/ lunes 18 de diciembre de 2023

Tres Durangos

El sol de invierno hace que los días parezcan un recuerdo especial de otros años y de otras vidas. En una ciudad, el mes de diciembre colorea con guirnaldas y luces navideñas todas las plazas y parques, es como una cuenta atrás para el final del año que nos otorga una invitación para hacer memoria del tiempo sucedido. La luz de invierno es así, un instante pasajero que fluye entre las imágenes de los últimos días de la semana y el año. En las familias el tiempo festivo de diciembre supone el encuentro con la tradición, volver a sentir cerca a los seres queridos que ya no están y también a los que se fueron a otra ciudad, a otro país y aún con su ausencia da un sentido a la vida.

En nuestra Durango mexicana, hay muchos recuerdos que se van sumando al imaginario colectivo sobre el familiar que emigró al norte. Hay más de un millón de duranguenses en otras latitudes americanas, de California a Chicago, que forman parte de esa emigración familiar, son los paisanos que habitan en la memoria y en el cariño de muchas familias. Y también existe la Durango que pervive en el baúl de los recuerdos de quienes viajaron una vez y ya solo conservan en su memoria la imagen de la ciudad de su niñez y juventud. Es el sol del invierno en sus vidas. Uno de los lugares más emblemáticos del centro histórico de Durango es el puente Analco, con sus luces nocturnas ilumina la noche duranguense, el nombre proviene de voces ancestrales, el lugar más allá del agua. La Basílica de San Juan de Analco, con el vecino Jardín Juárez, es también un lugar memorable, las luces mágicas que iluminan las bóvedas de las iglesias duranguenses hacen del invierno un sol que da vida al ensueño y al misterio. La ciudad mexicana se pasea con mucho deleite y nada mejor que unos tamales con atole para disfrutar la esencia de las posadas y de la festividad navideña que es vivida en México de un modo pletórico y entrañable.

En la ciudad vasca de Durango, el agua y la luz se toman de la mano, hay un brillo esencial que iguala el cristal y la piedra, el río y el cielo en Durangaldea. Cuando se atraviesan a pie sus calles más antiguas, el sol de invierno se hace visible en los entornos de los palacios Arribi y Lejarza, los charcos de lluvia relucen como segundos de vida que se han quedado a la espera de una eternidad imposible. Hay en la Durango vizcaína, una serie de puertas que nos llevan al origen, si alcanzamos a mirar la ciudad desde el arco de Santa Ana, podremos contar la puerta del mercado, la puerta de Kurutziaga, la Puerta del Olmedal, la Puerta de Zabala, la puerta del Nogal y la puerta de la Piedad. Todas las miradas conducen a un mismo destino, la ciudad se recorre siempre al ritmo del pulso vital de cada corazón y todos a la vez hacen una música silenciosa que es la vida. Si se visita la Durango de Euskal Herria, todos los días el sol se vuelca a manos llenas sobre la escultura del ídolo de Mikeldi, una enigmática figura en piedra arenisca de un animal de la edad de hierro, que parece que nos mira y que se sueña a sí misma fuera del tiempo.

En la ciudad estadounidense de Durango, el sol invernal se ensimisma entre las frondas de los bosques donde reina el abeto azul de Colorado, el mismo árbol centenario que en una navidad de 1962 acompañó al presidente Kennedy en la ceremonia tradicional de la Casa Blanca y que fue su última navidad. Los árboles de las tierras altas en Silver Creek se pueden tocar con las manos, pasear un bosque americano con su sol nativo de todos los inviernos nos devuelve ese lado de los mitos que acompañan a todas las ciudades, donde hay un lugar para vivir, también hay sueños.

Y en los tres Durangos, el sol, el tiempo y la vida proceden de la piedra original de los ríos y de la madera de los bosques, de un sol que fue para todos los inviernos por venir.

El sol de invierno hace que los días parezcan un recuerdo especial de otros años y de otras vidas. En una ciudad, el mes de diciembre colorea con guirnaldas y luces navideñas todas las plazas y parques, es como una cuenta atrás para el final del año que nos otorga una invitación para hacer memoria del tiempo sucedido. La luz de invierno es así, un instante pasajero que fluye entre las imágenes de los últimos días de la semana y el año. En las familias el tiempo festivo de diciembre supone el encuentro con la tradición, volver a sentir cerca a los seres queridos que ya no están y también a los que se fueron a otra ciudad, a otro país y aún con su ausencia da un sentido a la vida.

En nuestra Durango mexicana, hay muchos recuerdos que se van sumando al imaginario colectivo sobre el familiar que emigró al norte. Hay más de un millón de duranguenses en otras latitudes americanas, de California a Chicago, que forman parte de esa emigración familiar, son los paisanos que habitan en la memoria y en el cariño de muchas familias. Y también existe la Durango que pervive en el baúl de los recuerdos de quienes viajaron una vez y ya solo conservan en su memoria la imagen de la ciudad de su niñez y juventud. Es el sol del invierno en sus vidas. Uno de los lugares más emblemáticos del centro histórico de Durango es el puente Analco, con sus luces nocturnas ilumina la noche duranguense, el nombre proviene de voces ancestrales, el lugar más allá del agua. La Basílica de San Juan de Analco, con el vecino Jardín Juárez, es también un lugar memorable, las luces mágicas que iluminan las bóvedas de las iglesias duranguenses hacen del invierno un sol que da vida al ensueño y al misterio. La ciudad mexicana se pasea con mucho deleite y nada mejor que unos tamales con atole para disfrutar la esencia de las posadas y de la festividad navideña que es vivida en México de un modo pletórico y entrañable.

En la ciudad vasca de Durango, el agua y la luz se toman de la mano, hay un brillo esencial que iguala el cristal y la piedra, el río y el cielo en Durangaldea. Cuando se atraviesan a pie sus calles más antiguas, el sol de invierno se hace visible en los entornos de los palacios Arribi y Lejarza, los charcos de lluvia relucen como segundos de vida que se han quedado a la espera de una eternidad imposible. Hay en la Durango vizcaína, una serie de puertas que nos llevan al origen, si alcanzamos a mirar la ciudad desde el arco de Santa Ana, podremos contar la puerta del mercado, la puerta de Kurutziaga, la Puerta del Olmedal, la Puerta de Zabala, la puerta del Nogal y la puerta de la Piedad. Todas las miradas conducen a un mismo destino, la ciudad se recorre siempre al ritmo del pulso vital de cada corazón y todos a la vez hacen una música silenciosa que es la vida. Si se visita la Durango de Euskal Herria, todos los días el sol se vuelca a manos llenas sobre la escultura del ídolo de Mikeldi, una enigmática figura en piedra arenisca de un animal de la edad de hierro, que parece que nos mira y que se sueña a sí misma fuera del tiempo.

En la ciudad estadounidense de Durango, el sol invernal se ensimisma entre las frondas de los bosques donde reina el abeto azul de Colorado, el mismo árbol centenario que en una navidad de 1962 acompañó al presidente Kennedy en la ceremonia tradicional de la Casa Blanca y que fue su última navidad. Los árboles de las tierras altas en Silver Creek se pueden tocar con las manos, pasear un bosque americano con su sol nativo de todos los inviernos nos devuelve ese lado de los mitos que acompañan a todas las ciudades, donde hay un lugar para vivir, también hay sueños.

Y en los tres Durangos, el sol, el tiempo y la vida proceden de la piedra original de los ríos y de la madera de los bosques, de un sol que fue para todos los inviernos por venir.

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