/ domingo 22 de marzo de 2020

Intellego ut credam

En la vida y en la muerte somos de Dios

Estamos ciertamente inquietos y desconcertados ante la emergencia sanitaria creada por la pandemia del Covid-19. La cual está tocando ya la puerta de más de 100 países del mundo y ha llegado también hasta nosotros, propagando miedo, enfermedad y muerte.

La Iglesia no puede no estar muy presente en todo lo que implica esta realidad de la peste. Nos corresponde seguir ejemplarmente las disposiciones de las autoridades civiles, valorar y respaldar a los profesionales de la salud, acompañar con generosidad a los enfermos, animar a toda la comunidad, de modo particular, dentro de este camino a la Pascua que es la Cuaresma.

En estos días, también se multiplican las informaciones y las normas para afrontar adecuadamente la situación. Sin embargo, no es suficiente estar al tanto de los acontecimientos y acatar las disposiciones sanitarias.

Es necesario vivir este momento, que tiene características singulares y consecuencias aún no totalmente conocidas, desde una visión humana y cristiana integral, que nos permita aprovechar los aspectos positivos que pueda tener una realidad que está poniendo en peligro la salud de tantas personas, y que está afectando la convivencia social, la interacción entre los países, la economía, el estado de ánimo de la población, y el bienestar de toda la sociedad.

No podemos quedarnos al margen de esta situación al no tomar responsablemente las medidas necesarias, o a limitarnos a estar en la excitación del sensacionalismo o al actuar con la superficialidad que hace humor con circunstancias que no lo admiten. O al dedicarnos a difundir la confusión con informaciones falsas, o al llevar todo hacia otro virus igualmente peligroso como es el pánico.

Esto tiene que ser una oportunidad de madurez y crecimiento para todos como humanidad, especialmente para nosotros los cristianos deben de ser una ocasión de leer y a coger los signos de los tiempos como nos enseñó el Evangelio.

En efecto, debemos tener, en primer lugar, un encuentro con el misterio y el milagro de la vida. Nos familiarizamos de tal manera con este don tan grande y a la vez tan frágil, como lo venimos recordando desde el Miércoles de Ceniza, que terminamos haciéndonos inconscientes de lo fundamental y dedicándonos falazmente a lo secundario.

Nosotros, tan seguros en las conquistas de la ciencia y de la tecnología, es bueno que despertemos al ver como un invisible microbio pone en jaque al mundo entero. Cuando tantos piensan que pueden disponer de la vida por el aborto o la eutanasia es conveniente percibir que hasta un minúsculo virus nos hace ver que la vida no depende absolutamente de nosotros.

De igual modo, este momento, que muestra la innegable articulación global de todos los seres humanos y al mismo tiempo su cita el individualismo, nos debe de llevar a una profunda relación con los demás más allá de los vínculos transitorios o marcados por intereses mezquinos.

Y seguido nos conviene ver que los pueblos, las familias, las personas que tenemos al lado no son ni extraterrestres ni enemigos ni objetos para la manipulación o la explotación, si no prójimos, compañeros del camino, que debemos valorar, respetar a integrar a nuestro proyecto personal o no hay vida auténtica ni para ellos ni para cada uno de nosotros.

Miremos esta hora, que nos desafía humana, social y económicamente, como una oportunidad para asumir los valores fundamentales antes de una convivencia pacífica y de un desarrollo integral para todos.

Imposible no pensar, ante la realidad que nos amenaza, en la urgencia de fortalecer la justicia social que sane la inequidad, la verdad que nos libere de la mentira, la sensatez que nos permita objetivos comunes, la generosidad que no saquen el egoísmo, la confianza para aceptarnos sinceramente, la solidaridad sobre todo con los más débiles. Es preciso llegar a una ética global que proyecte la humanidad hacia metas más válidas que sólo la búsqueda del placer y del consumismo.

Sobre todo, en este momento se impone un sincero y profundo encuentro con Dios. Sin la certeza de su sabiduría que nos guía, nos acongoja más nuestra fragilidad; sin la conciencia de su paternidad providente, entramos en el terror; sin experiencia de su amor, no se enfrenta y destruye el individualismo más cruel.

Y este encuentro debe generar una pastoral creativa que multiplique espacios de oración, que promueva la escucha de la palabra de Dios, que invite a reprogramar la marcha de la vida con lo mejor de nosotros mismos, que sugiera una convivencia más fructuosa en las familias, que invente formas de acompañamiento a los que sufren, que siembre en todos la fortaleza y la esperanza, “pues en la vida o en la muerte somos del Señor” (Rom. 14,8).

En la vida y en la muerte somos de Dios

Estamos ciertamente inquietos y desconcertados ante la emergencia sanitaria creada por la pandemia del Covid-19. La cual está tocando ya la puerta de más de 100 países del mundo y ha llegado también hasta nosotros, propagando miedo, enfermedad y muerte.

La Iglesia no puede no estar muy presente en todo lo que implica esta realidad de la peste. Nos corresponde seguir ejemplarmente las disposiciones de las autoridades civiles, valorar y respaldar a los profesionales de la salud, acompañar con generosidad a los enfermos, animar a toda la comunidad, de modo particular, dentro de este camino a la Pascua que es la Cuaresma.

En estos días, también se multiplican las informaciones y las normas para afrontar adecuadamente la situación. Sin embargo, no es suficiente estar al tanto de los acontecimientos y acatar las disposiciones sanitarias.

Es necesario vivir este momento, que tiene características singulares y consecuencias aún no totalmente conocidas, desde una visión humana y cristiana integral, que nos permita aprovechar los aspectos positivos que pueda tener una realidad que está poniendo en peligro la salud de tantas personas, y que está afectando la convivencia social, la interacción entre los países, la economía, el estado de ánimo de la población, y el bienestar de toda la sociedad.

No podemos quedarnos al margen de esta situación al no tomar responsablemente las medidas necesarias, o a limitarnos a estar en la excitación del sensacionalismo o al actuar con la superficialidad que hace humor con circunstancias que no lo admiten. O al dedicarnos a difundir la confusión con informaciones falsas, o al llevar todo hacia otro virus igualmente peligroso como es el pánico.

Esto tiene que ser una oportunidad de madurez y crecimiento para todos como humanidad, especialmente para nosotros los cristianos deben de ser una ocasión de leer y a coger los signos de los tiempos como nos enseñó el Evangelio.

En efecto, debemos tener, en primer lugar, un encuentro con el misterio y el milagro de la vida. Nos familiarizamos de tal manera con este don tan grande y a la vez tan frágil, como lo venimos recordando desde el Miércoles de Ceniza, que terminamos haciéndonos inconscientes de lo fundamental y dedicándonos falazmente a lo secundario.

Nosotros, tan seguros en las conquistas de la ciencia y de la tecnología, es bueno que despertemos al ver como un invisible microbio pone en jaque al mundo entero. Cuando tantos piensan que pueden disponer de la vida por el aborto o la eutanasia es conveniente percibir que hasta un minúsculo virus nos hace ver que la vida no depende absolutamente de nosotros.

De igual modo, este momento, que muestra la innegable articulación global de todos los seres humanos y al mismo tiempo su cita el individualismo, nos debe de llevar a una profunda relación con los demás más allá de los vínculos transitorios o marcados por intereses mezquinos.

Y seguido nos conviene ver que los pueblos, las familias, las personas que tenemos al lado no son ni extraterrestres ni enemigos ni objetos para la manipulación o la explotación, si no prójimos, compañeros del camino, que debemos valorar, respetar a integrar a nuestro proyecto personal o no hay vida auténtica ni para ellos ni para cada uno de nosotros.

Miremos esta hora, que nos desafía humana, social y económicamente, como una oportunidad para asumir los valores fundamentales antes de una convivencia pacífica y de un desarrollo integral para todos.

Imposible no pensar, ante la realidad que nos amenaza, en la urgencia de fortalecer la justicia social que sane la inequidad, la verdad que nos libere de la mentira, la sensatez que nos permita objetivos comunes, la generosidad que no saquen el egoísmo, la confianza para aceptarnos sinceramente, la solidaridad sobre todo con los más débiles. Es preciso llegar a una ética global que proyecte la humanidad hacia metas más válidas que sólo la búsqueda del placer y del consumismo.

Sobre todo, en este momento se impone un sincero y profundo encuentro con Dios. Sin la certeza de su sabiduría que nos guía, nos acongoja más nuestra fragilidad; sin la conciencia de su paternidad providente, entramos en el terror; sin experiencia de su amor, no se enfrenta y destruye el individualismo más cruel.

Y este encuentro debe generar una pastoral creativa que multiplique espacios de oración, que promueva la escucha de la palabra de Dios, que invite a reprogramar la marcha de la vida con lo mejor de nosotros mismos, que sugiera una convivencia más fructuosa en las familias, que invente formas de acompañamiento a los que sufren, que siembre en todos la fortaleza y la esperanza, “pues en la vida o en la muerte somos del Señor” (Rom. 14,8).