/ martes 11 de agosto de 2020

Intellego ut credam

Dios camina con nosotros


Uno de los aportes del Vaticano II es hacernos caer en la cuenta que la Revelación no son sólo ideas que Dios nos ha transmitido y que sólo comunicamos, sino que es la permanente manifestación que Dios hace de sí para comunicar al hombre la vida divina, de modo que vayamos construyendo nuestra historia de salvación.

La figura de camino y del pueblo que camina es una expresión de la condición sinodal, (sínodo = caminar junto), de la Iglesia. La fuerza de esta condición histórica ha aumentado por la operatividad de la acción evangelizadora y presencia en el lugar. Esto nos permite conocer mejor las necesidades, la complejidad, las dificultades y la acción de Dios. El recorrido nos permite reconocer nuestro ser histórico, nuestra participación como responsables del pasado y constructores del futuro en camino hacia la plenitud de la vida.

Así como los discípulos de Emaús platicaron con aire entristecido por lo acontecido en Israel; el entrar en contacto con la ciudad las personas manifiestan sus preocupaciones, esperanzas, inconformidades y anhelos de cambio. Muchas son las inconformidades manifestadas de cómo se desarrolla la fe en el presente. Los problemas sociales nos desbordan, no alcanzamos a dar respuesta, lo cual genera una sensación de frustración y un retraerse hacia escenarios más seguros y tranquilos, particularmente esta situación de pandemia nos avizora la sin razón de comprenderla.

Preferimos acoplar nuestra propia e imaginaria ya normalidad, y nos aferramos a ella como un refugio ante los desafíos de cambio de la sociedad. Ante esto, se abren zonas de confort auspiciadas por personajes que prefieren aferrarse a la mezquindad de sus intereses, de su egoísta forma de concebir la vida y la capacidad de convivencia con los demás. Se propician actitudes y conductas “coladera”, donde todo mundo va a buscar lo cómodo, lo fácil, lo que esquive la mínima regla y sea más “barato” cueste lo que cueste. Es la visión de la vida simplona, donde no pasa nada, o finalmente, “de algo nos tenemos que morir”.

Es cierto que hay anhelo de cambio en muchas personas, de muchas maneras la gente nos expresa sus deseos de cambio, pero siempre algunas pensando a su manera, no a la de Jesús. Todos sentimos que esta necesidad se lleve a cabo en el espacio local, que esté en sintonía con la universal. A esto se añade la realidad pastoral de nuestra Iglesia, donde más a la de sus propuestas objetivas y animadoras de nuestros pastores, en muchos lugares seguimos inmersos en la práctica de círculos viciosos: prácticas no conformes con el Evangelio a los que nos hemos acostumbrados para resolver las ambigüedades.

La tolerancia se convierte en complacencia, con el simple argumento de no cambiar para no incomodar. El mercadeo de la religiosidad popular, clericalismo, la falta de transparencia en los bienes eclesiástico, la falta de inculturación, la apatía ante la urgente necesidad de implementar una convicción misionera desde las circunstancias de emergencia en nuestros pueblos, etc..

No hacemos preguntas de análisis. Muchas prácticas pastorales se fundan en el pensamiento de que el mundo no ha cambiado, como si todos en la sociedad fuéramos católicos, como si la religión fuera el centro y referente de la vida, y todo fuera igual. Pero esta es nuestra convicción: JESÚS SALE AL ENCUENTRO DE QUIENES VAN CON ESE DIÁLOGO ENTRISTECIDO. “La fe nos enseña que Dios vive en la ciudades y pueblos en medio de sus alegrías, anhelos y esperanzas como en sus dolores y sufrimiento», (DA) por tanto, la pastoral urbana comienza por descubrir a Dios que vive en la ciudad y estructurar de frente a Él una respuesta de fe. Somos llamados a ser signos e instrumentos eficaces en medio del mundo para descubrir la condición histórica y dialogal del Evangelio, de modo que, en medio de las sombras, el plan salvífico comience por descubrir la novedad constante: el reino de Dios ya está en nosotros, esta es la buena noticia que fundamenta nuestra esperanza.

Dios camina con nosotros


Uno de los aportes del Vaticano II es hacernos caer en la cuenta que la Revelación no son sólo ideas que Dios nos ha transmitido y que sólo comunicamos, sino que es la permanente manifestación que Dios hace de sí para comunicar al hombre la vida divina, de modo que vayamos construyendo nuestra historia de salvación.

La figura de camino y del pueblo que camina es una expresión de la condición sinodal, (sínodo = caminar junto), de la Iglesia. La fuerza de esta condición histórica ha aumentado por la operatividad de la acción evangelizadora y presencia en el lugar. Esto nos permite conocer mejor las necesidades, la complejidad, las dificultades y la acción de Dios. El recorrido nos permite reconocer nuestro ser histórico, nuestra participación como responsables del pasado y constructores del futuro en camino hacia la plenitud de la vida.

Así como los discípulos de Emaús platicaron con aire entristecido por lo acontecido en Israel; el entrar en contacto con la ciudad las personas manifiestan sus preocupaciones, esperanzas, inconformidades y anhelos de cambio. Muchas son las inconformidades manifestadas de cómo se desarrolla la fe en el presente. Los problemas sociales nos desbordan, no alcanzamos a dar respuesta, lo cual genera una sensación de frustración y un retraerse hacia escenarios más seguros y tranquilos, particularmente esta situación de pandemia nos avizora la sin razón de comprenderla.

Preferimos acoplar nuestra propia e imaginaria ya normalidad, y nos aferramos a ella como un refugio ante los desafíos de cambio de la sociedad. Ante esto, se abren zonas de confort auspiciadas por personajes que prefieren aferrarse a la mezquindad de sus intereses, de su egoísta forma de concebir la vida y la capacidad de convivencia con los demás. Se propician actitudes y conductas “coladera”, donde todo mundo va a buscar lo cómodo, lo fácil, lo que esquive la mínima regla y sea más “barato” cueste lo que cueste. Es la visión de la vida simplona, donde no pasa nada, o finalmente, “de algo nos tenemos que morir”.

Es cierto que hay anhelo de cambio en muchas personas, de muchas maneras la gente nos expresa sus deseos de cambio, pero siempre algunas pensando a su manera, no a la de Jesús. Todos sentimos que esta necesidad se lleve a cabo en el espacio local, que esté en sintonía con la universal. A esto se añade la realidad pastoral de nuestra Iglesia, donde más a la de sus propuestas objetivas y animadoras de nuestros pastores, en muchos lugares seguimos inmersos en la práctica de círculos viciosos: prácticas no conformes con el Evangelio a los que nos hemos acostumbrados para resolver las ambigüedades.

La tolerancia se convierte en complacencia, con el simple argumento de no cambiar para no incomodar. El mercadeo de la religiosidad popular, clericalismo, la falta de transparencia en los bienes eclesiástico, la falta de inculturación, la apatía ante la urgente necesidad de implementar una convicción misionera desde las circunstancias de emergencia en nuestros pueblos, etc..

No hacemos preguntas de análisis. Muchas prácticas pastorales se fundan en el pensamiento de que el mundo no ha cambiado, como si todos en la sociedad fuéramos católicos, como si la religión fuera el centro y referente de la vida, y todo fuera igual. Pero esta es nuestra convicción: JESÚS SALE AL ENCUENTRO DE QUIENES VAN CON ESE DIÁLOGO ENTRISTECIDO. “La fe nos enseña que Dios vive en la ciudades y pueblos en medio de sus alegrías, anhelos y esperanzas como en sus dolores y sufrimiento», (DA) por tanto, la pastoral urbana comienza por descubrir a Dios que vive en la ciudad y estructurar de frente a Él una respuesta de fe. Somos llamados a ser signos e instrumentos eficaces en medio del mundo para descubrir la condición histórica y dialogal del Evangelio, de modo que, en medio de las sombras, el plan salvífico comience por descubrir la novedad constante: el reino de Dios ya está en nosotros, esta es la buena noticia que fundamenta nuestra esperanza.