/ domingo 29 de diciembre de 2019

INTELLEGO UT CREDAM

La familia, don divino

El gran Juan Pablo II había afirmado hablando de la familia “El argumento es maravilloso, pero la realdad es difícil”. En efecto, la familia es un argumento maravilloso y una realidad difícil porque exige al hombre que mire cada día hacia lo gratuito, cuyo ideal desemboca en lo divino.

Querer ser hombre significa llegar a querer ser Dios. Por tanto, para poder ser humano hace falta ser sobrehumano. Precisamente por eso la familia, siendo una realidad difícil, es un argumento fascinante. (Cfr. Juan Pablo II. Homilía a las familias, Kinshasa 3 de mayo 1980).

Pero hemos de entender con simpleza de fe que, sólo contemplando el don de lo divino, que es ahí donde se nos revela, es decir, se nos comunica y se realiza nuestra libertad. El hombre es pues libre por la heredad del Creador que lo ha modelado a su imagen y semejanza; es libre cuando habita su propia casa que no se encuentra ni entre las cosas ni entre los animales (cfr. Gen. 2, 20). El espacio de su propia casa comienza en el otro (otra persona), en la medida en que ésta le indica a Dios y hacia Él le conduce. Sólo habitando juntos, en comunión, los hombres disfrutan de la verdad del divino amor, que es libertad perfecta.

En esta esencia de libertad nace pues la familia, en cuanto que esta es el proyecto divino para la humanidad, pues en ella (la familia), es donde la libertad se cumple, cuando se da continuamente la propia vida no sólo a los demás, sino también por los demás. En las sociedades donde se carece de la libertad de las personas, aunque haya las así llamadas libertades, faltan las familias, porque está ausenta la capacidad de entregar la vida por los demás. El que es capaz de vivir esta libertad que está a la base de la familia, mira a lo divino, y a través de la familia es como se recibe de lo divino la propia identidad.

El amor está inscrito en la estructura del ser humano, es como su propio nombre. Entonces el nombre se dirige al nombre; el amor provoca amor. No impone nada. El amor tan sólo ama. El que ama obliga al amado sólo a amar, es decir, a darlo todo, incluso la vida al otro. Las personas, al revelarse la una a la otra, crean un espacio en donde habitar. La una habita en presencia de la otra y habitando en esa presencia, le ofrece su propia presencia para que la habite. Por lo tanto, el ser humano en su anhelo de ser feliz, sale de sí mismo en busca de los demás, porque sólo con la ayuda de otra persona podrá lograr edificar la propia casa de la beatitud.

El que se siente como un simple objeto en la vida, tratará a los demás de la misma manera. Utilizado, utiliza todo y a todos. La tragedia de tantos matrimonios, familias y de la sociedad, consiste precisamente en que son las debilidades las que unen el hombre a la mujer, los hijos a los padres o los padres a los hijos.

Usar y explotar al otro hasta el momento en que deja de ser comestible y agradable a la vista, constituye el único vínculo sobre el que se basan tantas amistades, matrimonios, familias, sociedades. Esta tragedia deriva de la confusión entre amar al hombre, e intentar poseerlo como si fuese un objeto de usar y tirar. El que vive así, no desea su ser, sino su funcionamiento. Quien desea a la mujer, al marido, a los hijos, no dará a ellos y por ellos su propia vida para que ellos la tengan en abundancia, sino que, en vistas de su propia comunidad les arrebata incluso su vida que les pertenece.

Si la identidad pues, del hombre no proviene del amor en el que se transparenta el amor de Dios que nos ha amado y elegido desde antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él (Efesios 1, 4), su vida corre el riesgo de desarrollarse como una historia contada por un idiota. Lo mismo sucede con la historia del matrimonio y la familia.

Cualquier historia que se cuente en modo divino constituye entonces una tradición, en ella se cumple la historia de la presencia de Dios a los hombres, para constituirlos como seres en libertad capaces de reproducir su imagen en la que han sido creados. Esto representa entonces dice San Agustín “el espacio sagrado de la familia, que constituye por así decirlo en cierto modo, como el vivero de la sociedad” (cfr. San Agustín. De Civitate Dei 15).

La familia, don divino

El gran Juan Pablo II había afirmado hablando de la familia “El argumento es maravilloso, pero la realdad es difícil”. En efecto, la familia es un argumento maravilloso y una realidad difícil porque exige al hombre que mire cada día hacia lo gratuito, cuyo ideal desemboca en lo divino.

Querer ser hombre significa llegar a querer ser Dios. Por tanto, para poder ser humano hace falta ser sobrehumano. Precisamente por eso la familia, siendo una realidad difícil, es un argumento fascinante. (Cfr. Juan Pablo II. Homilía a las familias, Kinshasa 3 de mayo 1980).

Pero hemos de entender con simpleza de fe que, sólo contemplando el don de lo divino, que es ahí donde se nos revela, es decir, se nos comunica y se realiza nuestra libertad. El hombre es pues libre por la heredad del Creador que lo ha modelado a su imagen y semejanza; es libre cuando habita su propia casa que no se encuentra ni entre las cosas ni entre los animales (cfr. Gen. 2, 20). El espacio de su propia casa comienza en el otro (otra persona), en la medida en que ésta le indica a Dios y hacia Él le conduce. Sólo habitando juntos, en comunión, los hombres disfrutan de la verdad del divino amor, que es libertad perfecta.

En esta esencia de libertad nace pues la familia, en cuanto que esta es el proyecto divino para la humanidad, pues en ella (la familia), es donde la libertad se cumple, cuando se da continuamente la propia vida no sólo a los demás, sino también por los demás. En las sociedades donde se carece de la libertad de las personas, aunque haya las así llamadas libertades, faltan las familias, porque está ausenta la capacidad de entregar la vida por los demás. El que es capaz de vivir esta libertad que está a la base de la familia, mira a lo divino, y a través de la familia es como se recibe de lo divino la propia identidad.

El amor está inscrito en la estructura del ser humano, es como su propio nombre. Entonces el nombre se dirige al nombre; el amor provoca amor. No impone nada. El amor tan sólo ama. El que ama obliga al amado sólo a amar, es decir, a darlo todo, incluso la vida al otro. Las personas, al revelarse la una a la otra, crean un espacio en donde habitar. La una habita en presencia de la otra y habitando en esa presencia, le ofrece su propia presencia para que la habite. Por lo tanto, el ser humano en su anhelo de ser feliz, sale de sí mismo en busca de los demás, porque sólo con la ayuda de otra persona podrá lograr edificar la propia casa de la beatitud.

El que se siente como un simple objeto en la vida, tratará a los demás de la misma manera. Utilizado, utiliza todo y a todos. La tragedia de tantos matrimonios, familias y de la sociedad, consiste precisamente en que son las debilidades las que unen el hombre a la mujer, los hijos a los padres o los padres a los hijos.

Usar y explotar al otro hasta el momento en que deja de ser comestible y agradable a la vista, constituye el único vínculo sobre el que se basan tantas amistades, matrimonios, familias, sociedades. Esta tragedia deriva de la confusión entre amar al hombre, e intentar poseerlo como si fuese un objeto de usar y tirar. El que vive así, no desea su ser, sino su funcionamiento. Quien desea a la mujer, al marido, a los hijos, no dará a ellos y por ellos su propia vida para que ellos la tengan en abundancia, sino que, en vistas de su propia comunidad les arrebata incluso su vida que les pertenece.

Si la identidad pues, del hombre no proviene del amor en el que se transparenta el amor de Dios que nos ha amado y elegido desde antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él (Efesios 1, 4), su vida corre el riesgo de desarrollarse como una historia contada por un idiota. Lo mismo sucede con la historia del matrimonio y la familia.

Cualquier historia que se cuente en modo divino constituye entonces una tradición, en ella se cumple la historia de la presencia de Dios a los hombres, para constituirlos como seres en libertad capaces de reproducir su imagen en la que han sido creados. Esto representa entonces dice San Agustín “el espacio sagrado de la familia, que constituye por así decirlo en cierto modo, como el vivero de la sociedad” (cfr. San Agustín. De Civitate Dei 15).