/ sábado 12 de enero de 2019

Episcopeo

Con el domingo de hoy, Bautismo del Señor, cerramos el ciclo litúrgico de la Navidad. Vemos en la primera parte del evangelio que Juan el Bautista, último profeta del Antiguo Testamento, tiene como función preparar la llegada del Mesías; a partir de este momento, Jesús, el salvador de toda la humanidad, será el centro de la historia.

Juan el Bautista no intenta usurpar un puesto que no le corresponde, ni tiene la pretensión de hacerse pasar por el Mesías. Él era solamente la voz que preparaba el camino de quien es mucho más fuerte que él (3,16). El Bautista, hombre humilde, reconoce que no es nadie en comparación con aquel cuyo camino está preparando. Con una actitud humilde hacia Jesús, dice de él: yo no merezco desatarle la correa de sus sandalias (3,16). Desatar las sandalias era misión propia de esclavos. El Bautista ante el Mesías se siente siervo, esclavo. No es fácil reconocer que no somos los mejores, sino que hay otros mejores que nosotros. Para reconocer esto se requiere de auténtica humildad.

La segunda parte del texto evangélico, más que centrarse en el Bautismo de Jesús, el evangelista pone el acento en la manifestación de Dios; éste es el centro de la escena, no el bautismo, sino los hechos que le acompañan: se abren los cielos, el Espíritu desciende sobre él y se oye una voz que anuncia la identidad de Jesús. (3,22). El bautismo y la oración de Jesús son simples circunstancias para encuadrar el hecho. Jesús se pone en la fila de los pecadores, que habían acudido a bautizarse; se siente solidario con ellos. El bautismo de Jesús es como la preparación inmediata a su vida pública, es la primera manifestación como el Mesías, como el Hijo de Dios.

En el relato aparece -como hecho fundamental- toda la Trinidad actuando y revelando quién es aquel personaje que se bautiza: Es el Hijo de Dios, el ungido, el Mesías, el siervo de Dios. Sobre él testifica el Padre afirmando quién es su Hijo para Él, y afirmando de Él que es el amado y en quien se complace. Es Dios mismo, no el Bautista, quien diseña los rasgos de su Hijo. La paloma es símbolo del Espíritu de Dios que invadió a los profetas, pero que ahora viene en plenitud sobre el Mesías; sirve para indicar que con la venida del Señor se da una presencia total de Dios, y que consagra a Jesucristo para su misión salvífica. Ya el profeta Isaías había afirmado del Mesías: Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él. En este siervo vemos la figura de Jesús, el preferido por Dios, porque con sus sufrimientos, salvará a su pueblo. (Is 42,1). Y en el prefacio de la misa rezamos: Hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en Él al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres.


La Palabra de Dios nos invita hoy, como comenta S. Agustín, a contemplar el rostro de Jesús: en aquel rostro nosotros llegamos a entrever también nuestros trazos, los de hijo adoptivo que nuestro bautismo revela. El Evangelio no es algo de ayer que ya no nos afecta, ni algo que ocurrirá en un futuro lejano. El Evangelio es hoy, es actualidad, es ahora. Dios nos engendra como hijos suyos siempre, nunca deja de ser Padre. La filiación es una constante, porque la salvación ocurre en el presente de cada persona. Y porque el Padre tiene complacencia en su Hijo nuestro salvador, también los creyentes somos aceptados como hijos suyos y si aceptamos a Cristo como nuestro salvador, también el Padre tendrá su complacencia en nosotros.


Con el domingo de hoy, Bautismo del Señor, cerramos el ciclo litúrgico de la Navidad. Vemos en la primera parte del evangelio que Juan el Bautista, último profeta del Antiguo Testamento, tiene como función preparar la llegada del Mesías; a partir de este momento, Jesús, el salvador de toda la humanidad, será el centro de la historia.

Juan el Bautista no intenta usurpar un puesto que no le corresponde, ni tiene la pretensión de hacerse pasar por el Mesías. Él era solamente la voz que preparaba el camino de quien es mucho más fuerte que él (3,16). El Bautista, hombre humilde, reconoce que no es nadie en comparación con aquel cuyo camino está preparando. Con una actitud humilde hacia Jesús, dice de él: yo no merezco desatarle la correa de sus sandalias (3,16). Desatar las sandalias era misión propia de esclavos. El Bautista ante el Mesías se siente siervo, esclavo. No es fácil reconocer que no somos los mejores, sino que hay otros mejores que nosotros. Para reconocer esto se requiere de auténtica humildad.

La segunda parte del texto evangélico, más que centrarse en el Bautismo de Jesús, el evangelista pone el acento en la manifestación de Dios; éste es el centro de la escena, no el bautismo, sino los hechos que le acompañan: se abren los cielos, el Espíritu desciende sobre él y se oye una voz que anuncia la identidad de Jesús. (3,22). El bautismo y la oración de Jesús son simples circunstancias para encuadrar el hecho. Jesús se pone en la fila de los pecadores, que habían acudido a bautizarse; se siente solidario con ellos. El bautismo de Jesús es como la preparación inmediata a su vida pública, es la primera manifestación como el Mesías, como el Hijo de Dios.

En el relato aparece -como hecho fundamental- toda la Trinidad actuando y revelando quién es aquel personaje que se bautiza: Es el Hijo de Dios, el ungido, el Mesías, el siervo de Dios. Sobre él testifica el Padre afirmando quién es su Hijo para Él, y afirmando de Él que es el amado y en quien se complace. Es Dios mismo, no el Bautista, quien diseña los rasgos de su Hijo. La paloma es símbolo del Espíritu de Dios que invadió a los profetas, pero que ahora viene en plenitud sobre el Mesías; sirve para indicar que con la venida del Señor se da una presencia total de Dios, y que consagra a Jesucristo para su misión salvífica. Ya el profeta Isaías había afirmado del Mesías: Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él. En este siervo vemos la figura de Jesús, el preferido por Dios, porque con sus sufrimientos, salvará a su pueblo. (Is 42,1). Y en el prefacio de la misa rezamos: Hiciste descender tu voz desde el cielo, para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús, para que los hombres reconociesen en Él al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres.


La Palabra de Dios nos invita hoy, como comenta S. Agustín, a contemplar el rostro de Jesús: en aquel rostro nosotros llegamos a entrever también nuestros trazos, los de hijo adoptivo que nuestro bautismo revela. El Evangelio no es algo de ayer que ya no nos afecta, ni algo que ocurrirá en un futuro lejano. El Evangelio es hoy, es actualidad, es ahora. Dios nos engendra como hijos suyos siempre, nunca deja de ser Padre. La filiación es una constante, porque la salvación ocurre en el presente de cada persona. Y porque el Padre tiene complacencia en su Hijo nuestro salvador, también los creyentes somos aceptados como hijos suyos y si aceptamos a Cristo como nuestro salvador, también el Padre tendrá su complacencia en nosotros.


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