/ sábado 26 de enero de 2019

Episcopeo

Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro (I Cor 12, 27).


Tras los dos últimos domingos, en los que hemos recordado el Bautismo de Jesús y su primer milagro en las Bodas de Caná, ya sabemos quién es aquel niño nacido en Belén. Faltaba una presentación oficial, acto que va a tener lugar con motivo de la celebración de una asamblea litúrgica en la ciudad en que se había criado: Nazaret. Las dos circunstancias que rodean el acto –la sinagoga y el pueblo que asiste– han inspirado la elección de las tres lecturas de este domingo, las cuales quieren constituir una auténtica meditación sobre la Comunidad cristiana, es decir, sobre la Iglesia, una Iglesia que hemos tenido muy presente en el recién terminado Octavario por la Unión de todas las Iglesias cristianas.

Por cierto que la imagen de la Iglesia que Dios quiere la encontramos en la asamblea litúrgica que nos presenta la primera lectura que hemos escuchado. El pueblo, recién llegado del destierro de Babilonia, celebra reunido la palabra: Esdras lee el libro sagrado, los levitas la comentan, el pueblo escucha atento: después celebrarán con alegría desbordante el banquete. El esbozo de aquella celebración se completará con el pasaje evangélico que hemos leído. Aquí vemos que Jesús ha usado el mismo procedimiento al dirigirse a sus paisanos en la sinagoga de Nazaret; ambas imágenes las vivimos nosotros plenamente en nuestras liturgias cristianas. En la de hoy ha tenido lugar la auto-presentación oficial de Jesús, haciendo suyas las palabras del profeta: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,21).

La palabra de Dios, escuchada comunitariamente, nos compromete mucho más que meditada en privado, porque nos compromete con los hermanos presentes. Por eso mismo, un verdadero cristiano jamás podrá decir: “Jesús sí. Iglesia no”. Ahí está el apóstol san Pablo que nos dirá en la segunda lectura que nosotros somos el cuerpo de Cristo (I Cor 12, 27), afirmación esta de la que nace el compromiso comunitario, es decir, la gran ley de la unidad y de la solidaridad cristiana. La comunidad, Cuerpo de Cristo, está fundada en la diversidad de dones del Espíritu, los cuales pertenecen, a su vez, a su esencia y constituyen la razón del funcionamiento de la misma comunidad.

San Agustín nos llamaría a tomar viva conciencia de esta realidad, reflexionando sobre la Eucaristía y teniendo en cuenta el pasaje paulino vosotros sois el cuerpo de Cristo. Dice el Santo: “Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois. A lo que sois respondéis con el Amén y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: El cuerpo de Cristo, y respondes: Amén” (Sermón 272). Es decir, en la comunión no sólo recibimos a Cristo, Cabeza de ese Cuerpo, sino a todos los que formamos parte de ese Cuerpo. ¡Nos recibimos mutuamente!

Aún más: esta unión con los miembros del mismo Cuerpo nos debe llevar a una apertura solidaria generalizada. El texto del profeta Isaías leído por Jesús que, en aquel momento se cumple en Él, ha de tener continuidad en la Iglesia a través de cada uno de nosotros. Y ahí están las tareas que hemos de llevar a cabo, como miembros que somos de esa Iglesia: El Espíritu del Señor… me ha enviado evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista, etc. (Para terminar afirmando): Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,18).

Entre los numerosos mensajes que la Iglesia, al final de Concilio Vaticano II, dirigió al mundo, uno de los que más llaman la atención es el que dedicó conjuntamente a los pobres, a los enfermos, a los abandonados, a los minusvalorados en su dignidad: “Vosotros –les dice– sois los preferidos en el reino de Dios… Vosotros sois los hermanos de Cristo paciente y con Él, si queréis, salváis al mundo”. En el mensaje iba incluida esta llamada: “Cada uno de ellos debería sentir, de alguna manera, que para nosotros él era hijo de Dios y miembro del Cuerpo de Cristo”. Es el encargo del Concilio que aún continúa vigente para todos nosotros.

Se trata siempre de la liberación integral del hombre, que no se logra sino a base de amor y de perdón, de tolerancia y libertad, de respeto a la dignidad de la persona, de servicio a la verdad y a la vida, de la promoción del pobre y desvalido, de la fraternidad y la solidaridad; y todo ello, desde una religiosidad auténtica por la práctica de las bienaventuranzas. Sin esto será imposible testimoniar al Dios de nuestro Señor Jesucristo que, por encima de todo, es Padre que nos ama, nos quiere hermanos unos de otros y nos convoca a la unidad de su Iglesia. Y, por eso, toda denuncia profética, todo compromiso y toda lucha cristina por la libertad del hombre excluyen, a ejemplo de Cristo, la violencia y la revolución del odio.


Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro (I Cor 12, 27).


Tras los dos últimos domingos, en los que hemos recordado el Bautismo de Jesús y su primer milagro en las Bodas de Caná, ya sabemos quién es aquel niño nacido en Belén. Faltaba una presentación oficial, acto que va a tener lugar con motivo de la celebración de una asamblea litúrgica en la ciudad en que se había criado: Nazaret. Las dos circunstancias que rodean el acto –la sinagoga y el pueblo que asiste– han inspirado la elección de las tres lecturas de este domingo, las cuales quieren constituir una auténtica meditación sobre la Comunidad cristiana, es decir, sobre la Iglesia, una Iglesia que hemos tenido muy presente en el recién terminado Octavario por la Unión de todas las Iglesias cristianas.

Por cierto que la imagen de la Iglesia que Dios quiere la encontramos en la asamblea litúrgica que nos presenta la primera lectura que hemos escuchado. El pueblo, recién llegado del destierro de Babilonia, celebra reunido la palabra: Esdras lee el libro sagrado, los levitas la comentan, el pueblo escucha atento: después celebrarán con alegría desbordante el banquete. El esbozo de aquella celebración se completará con el pasaje evangélico que hemos leído. Aquí vemos que Jesús ha usado el mismo procedimiento al dirigirse a sus paisanos en la sinagoga de Nazaret; ambas imágenes las vivimos nosotros plenamente en nuestras liturgias cristianas. En la de hoy ha tenido lugar la auto-presentación oficial de Jesús, haciendo suyas las palabras del profeta: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,21).

La palabra de Dios, escuchada comunitariamente, nos compromete mucho más que meditada en privado, porque nos compromete con los hermanos presentes. Por eso mismo, un verdadero cristiano jamás podrá decir: “Jesús sí. Iglesia no”. Ahí está el apóstol san Pablo que nos dirá en la segunda lectura que nosotros somos el cuerpo de Cristo (I Cor 12, 27), afirmación esta de la que nace el compromiso comunitario, es decir, la gran ley de la unidad y de la solidaridad cristiana. La comunidad, Cuerpo de Cristo, está fundada en la diversidad de dones del Espíritu, los cuales pertenecen, a su vez, a su esencia y constituyen la razón del funcionamiento de la misma comunidad.

San Agustín nos llamaría a tomar viva conciencia de esta realidad, reflexionando sobre la Eucaristía y teniendo en cuenta el pasaje paulino vosotros sois el cuerpo de Cristo. Dice el Santo: “Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois. A lo que sois respondéis con el Amén y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: El cuerpo de Cristo, y respondes: Amén” (Sermón 272). Es decir, en la comunión no sólo recibimos a Cristo, Cabeza de ese Cuerpo, sino a todos los que formamos parte de ese Cuerpo. ¡Nos recibimos mutuamente!

Aún más: esta unión con los miembros del mismo Cuerpo nos debe llevar a una apertura solidaria generalizada. El texto del profeta Isaías leído por Jesús que, en aquel momento se cumple en Él, ha de tener continuidad en la Iglesia a través de cada uno de nosotros. Y ahí están las tareas que hemos de llevar a cabo, como miembros que somos de esa Iglesia: El Espíritu del Señor… me ha enviado evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista, etc. (Para terminar afirmando): Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4,18).

Entre los numerosos mensajes que la Iglesia, al final de Concilio Vaticano II, dirigió al mundo, uno de los que más llaman la atención es el que dedicó conjuntamente a los pobres, a los enfermos, a los abandonados, a los minusvalorados en su dignidad: “Vosotros –les dice– sois los preferidos en el reino de Dios… Vosotros sois los hermanos de Cristo paciente y con Él, si queréis, salváis al mundo”. En el mensaje iba incluida esta llamada: “Cada uno de ellos debería sentir, de alguna manera, que para nosotros él era hijo de Dios y miembro del Cuerpo de Cristo”. Es el encargo del Concilio que aún continúa vigente para todos nosotros.

Se trata siempre de la liberación integral del hombre, que no se logra sino a base de amor y de perdón, de tolerancia y libertad, de respeto a la dignidad de la persona, de servicio a la verdad y a la vida, de la promoción del pobre y desvalido, de la fraternidad y la solidaridad; y todo ello, desde una religiosidad auténtica por la práctica de las bienaventuranzas. Sin esto será imposible testimoniar al Dios de nuestro Señor Jesucristo que, por encima de todo, es Padre que nos ama, nos quiere hermanos unos de otros y nos convoca a la unidad de su Iglesia. Y, por eso, toda denuncia profética, todo compromiso y toda lucha cristina por la libertad del hombre excluyen, a ejemplo de Cristo, la violencia y la revolución del odio.


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