/ domingo 23 de diciembre de 2018

Intellego ut credam

En la Navidad celebramos el maravilloso intercambio: El Hijo de Dios «se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Filip. 2,6). Como dicen los santos padres, Dios realizó el admirable y sagrado intercambio: Asumió nuestra pobreza.

Para muchísimas personas, la vida es muy dura. Para muchas otras personas, el amor es una palabra bonita, que, a lo sumo, se reduce a una estrella fugaz en ciertos momentos en la vida, o incluso esconde siempre una mentira, intereses, deseo de poder, de dominio.

Para muchísimas más, la vida no tiene ningún sentido y todas las palabras bellas que los hombres pudiéramos generar son expresiones de un sueño irrealizable. Sin olvidarnos de ninguno de los sufrimientos, ni de ninguna de las noches que nos acompañan a los hombres en la vida, celebrar la Navidad no es recordar solo una historia tierna; y reproducir la historia persona como una especie de cuento de hadas que sirve de excusa para los regalos, ponche, los buñuelos y cosas por el estilo.

Proclamar que el hijo de Dios se ha hecho hombre es proclamar que el sueño de la vida no es una fantasía, ni una mentira, y que nuestro destino no es el vacío, el olvido, la soledad. Es afirmar que somos amados con un amor infinito y que la vida de cada uno de nosotros es preciosa, aunque no tengamos a veces la experiencia humana de ese amor porque no hemos encontrado con Cristo, porque no lo hemos encontrado en profunda experiencia de amistad, porque no lo hemos reconocido como compañero en nuestro camino.

Proclamar la Navidad es proclamar que nuestras vidas tienen un sentido, tienen un significado, porque ese Amor infinito nos rodea por todas partes, está con nosotros y no nos perderemos, porque nadie puede arrancar del Hijo de Dios el amor con que cada uno de nosotros somos amados. El Emmanuel, que nace en lo profundo de nuestro corazón, él nos llene siempre de la abundancia de su bendición.

En un breve relato el escritor ruso León Tolstoi narra que había un rey que pidió a sus sabios que le mostraran cómo era Dios. Como los sabios no fueron capaces, un pastor se ofreció para realizar esa tarea y le dijo al rey que sus ojos no eran capaces de ver a Dios. Pero el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. El pastor respondió que para ello era necesario intercambiarse sus vestidos.

Con recelo, pero con curiosidad el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. Y en ese momento encontró la respuesta, cayendo en la cuenta: Esto es lo que hace Dios (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal. Vaticano, 5 abril 2007).

En la Navidad celebramos el maravilloso intercambio: El Hijo de Dios «se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Filip. 2,6). Como dicen los santos padres, Dios realizó el admirable y sagrado intercambio: Asumió nuestra pobreza. Cristo se ha puesto nuestros vestidos: la fragilidad, el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, todas nuestras angustias, incluso el miedo a la muerte.

Y él nos ha regalado sus “vestidos”, para que nosotros pudiéramos recibir su riqueza y ser hijos adoptivos suyos. Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: somos revestidos de Cristo; él nos da sus vestidos y nos transforma.

San Pablo usa la imagen del vestido: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Gal. 3,27).

La filiación divina se nos regala en el bautismo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, en la que su ser y el nuestro confluyen y se compenetran: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20). ¡Alegrémonos por este maravilloso intercambio! Esta es la mejor lotería de Navidad que nos pueda tocar. Ojalá que esta Navidad seamos esos que se acercan a los más necesitados para cambiar sus vestidos de pobreza en vestidos de alegría y de fiesta. El Niño nacido en Belén, con su ejemplo, nos invita a ello.

En la Navidad celebramos el maravilloso intercambio: El Hijo de Dios «se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Filip. 2,6). Como dicen los santos padres, Dios realizó el admirable y sagrado intercambio: Asumió nuestra pobreza.

Para muchísimas personas, la vida es muy dura. Para muchas otras personas, el amor es una palabra bonita, que, a lo sumo, se reduce a una estrella fugaz en ciertos momentos en la vida, o incluso esconde siempre una mentira, intereses, deseo de poder, de dominio.

Para muchísimas más, la vida no tiene ningún sentido y todas las palabras bellas que los hombres pudiéramos generar son expresiones de un sueño irrealizable. Sin olvidarnos de ninguno de los sufrimientos, ni de ninguna de las noches que nos acompañan a los hombres en la vida, celebrar la Navidad no es recordar solo una historia tierna; y reproducir la historia persona como una especie de cuento de hadas que sirve de excusa para los regalos, ponche, los buñuelos y cosas por el estilo.

Proclamar que el hijo de Dios se ha hecho hombre es proclamar que el sueño de la vida no es una fantasía, ni una mentira, y que nuestro destino no es el vacío, el olvido, la soledad. Es afirmar que somos amados con un amor infinito y que la vida de cada uno de nosotros es preciosa, aunque no tengamos a veces la experiencia humana de ese amor porque no hemos encontrado con Cristo, porque no lo hemos encontrado en profunda experiencia de amistad, porque no lo hemos reconocido como compañero en nuestro camino.

Proclamar la Navidad es proclamar que nuestras vidas tienen un sentido, tienen un significado, porque ese Amor infinito nos rodea por todas partes, está con nosotros y no nos perderemos, porque nadie puede arrancar del Hijo de Dios el amor con que cada uno de nosotros somos amados. El Emmanuel, que nace en lo profundo de nuestro corazón, él nos llene siempre de la abundancia de su bendición.

En un breve relato el escritor ruso León Tolstoi narra que había un rey que pidió a sus sabios que le mostraran cómo era Dios. Como los sabios no fueron capaces, un pastor se ofreció para realizar esa tarea y le dijo al rey que sus ojos no eran capaces de ver a Dios. Pero el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. El pastor respondió que para ello era necesario intercambiarse sus vestidos.

Con recelo, pero con curiosidad el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese pobre hombre. Y en ese momento encontró la respuesta, cayendo en la cuenta: Esto es lo que hace Dios (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal. Vaticano, 5 abril 2007).

En la Navidad celebramos el maravilloso intercambio: El Hijo de Dios «se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Filip. 2,6). Como dicen los santos padres, Dios realizó el admirable y sagrado intercambio: Asumió nuestra pobreza. Cristo se ha puesto nuestros vestidos: la fragilidad, el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, todas nuestras angustias, incluso el miedo a la muerte.

Y él nos ha regalado sus “vestidos”, para que nosotros pudiéramos recibir su riqueza y ser hijos adoptivos suyos. Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: somos revestidos de Cristo; él nos da sus vestidos y nos transforma.

San Pablo usa la imagen del vestido: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» (Gal. 3,27).

La filiación divina se nos regala en el bautismo. Significa que entramos en una comunión existencial con él, en la que su ser y el nuestro confluyen y se compenetran: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20). ¡Alegrémonos por este maravilloso intercambio! Esta es la mejor lotería de Navidad que nos pueda tocar. Ojalá que esta Navidad seamos esos que se acercan a los más necesitados para cambiar sus vestidos de pobreza en vestidos de alegría y de fiesta. El Niño nacido en Belén, con su ejemplo, nos invita a ello.