/ sábado 25 de mayo de 2019

EPISCOPEO

Al acercarse la fiesta de Pentecostés, con la que concluiremos el tiempo pascual, los textos litúrgicos de este Domingo VI apuntan al Espíritu Santo y a su actividad en la Iglesia. Aunque en las tres lecturas se alude a la Tercera Persona de la Trinidad, es, sobre todo, en el pasaje evangélico donde se encuentran los principales elementos relacionados, tanto con dicha Persona Divina como con la Iglesia. Efectivamente, Jesús se va, pero promete que les enviará el Espíritu Santo, que les recordará todo lo que Él les ha dicho. Aún más: aunque se va, les ha asegurado también que Él se queda. Ahí están sus palabras: yo estoy con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28,21).

En el pasaje evangélico que hemos leído Jesús nos recuerda una revelación entrañable, hecha en la cena de su despedida y que nosotros debemos “guardar”, si queremos afirmar que creemos en Él: Nos lo dice a cada uno de nosotros así: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré (Jn 14, 21). Nos promete, además, su paz, su alegría, su felicidad. Y, sobre todo, promete a sus apóstoles que el Padre les enviará al Espíritu Santo, el Defensor-Abogado, que va a ser el que les enseñará todo y les recordará cuanto les ha dicho, para que, ellos, a su vez, se lo enseñen a todos los hombres. Debería ser suficiente lo que nos dice Jesús para saber quién es el Espíritu Santo para que se le atribuyan tales funciones.

Hubo una comunidad primitiva, que aceptando lo que predicaba algún predicador poco versado en la enseñanza cristiana, habían recibido, incluso “el bautismo de Juan” y se creían cristianos. El caso lo encontramos en la comunidad de Éfeso, adonde llegó san Pablo y lo primero que les preguntó fue esto: ¿Recibisteis el Espíritu Santo? Contestaron: Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo. Él les dijo: Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? Respondieron: el bautismo de Juan (Hch 19, 2). Ignoraban que el bautismo de Juan era un rito penitencial, un sencillo compromiso de cambio de vida, rito que había caducado cuando Jesús lo convirtió en un sacramento que limpia los pecados y da la gracia, administrado en nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Con ello había surgido una fuerte tensión en el interior de la comunidad cristiana y se planteó con fuerza este dilema: el caduco legalismo mosaico o la nueva ley de libertad en Cristo, la vieja Sinagoga del Antiguo Testamento o la nueva Iglesia de Jesús, cerrar o abrir el evangelio al mundo y a la cultura grecorromana, anquilosar la comunidad cristiana en el estrecho círculo de una secta racial o convertirla en Iglesia universal. Escribiendo San Pablo a los Gálatas apunta el problema que se había creado: Esos falsos hermanos que se infiltraron para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús y esclavizarnos (Gal 2, 4). Por ello el propio Pablo junto con Bernabé se presentaron en Jerusalén para solicitar un pronunciamiento sobre la cuestión por parte de los Apóstoles.

Pues bien, el considerado Concilio Apostólico de Jerusalén (celebrado hacia el año 49) dio la respuesta conjunta del Espíritu Santo, de los apóstoles y de todos los miembros de “Iglesia madre” a los hermanos convertidos a la fe cristiana. Fue la carta apostólica de la libertad en Cristo, página esplendorosa de la historia de la Iglesia. Ésta fue la fórmula que sancionaba el conflicto: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables (Hch 15, 28). Los nuevos cristianos no debían ser sometidos a la circuncisión y a otras prácticas cultuales judaicas.

En esa Iglesia estamos nosotros y en ella cada uno de sus miembros es morada personal de un Dios que nos ama, si guardamos su palabra. Su consigna-resumen, su mandamiento nuevo, es abrirse a los hermanos y amarlos como Él los amó, porque son el lugar de la presencia de Dios aquí y ahora, encarnación y prolongación de Cristo mismo. Él fue quien inauguró un nuevo estilo de religión en espíritu y en verdad, sin mediaciones que anulen al hombre en su relación personal con Dios, con el mundo y con los demás hombres.

Las religiones naturales inventaron las mediaciones sacras para salvar la distancia abismal entre la divinidad y los mortales. Incluso la religión revelada del Antiguo Testamento estableció la mediación básica de la ley mosaica y del culto del templo de Jerusalén que concretaban la alianza de Dios con su pueblo. En cambio la religión que funda Jesucristo no necesita sacralizar mediaciones externas, pues la presencia de Dios en la comunidad creyente y en cada uno de sus miembros es un contacto tan directo como el amor personal. Jesús, el Padre y el Espíritu moran en el que ama a Cristo mediante la guarda de su palabra.

Al acercarse la fiesta de Pentecostés, con la que concluiremos el tiempo pascual, los textos litúrgicos de este Domingo VI apuntan al Espíritu Santo y a su actividad en la Iglesia. Aunque en las tres lecturas se alude a la Tercera Persona de la Trinidad, es, sobre todo, en el pasaje evangélico donde se encuentran los principales elementos relacionados, tanto con dicha Persona Divina como con la Iglesia. Efectivamente, Jesús se va, pero promete que les enviará el Espíritu Santo, que les recordará todo lo que Él les ha dicho. Aún más: aunque se va, les ha asegurado también que Él se queda. Ahí están sus palabras: yo estoy con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28,21).

En el pasaje evangélico que hemos leído Jesús nos recuerda una revelación entrañable, hecha en la cena de su despedida y que nosotros debemos “guardar”, si queremos afirmar que creemos en Él: Nos lo dice a cada uno de nosotros así: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré (Jn 14, 21). Nos promete, además, su paz, su alegría, su felicidad. Y, sobre todo, promete a sus apóstoles que el Padre les enviará al Espíritu Santo, el Defensor-Abogado, que va a ser el que les enseñará todo y les recordará cuanto les ha dicho, para que, ellos, a su vez, se lo enseñen a todos los hombres. Debería ser suficiente lo que nos dice Jesús para saber quién es el Espíritu Santo para que se le atribuyan tales funciones.

Hubo una comunidad primitiva, que aceptando lo que predicaba algún predicador poco versado en la enseñanza cristiana, habían recibido, incluso “el bautismo de Juan” y se creían cristianos. El caso lo encontramos en la comunidad de Éfeso, adonde llegó san Pablo y lo primero que les preguntó fue esto: ¿Recibisteis el Espíritu Santo? Contestaron: Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo. Él les dijo: Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? Respondieron: el bautismo de Juan (Hch 19, 2). Ignoraban que el bautismo de Juan era un rito penitencial, un sencillo compromiso de cambio de vida, rito que había caducado cuando Jesús lo convirtió en un sacramento que limpia los pecados y da la gracia, administrado en nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Con ello había surgido una fuerte tensión en el interior de la comunidad cristiana y se planteó con fuerza este dilema: el caduco legalismo mosaico o la nueva ley de libertad en Cristo, la vieja Sinagoga del Antiguo Testamento o la nueva Iglesia de Jesús, cerrar o abrir el evangelio al mundo y a la cultura grecorromana, anquilosar la comunidad cristiana en el estrecho círculo de una secta racial o convertirla en Iglesia universal. Escribiendo San Pablo a los Gálatas apunta el problema que se había creado: Esos falsos hermanos que se infiltraron para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús y esclavizarnos (Gal 2, 4). Por ello el propio Pablo junto con Bernabé se presentaron en Jerusalén para solicitar un pronunciamiento sobre la cuestión por parte de los Apóstoles.

Pues bien, el considerado Concilio Apostólico de Jerusalén (celebrado hacia el año 49) dio la respuesta conjunta del Espíritu Santo, de los apóstoles y de todos los miembros de “Iglesia madre” a los hermanos convertidos a la fe cristiana. Fue la carta apostólica de la libertad en Cristo, página esplendorosa de la historia de la Iglesia. Ésta fue la fórmula que sancionaba el conflicto: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables (Hch 15, 28). Los nuevos cristianos no debían ser sometidos a la circuncisión y a otras prácticas cultuales judaicas.

En esa Iglesia estamos nosotros y en ella cada uno de sus miembros es morada personal de un Dios que nos ama, si guardamos su palabra. Su consigna-resumen, su mandamiento nuevo, es abrirse a los hermanos y amarlos como Él los amó, porque son el lugar de la presencia de Dios aquí y ahora, encarnación y prolongación de Cristo mismo. Él fue quien inauguró un nuevo estilo de religión en espíritu y en verdad, sin mediaciones que anulen al hombre en su relación personal con Dios, con el mundo y con los demás hombres.

Las religiones naturales inventaron las mediaciones sacras para salvar la distancia abismal entre la divinidad y los mortales. Incluso la religión revelada del Antiguo Testamento estableció la mediación básica de la ley mosaica y del culto del templo de Jerusalén que concretaban la alianza de Dios con su pueblo. En cambio la religión que funda Jesucristo no necesita sacralizar mediaciones externas, pues la presencia de Dios en la comunidad creyente y en cada uno de sus miembros es un contacto tan directo como el amor personal. Jesús, el Padre y el Espíritu moran en el que ama a Cristo mediante la guarda de su palabra.

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