/ sábado 31 de agosto de 2019

EPISCOPEO

Jesús, en su camino hacia Jerusalén, es invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos. Según la costumbre, las personas pudientes, los sábados, solían invitar a amigos y a personas distinguidas a la mesa. Es fácil suponer que tanto el anfitrión como los asistentes, conocedores de la fama de Jesús, le estuvieran acechando para ver cómo actuaba. Normalmente este tipo de comidas se regían y se rigen por un mínimo de reglas protocolarias. Jesús al observar que los comensales buscaban los primeros puestos, -y es de suponer que algo anormal encontrara también en el anfitrión-, aprovecha para ofrecernos dos enseñanzas importantes durante la comida. La primera, mediante una parábola o ejemplo, va dirigida a los invitados, y la segunda, al anfitrión.

Es bueno recordar que Jesús no trata de darnos reglas de urbanidad o de protocolo, sino que aprovecha la actitud de los comensales para indicarnos cómo debe ser nuestra conducta y cuáles son los valores del reino. Tampoco la Palabra de Dios pretende hablarnos del comportamiento de aquellos que nos han precedido. La Palabra de Dios, siempre actual e interpelante, se dirige hoy a nosotros. Tú y yo somos los comensales, los protagonistas a quienes el Señor dirige su palabra, porque también hoy buscamos los primeros puestos. Y buscamos los primeros asientos si tratamos de situarnos junto a la autoridad en eventos deportivos, sociales, religiosos, porque nos separan de la masa y nos dan prestigio. Y buscamos los primeros asientos si priva en nosotros el enchufismo, los honores, la pura apariencia, el que nos reconozcan y hablen bien de nosotros, etc. etc. Nos resulta difícil desprendernos de la vanidad. Vivimos en un mundo que adora lo externo, la pura apariencia, el maquillaje, las modas… Y para confirmarlo, tenemos la cirugía estética, los gimnasios, las píldoras vitamínicas, etc. Todos queremos aparentar y con frecuencia, preferimos ser valorados más por lo que aparentamos que por lo que somos.

Pero no nos engañemos, este no es el pensamiento de Dios, Él trastoca todos esos valores. Jesús con su doctrina y con su vida nos ofrece la humildad como antídoto contra la enfermedad de la apariencia, de la vanidad y de la soberbia: pues el que quiera ser grande entre vosotros -dice- que sea vuestro servidor y el que quiera ser primero que sea esclavo de todos (Mc10, 35-45). Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido (v.11). Para Jesús siempre son los otros los primeros, es a ellos a quienes debemos contentar y ellos también son quienes deben evaluar nuestros méritos.

Toda la vida de Jesucristo fue en ejemplo de servicio y de ponerse a los pies de los hombres. Los primeros puestos en el reino están reservados para quienes, como Jesús, empeñaron su vida y sus energías en favor de los desechados de la sociedad, esos son los que ocupan la atención del Padre.

Y la segunda enseñanza también nos la dirige hoy a nosotros. La sociedad tiende a invitar a los que puedan devolver el favor. Jesús, en cambio, nos avisa de no invitar a los amigos, a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos (cfr.v.12). Vivimos en una sociedad en donde se compra y se paga prácticamente todo: el trabajo, la enseñanza, el deporte, los votos, la amistad. Se compra hasta la misma relación con Dios. De ahí que resulte chocante escuchar a Jesús: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos, ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos. (vv.13-14). Estos, además de pobres, en tiempos de Jesús eran marginados sociales y religiosos (cfr. Lv 21,17-23). Jesús no critica las relaciones familiares ni el amor gozosamente correspondido, pero nos invita a no perder en nuestros actos el horizonte cristiano. La propuesta de Jesús es claramente subversiva. Frente a los intereses personales, Jesús proclama que la generosidad con los pobres es uno de los valores del reino, que debe tener como trasfondo el desinterés, a sabiendas de que no será correspondido. El amor es verdadero cuando es gratuito y no busca recompensa. Esta actitud evangélica es el prototipo de quienes realmente han comprometido su vida por el reino. En realidad esta invitación supone una denuncia y un anuncio. Denuncia, porque en el pueblo de Dios no debiera haber divisiones de ningún tipo, y sin embargo, existen. Y esto es lo que Jesús denuncia frontalmente. Es también anuncio de que estas cuatro categorías de marginados (pobres, lisiados, cojos, ciegos) son los primeros en el reino de los cielos. Si no queremos engañarnos, este debe ser nuestro compromiso como seguidores de Jesús. Saquemos nuestras conclusiones a partir de la categoría de las personas con las que nos relacionamos.

Como cristianos debemos agradecer a Jesús su invitación a participar en el gran banquete de la Eucaristía, donde todos tenemos un asiento, pero no debemos olvidar que es un banquete que nos compromete: tomad, comed, esto es mi cuerpo… Haced vosotros lo mismo; es decir, no es una invitación protocolaria, sino una comida que tiene que transformarnos en lo que comemos, en ser otro Jesucristo.

Jesús, en su camino hacia Jerusalén, es invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos. Según la costumbre, las personas pudientes, los sábados, solían invitar a amigos y a personas distinguidas a la mesa. Es fácil suponer que tanto el anfitrión como los asistentes, conocedores de la fama de Jesús, le estuvieran acechando para ver cómo actuaba. Normalmente este tipo de comidas se regían y se rigen por un mínimo de reglas protocolarias. Jesús al observar que los comensales buscaban los primeros puestos, -y es de suponer que algo anormal encontrara también en el anfitrión-, aprovecha para ofrecernos dos enseñanzas importantes durante la comida. La primera, mediante una parábola o ejemplo, va dirigida a los invitados, y la segunda, al anfitrión.

Es bueno recordar que Jesús no trata de darnos reglas de urbanidad o de protocolo, sino que aprovecha la actitud de los comensales para indicarnos cómo debe ser nuestra conducta y cuáles son los valores del reino. Tampoco la Palabra de Dios pretende hablarnos del comportamiento de aquellos que nos han precedido. La Palabra de Dios, siempre actual e interpelante, se dirige hoy a nosotros. Tú y yo somos los comensales, los protagonistas a quienes el Señor dirige su palabra, porque también hoy buscamos los primeros puestos. Y buscamos los primeros asientos si tratamos de situarnos junto a la autoridad en eventos deportivos, sociales, religiosos, porque nos separan de la masa y nos dan prestigio. Y buscamos los primeros asientos si priva en nosotros el enchufismo, los honores, la pura apariencia, el que nos reconozcan y hablen bien de nosotros, etc. etc. Nos resulta difícil desprendernos de la vanidad. Vivimos en un mundo que adora lo externo, la pura apariencia, el maquillaje, las modas… Y para confirmarlo, tenemos la cirugía estética, los gimnasios, las píldoras vitamínicas, etc. Todos queremos aparentar y con frecuencia, preferimos ser valorados más por lo que aparentamos que por lo que somos.

Pero no nos engañemos, este no es el pensamiento de Dios, Él trastoca todos esos valores. Jesús con su doctrina y con su vida nos ofrece la humildad como antídoto contra la enfermedad de la apariencia, de la vanidad y de la soberbia: pues el que quiera ser grande entre vosotros -dice- que sea vuestro servidor y el que quiera ser primero que sea esclavo de todos (Mc10, 35-45). Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido (v.11). Para Jesús siempre son los otros los primeros, es a ellos a quienes debemos contentar y ellos también son quienes deben evaluar nuestros méritos.

Toda la vida de Jesucristo fue en ejemplo de servicio y de ponerse a los pies de los hombres. Los primeros puestos en el reino están reservados para quienes, como Jesús, empeñaron su vida y sus energías en favor de los desechados de la sociedad, esos son los que ocupan la atención del Padre.

Y la segunda enseñanza también nos la dirige hoy a nosotros. La sociedad tiende a invitar a los que puedan devolver el favor. Jesús, en cambio, nos avisa de no invitar a los amigos, a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos (cfr.v.12). Vivimos en una sociedad en donde se compra y se paga prácticamente todo: el trabajo, la enseñanza, el deporte, los votos, la amistad. Se compra hasta la misma relación con Dios. De ahí que resulte chocante escuchar a Jesús: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos, ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos. (vv.13-14). Estos, además de pobres, en tiempos de Jesús eran marginados sociales y religiosos (cfr. Lv 21,17-23). Jesús no critica las relaciones familiares ni el amor gozosamente correspondido, pero nos invita a no perder en nuestros actos el horizonte cristiano. La propuesta de Jesús es claramente subversiva. Frente a los intereses personales, Jesús proclama que la generosidad con los pobres es uno de los valores del reino, que debe tener como trasfondo el desinterés, a sabiendas de que no será correspondido. El amor es verdadero cuando es gratuito y no busca recompensa. Esta actitud evangélica es el prototipo de quienes realmente han comprometido su vida por el reino. En realidad esta invitación supone una denuncia y un anuncio. Denuncia, porque en el pueblo de Dios no debiera haber divisiones de ningún tipo, y sin embargo, existen. Y esto es lo que Jesús denuncia frontalmente. Es también anuncio de que estas cuatro categorías de marginados (pobres, lisiados, cojos, ciegos) son los primeros en el reino de los cielos. Si no queremos engañarnos, este debe ser nuestro compromiso como seguidores de Jesús. Saquemos nuestras conclusiones a partir de la categoría de las personas con las que nos relacionamos.

Como cristianos debemos agradecer a Jesús su invitación a participar en el gran banquete de la Eucaristía, donde todos tenemos un asiento, pero no debemos olvidar que es un banquete que nos compromete: tomad, comed, esto es mi cuerpo… Haced vosotros lo mismo; es decir, no es una invitación protocolaria, sino una comida que tiene que transformarnos en lo que comemos, en ser otro Jesucristo.

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