/ lunes 27 de noviembre de 2023

Tres Durangos

Todas las raíces habitan el mismo lugar que las estrellas, están ahí de cualquier modo aunque no podamos tocarlas. Son parte esencial de la memoria, en una ciudad las huellas van y vienen, la historia está llena de símbolos que nos invitan a pensar en el transcurso del tiempo. Sucede igual con las generaciones de una familia, el abuelo y la abuela tuvieron a sus abuelos y a sus abuelas, aunque no conozcamos a nuestros antepasados, ellos están ahí, en el recuerdo imposible, en la huella de sus vidas que aún perdura en el presente. Las ciudades son como un gran bosque, donde el día y la noche no importan para que las cosas sigan permaneciendo en su instante eterno.

En Durango, la capital mexicana del norte de la república, tiene un sinfín de lugares con historia que nos hablan a través de sus reflejos de piedra y arena. Siguiendo la salida de la ciudad por el bulevar Domingo Arrieta, donde un monumento hace homenaje a los hermanos Arrieta de la Revolución, puede llegarse a un paisaje inmediato de mezquites y sábila, con el sol de los nahuas, nómadas que arribaron a las orillas del río Tunal, y que tiene dos mil años a sus espaldas. La zona arqueológica de la Ferrería es mágica, tiene petroglifos y espacios que se pueden visitar para tocar con la palma de nuestras manos lo que era siglos atrás la ciudad, el mundo. A mediados de la década de los 50, muchos materiales arqueológicos desaparecieron tras los estudios del profesor Charles Kelly, de la Universidad de Chicago, que pusieron en valor la riqueza de la Ferrería duranguense. No muy lejos a de allí, en la conocida como La Hacienda, cerca del parque la Fundidora, pasó muchos años un duranguense llamado Don Dimas, que contaba de primera voz los relatos y las historias del lugar a los visitantes, era el anciano mexicano sabedor del tiempo y de la memoria.

Los cerros duranguenses cuando se miren desde lejos tienen una fuerza de atracción para la vista, dejan en la mirada un sentido de pertenencia íntima y de un extraño arraigo al lugar que miramos. Se parecen a los monumentos medievales de otras ciudades, como la Durango vizcaína, donde el tiempo se detuvo para enseñarnos el lado profundo de la vida. En la comarca del Duranguesado vasco, la Torre de Munsaratz es un ejemplo de lo que fue una casa y luego un monumento, también la piedra parece que sueña a orillas del río Zumelegui. Precisamente, allí nació la madre de Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de México y muchas familias la habitaron: Munsaratz, Guisasa, Elespe, Zengotitabengoa, Azkarate, todos sus ojos y sus vidas estuvieron vinculadas a la torre que se remonta al año 1172. Es mágico pensar en esos tiempos, cuando la hija del rey de Navarra se casó y se cuentan leyendas de familia sobre aquella boda, incluyendo las cuevas del Amboto y los Ximelgorris, que eran seres de la mitología vasca.

Todas las ciudades tienen sus huellas y se mezclan en el tiempo para dar la otra luz de los soles que desaparecieron. Así sucede en la ciudad de Durango, en Colorado, al llegar en el Condado de la Plata al sitio arqueológico de Durango, Rock Shelters, podremos conocer con nuestros propios ojos, los vestigios del pueblo ancestral de los anasazi que eran nativos de América. Con más de diez mil años de historia, entre los lugares más singulares que promociona por internet la oficina de Turismo del duranguesado estadounidense, están los poblados prehistóricos de Hovenweep, allí sus senderos nos llevarán a seguir de cerca otras huellas, otros nombres, otros soles que iluminan la memoria del mundo.

Todas las raíces habitan el mismo lugar que las estrellas, están ahí de cualquier modo aunque no podamos tocarlas. Son parte esencial de la memoria, en una ciudad las huellas van y vienen, la historia está llena de símbolos que nos invitan a pensar en el transcurso del tiempo. Sucede igual con las generaciones de una familia, el abuelo y la abuela tuvieron a sus abuelos y a sus abuelas, aunque no conozcamos a nuestros antepasados, ellos están ahí, en el recuerdo imposible, en la huella de sus vidas que aún perdura en el presente. Las ciudades son como un gran bosque, donde el día y la noche no importan para que las cosas sigan permaneciendo en su instante eterno.

En Durango, la capital mexicana del norte de la república, tiene un sinfín de lugares con historia que nos hablan a través de sus reflejos de piedra y arena. Siguiendo la salida de la ciudad por el bulevar Domingo Arrieta, donde un monumento hace homenaje a los hermanos Arrieta de la Revolución, puede llegarse a un paisaje inmediato de mezquites y sábila, con el sol de los nahuas, nómadas que arribaron a las orillas del río Tunal, y que tiene dos mil años a sus espaldas. La zona arqueológica de la Ferrería es mágica, tiene petroglifos y espacios que se pueden visitar para tocar con la palma de nuestras manos lo que era siglos atrás la ciudad, el mundo. A mediados de la década de los 50, muchos materiales arqueológicos desaparecieron tras los estudios del profesor Charles Kelly, de la Universidad de Chicago, que pusieron en valor la riqueza de la Ferrería duranguense. No muy lejos a de allí, en la conocida como La Hacienda, cerca del parque la Fundidora, pasó muchos años un duranguense llamado Don Dimas, que contaba de primera voz los relatos y las historias del lugar a los visitantes, era el anciano mexicano sabedor del tiempo y de la memoria.

Los cerros duranguenses cuando se miren desde lejos tienen una fuerza de atracción para la vista, dejan en la mirada un sentido de pertenencia íntima y de un extraño arraigo al lugar que miramos. Se parecen a los monumentos medievales de otras ciudades, como la Durango vizcaína, donde el tiempo se detuvo para enseñarnos el lado profundo de la vida. En la comarca del Duranguesado vasco, la Torre de Munsaratz es un ejemplo de lo que fue una casa y luego un monumento, también la piedra parece que sueña a orillas del río Zumelegui. Precisamente, allí nació la madre de Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de México y muchas familias la habitaron: Munsaratz, Guisasa, Elespe, Zengotitabengoa, Azkarate, todos sus ojos y sus vidas estuvieron vinculadas a la torre que se remonta al año 1172. Es mágico pensar en esos tiempos, cuando la hija del rey de Navarra se casó y se cuentan leyendas de familia sobre aquella boda, incluyendo las cuevas del Amboto y los Ximelgorris, que eran seres de la mitología vasca.

Todas las ciudades tienen sus huellas y se mezclan en el tiempo para dar la otra luz de los soles que desaparecieron. Así sucede en la ciudad de Durango, en Colorado, al llegar en el Condado de la Plata al sitio arqueológico de Durango, Rock Shelters, podremos conocer con nuestros propios ojos, los vestigios del pueblo ancestral de los anasazi que eran nativos de América. Con más de diez mil años de historia, entre los lugares más singulares que promociona por internet la oficina de Turismo del duranguesado estadounidense, están los poblados prehistóricos de Hovenweep, allí sus senderos nos llevarán a seguir de cerca otras huellas, otros nombres, otros soles que iluminan la memoria del mundo.

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