/ sábado 22 de junio de 2019

EPISCOPEO

La fiesta del Corpus es un homenaje que la comunidad humana redimida tributa a Cristo presente en la Eucaristía. No como una imagen está representada en una foto, sino presente en persona. Con una presencia real, de forma misteriosa y admirable, pero real: en cuerpo y alma, como hombre y como Dios.

Ya sabemos que Dios está en todas partes, pues si, en alguna, no estuviera presente, tal cosa no podría subsistir. Pero, en la Eucaristía, se encuentra realmente presente, Él mismo en persona. No como contenido por el pan o por el vino, pues Dios es infinito; sino llenando el pan y el vino con su presencia. Y no sólo en un pan sino en muchos, que se da a todos en todos los lugares. Algo así como la segunda persona de la Santísima Trinidad se encontraba en el hombre Jesús cuando vivía en la tierra, sin dejar por eso de estar sosteniendo en el ser a todos los planetas, y estrellas, y galaxias, y a todos los átomos del universo. Los cristianos confesamos que el pan que comulgamos es Cristo mismo, resucitado y glorioso, tal y como se encuentra en el cielo, junto al Padre. Por eso, doblamos ante Él nuestra rodilla en señal de adoración, de respeto, de obediencia y de gratitud.

Al procesionarlo por los claustros de nuestros monasterios e iglesias, por las calles y plazas de nuestras ciudades y pueblos, somos conscientes de que no acompañamos, cantamos y rezamos a una reliquia de un santo, sino a nuestro Señor y a nuestro Dios vivo y verdadero. Le decimos: mira dónde vivimos, cómo vamos transformando el mundo que nos diste; bendice y sostén nuestra existencia; todo te lo consagramos, guárdalo para la vida eterna.

Ponemos al Señor en el centro de nuestras vidas, lo declaramos el sentido de nuestro obrar diario, le mostramos nuestra gratitud porque gracias a Él hemos obtenido la salvación, y le profesamos nuestro amor, aunque muy pobre puesto al lado del suyo infinito que lo llevó a dar su vida por nosotros: nada menos que Dios; nos amó tanto que nos amó “más que a su vida”.

Las raíces más profundas de la celebración de hoy llegan hasta Abrahán, el padre del pueblo de Israel, que vivió hace unos 3,800 años. Nos lo recuerda la primera lectura, que refiere la victoria que el patriarca obtuvo sobre unos reyes del valle del mar Muerto. Hizo un copioso botín, del cual ofreció el diezmo a un misterioso personaje llamado Melquisedec, rey y sacerdote de Salén, el cual bendijo a Abrahán e inauguró un curioso culto al Dios del cielo, basado en la ofrenda del pan y del vino, que son los elementos que Jesús utilizó en la Última Cena para instituir el sacramento de la nueva alianza. El salmo 109/110,4 evoca la consagración del Mesías como sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

El hecho fundacional de la Eucaristía es la Cena del Señor, la víspera de padecer, que relata el apóstol Pablo, al transmitirnos la tradición que había recibido, que se remonta al mismo Señor, y que es el relato más antiguo de los cuatro que se nos han conservado, tres en los evangelios sinópticos y el de la Primera carta a los corintios.

Reunido Jesús con sus discípulos la tarde-noche del Jueves Santo para celebrar la cena pascual, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». El cuerpo de Jesús entregado al martirio y la sangre derramada por nuestros pecados aluden claramente al sacrificio redentor de Jesús en la cruz. La Antigua Alianza fue rubricada por la sangre de las víctimas asperjada sobre el pueblo; la Nueva y Eterna Alianza de Dios con la humanidad quedaría sellada con la sangre derramada del Hijo de Dios, símbolo de la entrega de su vida por amor a los hombres. Jesús ordenó a sus discípulos hacer lo mismo que Él acababa de realizar, actualizando su sacrificio, de forma que cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

El marco que encuadra la celebración del Corpus de este domingo es el relato de la multiplicación de los panes y los peces del evangelio de san Lucas, que el evangelista consigna como un acontecimiento histórico milagroso. Jesús se refiere al hecho cuando les dice a los discípulos: « ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?»… « ¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?» (Mc 8,18-20). El relato no tiene como finalidad el referir la compasión de Jesús hacia la multitud hambrienta de pan material, sino la de presentar el milagro como “signo de la llegada del reino, simbolizado en el banquete que Dios preparará a su pueblo; por ello ocurre en el contexto de la predicación del reino y de la curación de enfermos” (Biblia de la Conferencia Episcopal Española, nota a Lc 9,10-17), que habían de ser algunas de las señales de la llegada del Reino de Dios. Además, “la época mesiánica traería, según la creencia judía, el retorno del milagro del maná (Éx 16)” (Schmid, El evangelio según san Marcos, Herder, 186).

Me he referido al antecedente histórico de la celebración del Corpus, al hecho fundacional y al marco de la celebración. Digamos, por último, que el ámbito en que se desarrolla la celebración del Corpus Christi es la Eucaristía. La Eucaristía tuvo su origen en la Cena del Señor y en el mandato que les dio a los discípulos de hacer lo mismo hasta el fin de los tiempos. Al principio, los cristianos la llamaban la “fracción del pan”, pues Jesús tomó pan, lo partió y se lo dio a los discípulos (Lc 22,19). Los de Emaús lo reconocieron al partir el pan (Lc 24,30). Los cristianos de Jerusalén partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón (Hch 2,46). La Eucaristía es una celebración cultual que se insertaba en la fracción del pan, como comida fraterna y comida cultual. Uno de los gestos que se conserva en nuestra celebración de la Misa es la fracción del pan, como lo hizo Jesús.

Nuestra Eucaristía es sacrificio y comunión. Es la celebración incruenta del mismo sacrificio de la cruz, en que Jesús ofreció su vida por nuestra salvación, como proféticamente había anunciado el sumo sacerdote Caifás: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo» (Jn 18,14). Jesús es el héroe que ha salvado al pueblo con la entrega de su vida. Lo queremos, lo admiramos, lo honramos y le estamos muy agradecidos por su sacrificio. Y es comunión porque comulgamos en el cuerpo y la sangre de Cristo. Literalmente, comemos su carne y bebemos su sangre para tener vida en Él (Jn 6,53-58). La vida que Cristo nos comunica es la vida de Dios, que es Amor (1Jn 4,8). Luego de la comunión de todos con Dios se sigue la comunión de los unos con los otros (1Jn 1,6.7).

Así pues, “la Eucaristía es presencia sacramental del acontecimiento del Calvario, anuncio [en el tiempo intermedio entre la resurrección y la parusía] de la salvación ofrecida entonces y prenda de la plenitud de la salvación cuando el Señor vuelva” (BCEE, nota a 1Cor 11,26). En suma, un gran misterio de amor: de Cristo al Padre y a los hombres; del Padre, al Hijo y a sus hermanos, y de éstos a Cristo, al Padre y entre sí. Por ello, la Iglesia celebra hoy, jubilosa, en la fiesta del Corpus, la compañía amorosa de su Esposo, con gozo y gratitud, con admiración y amor.

La fiesta del Corpus es un homenaje que la comunidad humana redimida tributa a Cristo presente en la Eucaristía. No como una imagen está representada en una foto, sino presente en persona. Con una presencia real, de forma misteriosa y admirable, pero real: en cuerpo y alma, como hombre y como Dios.

Ya sabemos que Dios está en todas partes, pues si, en alguna, no estuviera presente, tal cosa no podría subsistir. Pero, en la Eucaristía, se encuentra realmente presente, Él mismo en persona. No como contenido por el pan o por el vino, pues Dios es infinito; sino llenando el pan y el vino con su presencia. Y no sólo en un pan sino en muchos, que se da a todos en todos los lugares. Algo así como la segunda persona de la Santísima Trinidad se encontraba en el hombre Jesús cuando vivía en la tierra, sin dejar por eso de estar sosteniendo en el ser a todos los planetas, y estrellas, y galaxias, y a todos los átomos del universo. Los cristianos confesamos que el pan que comulgamos es Cristo mismo, resucitado y glorioso, tal y como se encuentra en el cielo, junto al Padre. Por eso, doblamos ante Él nuestra rodilla en señal de adoración, de respeto, de obediencia y de gratitud.

Al procesionarlo por los claustros de nuestros monasterios e iglesias, por las calles y plazas de nuestras ciudades y pueblos, somos conscientes de que no acompañamos, cantamos y rezamos a una reliquia de un santo, sino a nuestro Señor y a nuestro Dios vivo y verdadero. Le decimos: mira dónde vivimos, cómo vamos transformando el mundo que nos diste; bendice y sostén nuestra existencia; todo te lo consagramos, guárdalo para la vida eterna.

Ponemos al Señor en el centro de nuestras vidas, lo declaramos el sentido de nuestro obrar diario, le mostramos nuestra gratitud porque gracias a Él hemos obtenido la salvación, y le profesamos nuestro amor, aunque muy pobre puesto al lado del suyo infinito que lo llevó a dar su vida por nosotros: nada menos que Dios; nos amó tanto que nos amó “más que a su vida”.

Las raíces más profundas de la celebración de hoy llegan hasta Abrahán, el padre del pueblo de Israel, que vivió hace unos 3,800 años. Nos lo recuerda la primera lectura, que refiere la victoria que el patriarca obtuvo sobre unos reyes del valle del mar Muerto. Hizo un copioso botín, del cual ofreció el diezmo a un misterioso personaje llamado Melquisedec, rey y sacerdote de Salén, el cual bendijo a Abrahán e inauguró un curioso culto al Dios del cielo, basado en la ofrenda del pan y del vino, que son los elementos que Jesús utilizó en la Última Cena para instituir el sacramento de la nueva alianza. El salmo 109/110,4 evoca la consagración del Mesías como sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

El hecho fundacional de la Eucaristía es la Cena del Señor, la víspera de padecer, que relata el apóstol Pablo, al transmitirnos la tradición que había recibido, que se remonta al mismo Señor, y que es el relato más antiguo de los cuatro que se nos han conservado, tres en los evangelios sinópticos y el de la Primera carta a los corintios.

Reunido Jesús con sus discípulos la tarde-noche del Jueves Santo para celebrar la cena pascual, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». El cuerpo de Jesús entregado al martirio y la sangre derramada por nuestros pecados aluden claramente al sacrificio redentor de Jesús en la cruz. La Antigua Alianza fue rubricada por la sangre de las víctimas asperjada sobre el pueblo; la Nueva y Eterna Alianza de Dios con la humanidad quedaría sellada con la sangre derramada del Hijo de Dios, símbolo de la entrega de su vida por amor a los hombres. Jesús ordenó a sus discípulos hacer lo mismo que Él acababa de realizar, actualizando su sacrificio, de forma que cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

El marco que encuadra la celebración del Corpus de este domingo es el relato de la multiplicación de los panes y los peces del evangelio de san Lucas, que el evangelista consigna como un acontecimiento histórico milagroso. Jesús se refiere al hecho cuando les dice a los discípulos: « ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?»… « ¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?» (Mc 8,18-20). El relato no tiene como finalidad el referir la compasión de Jesús hacia la multitud hambrienta de pan material, sino la de presentar el milagro como “signo de la llegada del reino, simbolizado en el banquete que Dios preparará a su pueblo; por ello ocurre en el contexto de la predicación del reino y de la curación de enfermos” (Biblia de la Conferencia Episcopal Española, nota a Lc 9,10-17), que habían de ser algunas de las señales de la llegada del Reino de Dios. Además, “la época mesiánica traería, según la creencia judía, el retorno del milagro del maná (Éx 16)” (Schmid, El evangelio según san Marcos, Herder, 186).

Me he referido al antecedente histórico de la celebración del Corpus, al hecho fundacional y al marco de la celebración. Digamos, por último, que el ámbito en que se desarrolla la celebración del Corpus Christi es la Eucaristía. La Eucaristía tuvo su origen en la Cena del Señor y en el mandato que les dio a los discípulos de hacer lo mismo hasta el fin de los tiempos. Al principio, los cristianos la llamaban la “fracción del pan”, pues Jesús tomó pan, lo partió y se lo dio a los discípulos (Lc 22,19). Los de Emaús lo reconocieron al partir el pan (Lc 24,30). Los cristianos de Jerusalén partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón (Hch 2,46). La Eucaristía es una celebración cultual que se insertaba en la fracción del pan, como comida fraterna y comida cultual. Uno de los gestos que se conserva en nuestra celebración de la Misa es la fracción del pan, como lo hizo Jesús.

Nuestra Eucaristía es sacrificio y comunión. Es la celebración incruenta del mismo sacrificio de la cruz, en que Jesús ofreció su vida por nuestra salvación, como proféticamente había anunciado el sumo sacerdote Caifás: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo» (Jn 18,14). Jesús es el héroe que ha salvado al pueblo con la entrega de su vida. Lo queremos, lo admiramos, lo honramos y le estamos muy agradecidos por su sacrificio. Y es comunión porque comulgamos en el cuerpo y la sangre de Cristo. Literalmente, comemos su carne y bebemos su sangre para tener vida en Él (Jn 6,53-58). La vida que Cristo nos comunica es la vida de Dios, que es Amor (1Jn 4,8). Luego de la comunión de todos con Dios se sigue la comunión de los unos con los otros (1Jn 1,6.7).

Así pues, “la Eucaristía es presencia sacramental del acontecimiento del Calvario, anuncio [en el tiempo intermedio entre la resurrección y la parusía] de la salvación ofrecida entonces y prenda de la plenitud de la salvación cuando el Señor vuelva” (BCEE, nota a 1Cor 11,26). En suma, un gran misterio de amor: de Cristo al Padre y a los hombres; del Padre, al Hijo y a sus hermanos, y de éstos a Cristo, al Padre y entre sí. Por ello, la Iglesia celebra hoy, jubilosa, en la fiesta del Corpus, la compañía amorosa de su Esposo, con gozo y gratitud, con admiración y amor.

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