, de forma que sólo prevalezcan los valores acordes con Dios.

Nos encontramos en la segunda semana del año litúrgico, dentro el Adviento, tiempo de preparación para la Navidad, a fin de acoger al Niño Dios con un corazón bien dispuesto. Pues, en la Navidad, celebramos la venida del Señor en humildad, en todo semejante a nosotros menos en el pecado.

En Jesús, Dios viene al encuentro del hombre: Dios Hijo en persona se hace hombre –culmen del universo y guía y guardián del cosmos–, sellando con la humanidad un compromiso indestructible, en su empeño por llevar a la creación a la salvación, que es para lo que Dios la creó. La salvación de la creación consiste en la plena comunión de ésta con Dios.

Pero esta comunión no se produce a la fuerza, sino mediando la libre aceptación y actuación del hombre; en realidad, el hombre más que trabajar por asemejarse a Dios, ha de dejarse transformar por Él sin oponer resistencia.

El hombre ha sido dotado de la capacidad de responder a Dios y puede poner de su parte los actos conducentes a su asimilación con Dios: como quitar los obstáculos que impiden a Dios obrar en él; evitar las ocasiones de pecado; reservar un tiempo para encontrarse a solas con Él en oración; fomentar acciones acordes con la voluntad de Dios… Por su parte, Dios dará al hombre el gusto de su palabra y de su trato, el deseo de agradarle, el gozo de su amistad…

En esta relación recíproca del hombre con Dios, corresponde a Dios la iniciativa, al haber comenzado en nosotros la obra de la salvación por medio del Bautismo, incorporándonos a Cristo y haciéndonos partícipes de su vida de Hijo de Dios. Lo que más debe distinguirnos como hijos de un Padre, que es todo Amor (nos instruye el apóstol san Pablo), es el amor de los unos hacia los otros. Porque, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn 4,11).



Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos…


En este segundo domingo de Adviento, un anuncio resuena con claridad, en boca de Juan Bautista: «preparaos a recibir al Señor, que viene a traer la salvación». El precursor del Mesías, Juan Bautista, se sirve de la bella imagen del camino llano y recto, con la que el profeta Baruc destaca el protagonismo de Dios en el retorno de su pueblo desde el destierro a la patria, para invitar a todos los hombres a preparar el camino al que viene de parte de Dios a cumplir la esperanza de la salvación definitiva del mundo, entendida como comunión de vida y de amor con Dios.

El profeta no escatima imágenes para expresar sobreabundantemente el exceso de amor con que Dios facilitará a su pueblo Israel el retorno a la patria, protegiendo con sombra el camino y perfumándolo con la fragancia de árboles aromáticos. El Bautista nos exhorta, a quienes nos preparamos para la celebración de la Navidad, a no desaprovechar la ocasión de gracia que nos brinda el Señor.

Deliberadamente, la Iglesia yuxtapone las dos venidas de Cristo: una en humildad, por su nacimiento, y otra en gloria, el día de su manifestación, al fin de los tiempos. Por eso el domingo pasado (comienzo del año litúrgico) seguían resonando los ecos de la parusía (o venida en gloria del Señor) de los domingos finales del año litúrgico precedente. Y es que la obra de la salvación no es una acción puntual de Dios solo (que aniquila todo el mal del mundo, al cual restablece en su máximo esplendor), sino una tarea procesual colaborativa de Dios y del hombre: de Dios que puso en marcha el proyecto de la creación en fase inicial, llamando a todo a la existencia a partir de nada; pero que ha querido contar con el hombre desde que éste apareció en el mundo, como factor humanizador de la naturaleza; de Dios, en fin, que consumará la historia y el universo, llevándolos a su plenitud por una transformación divinizante sobrenatural, que sólo Él puede realizar, aunque respetando y multiplicando la obra realizada por el hombre.

Jesús vino al mundo en carne mortal naciendo en Belén de la Virgen María para iniciar la redención del hombre. Después de llevar a cabo la obra encomendada por el Padre, subió al cielo desde donde envió al Espíritu Santo, para que asistiera a su Iglesia en la misión de difundir el Evangelio y de actuar en el mundo como levadura que transforma la masa, preparando así, con su actividad, la recreación del hombre y del mundo, disponiéndolos para el establecimiento definitivo del Reino de Dios, en el que Dios lo será todo en todas las cosas, tras haber sido desactivados todos los poderes contrarios a Dios, de forma que sólo prevalezcan los valores acordes con Dios.

Nos encontramos en la segunda semana del año litúrgico, dentro el Adviento, tiempo de preparación para la Navidad, a fin de acoger al Niño Dios con un corazón bien dispuesto. Pues, en la Navidad, celebramos la venida del Señor en humildad, en todo semejante a nosotros menos en el pecado.

En Jesús, Dios viene al encuentro del hombre: Dios Hijo en persona se hace hombre –culmen del universo y guía y guardián del cosmos–, sellando con la humanidad un compromiso indestructible, en su empeño por llevar a la creación a la salvación, que es para lo que Dios la creó. La salvación de la creación consiste en la plena comunión de ésta con Dios.

Pero esta comunión no se produce a la fuerza, sino mediando la libre aceptación y actuación del hombre; en realidad, el hombre más que trabajar por asemejarse a Dios, ha de dejarse transformar por Él sin oponer resistencia.

El hombre ha sido dotado de la capacidad de responder a Dios y puede poner de su parte los actos conducentes a su asimilación con Dios: como quitar los obstáculos que impiden a Dios obrar en él; evitar las ocasiones de pecado; reservar un tiempo para encontrarse a solas con Él en oración; fomentar acciones acordes con la voluntad de Dios… Por su parte, Dios dará al hombre el gusto de su palabra y de su trato, el deseo de agradarle, el gozo de su amistad…

En esta relación recíproca del hombre con Dios, corresponde a Dios la iniciativa, al haber comenzado en nosotros la obra de la salvación por medio del Bautismo, incorporándonos a Cristo y haciéndonos partícipes de su vida de Hijo de Dios. Lo que más debe distinguirnos como hijos de un Padre, que es todo Amor (nos instruye el apóstol san Pablo), es el amor de los unos hacia los otros. Porque, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn 4,11).


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