/ jueves 19 de diciembre de 2019

EL SOL EN PERSPECTIVA

La dignidad de la cultura

La inextinguible fuerza y vigor de nuestra tradición cristiana, abre de nuevo en nuestra ciudad, ese paréntesis de tiempo que resulta ser especialmente propicio, -al contacto del bello y poético relato del nacimiento de Jesús de Nazaret- para la reflexión y el pensamiento respecto de los bienes y de los fines de la vida que están por encima y más allá de las preocupaciones, los intereses y los afanes de todos los días.

Es claro que no se olvidan, -ni deben olvidarse-, los temas y los asuntos que constituyen la realidad cotidiana de nuestra vida individual y colectiva. Pero también es claro, que tales temas se contemplan y se interpretan, en estos días del año, de modo diferente. A la luz del pensamiento cristiano llegamos a entender, -o a sentir-, que la unidad y la alianza espiritual de nuestra comunidad y de nuestro sentido de grupo, no podría resistir las amenazas que siempre plantea la posibilidad de una desgracia o de un mundo adverso, -en la naturaleza, la política o la economía- si no fuéramos capaces, - los durangueños-, como lo hemos sido en múltiples ocasiones anteriores en la historia, de cimentar y de organizar tal unidad y tal alianza, sobre la base sólida y firme, de nuestra cultura y de nuestro modo de ser.

Si por cultura entendemos en la más amplia acepción de este término, “el conjunto de bienes espirituales y materiales que son relativos a un grupo social determinado; bienes que son trasmitidos de generación en generación para guiar y mostrar el camino a los comportamientos individuales y colectivos,” en tales bienes deberemos incluir, entonces,… los símbolos espirituales y materiales de la colectividad; los recursos comunicativos, (las manifestaciones religiosas y artísticas, incluidas); los sistemas de creencias; los modos de vida; las costumbres; las tradiciones; los hábitos de comportamiento; los valores; las instituciones; y los conocimientos; entre otras varias manifestaciones del espíritu humano y de la vida social.

Así, cada sistema cultural, -o cada cultura propiamente dicha-, viene a ser una forma de interpretación y una respuesta vital frente a la realidad que experimentan los individuos y los grupos humanos. De este modo pues, la cultura durangueña es una forma de expresión de lo que somos y de lo que queremos ser los durangueños; es un relato de nuestra historia; una explicación del contexto en el que estamos; son los medios y los instrumentos con que contamos para comunicarnos local y universalmente, manteniendo con ello vivo y real el valor y el atributo de la libertad humana a través de la esencial libertad de expresión.

En nuestras tradiciones decembrinas en las que la proximidad cristiana traduce el compromiso moral de nuestra comunidad para insistir y perseverar en la decisión de defender, conservar y mantener vivas y vigentes nuestras tradiciones y costumbres, se expresa también y está presente, el anhelo humano y religioso de la cultura que profesamos, de participar -,con la distinta y plural calidad de nuestras riquezas intelectuales, artísticas y sentimentales-, en los valores universales de la Cristiandad; la fraternidad humana, la devoción, y las tres virtudes teologales de la doctrina; la fe, la esperanza y la caridad, virtudes esenciales también, de todo humanismo trascendente.

No es ajena nuestra cultura, al concepto de las responsabilidades temporales e inmediatas. En el fondo de todas estas meditaciones de temporada, yace el imperativo moral y cristiano que nos ilustra la libre obligación de servir con la calidad de delegados irrenunciables a un programa que, sin menoscabar las más extensas y legítimas aspiraciones personales, permite elevar y sostener en el plano de lo colectivo y de lo social, un verdadero sistema de colaboración para el trabajo del bien común y del Estado de Derecho.

Vivimos, ni duda cabe de ello, en una época y un tiempo que se caracterizan por grandes hazañas de pensamiento técnico y por grandes conquistas de la inteligencia práctica. Pero son éstos también, un tiempo y una época que son heridos y vulnerados por el uso y el empleo que se ha venido haciendo de tales conquistas. Son estos, tiempos de civilización, pero no de cultura. Como decían nuestros viejos y admirados maestros: “vemos y experimentamos el afán de dominio del hombre sobre las cosas. Pero no vemos ni experimentamos el interés y el trabajo del hombre para incrementar el dominio ético y moral, sobre sí mismo”.

Bienvenido sea pues, este tiempo especial de nuestra naturaleza y de nuestra circunstancia cultural, que nos ilumina y nos convoca, perseverantemente, a una noble y generosa ambición: La de progresar en sus más altos valores, para contribuir mejor, a la altura y dignidad de nuestra vida personal y social.

La dignidad de la cultura

La inextinguible fuerza y vigor de nuestra tradición cristiana, abre de nuevo en nuestra ciudad, ese paréntesis de tiempo que resulta ser especialmente propicio, -al contacto del bello y poético relato del nacimiento de Jesús de Nazaret- para la reflexión y el pensamiento respecto de los bienes y de los fines de la vida que están por encima y más allá de las preocupaciones, los intereses y los afanes de todos los días.

Es claro que no se olvidan, -ni deben olvidarse-, los temas y los asuntos que constituyen la realidad cotidiana de nuestra vida individual y colectiva. Pero también es claro, que tales temas se contemplan y se interpretan, en estos días del año, de modo diferente. A la luz del pensamiento cristiano llegamos a entender, -o a sentir-, que la unidad y la alianza espiritual de nuestra comunidad y de nuestro sentido de grupo, no podría resistir las amenazas que siempre plantea la posibilidad de una desgracia o de un mundo adverso, -en la naturaleza, la política o la economía- si no fuéramos capaces, - los durangueños-, como lo hemos sido en múltiples ocasiones anteriores en la historia, de cimentar y de organizar tal unidad y tal alianza, sobre la base sólida y firme, de nuestra cultura y de nuestro modo de ser.

Si por cultura entendemos en la más amplia acepción de este término, “el conjunto de bienes espirituales y materiales que son relativos a un grupo social determinado; bienes que son trasmitidos de generación en generación para guiar y mostrar el camino a los comportamientos individuales y colectivos,” en tales bienes deberemos incluir, entonces,… los símbolos espirituales y materiales de la colectividad; los recursos comunicativos, (las manifestaciones religiosas y artísticas, incluidas); los sistemas de creencias; los modos de vida; las costumbres; las tradiciones; los hábitos de comportamiento; los valores; las instituciones; y los conocimientos; entre otras varias manifestaciones del espíritu humano y de la vida social.

Así, cada sistema cultural, -o cada cultura propiamente dicha-, viene a ser una forma de interpretación y una respuesta vital frente a la realidad que experimentan los individuos y los grupos humanos. De este modo pues, la cultura durangueña es una forma de expresión de lo que somos y de lo que queremos ser los durangueños; es un relato de nuestra historia; una explicación del contexto en el que estamos; son los medios y los instrumentos con que contamos para comunicarnos local y universalmente, manteniendo con ello vivo y real el valor y el atributo de la libertad humana a través de la esencial libertad de expresión.

En nuestras tradiciones decembrinas en las que la proximidad cristiana traduce el compromiso moral de nuestra comunidad para insistir y perseverar en la decisión de defender, conservar y mantener vivas y vigentes nuestras tradiciones y costumbres, se expresa también y está presente, el anhelo humano y religioso de la cultura que profesamos, de participar -,con la distinta y plural calidad de nuestras riquezas intelectuales, artísticas y sentimentales-, en los valores universales de la Cristiandad; la fraternidad humana, la devoción, y las tres virtudes teologales de la doctrina; la fe, la esperanza y la caridad, virtudes esenciales también, de todo humanismo trascendente.

No es ajena nuestra cultura, al concepto de las responsabilidades temporales e inmediatas. En el fondo de todas estas meditaciones de temporada, yace el imperativo moral y cristiano que nos ilustra la libre obligación de servir con la calidad de delegados irrenunciables a un programa que, sin menoscabar las más extensas y legítimas aspiraciones personales, permite elevar y sostener en el plano de lo colectivo y de lo social, un verdadero sistema de colaboración para el trabajo del bien común y del Estado de Derecho.

Vivimos, ni duda cabe de ello, en una época y un tiempo que se caracterizan por grandes hazañas de pensamiento técnico y por grandes conquistas de la inteligencia práctica. Pero son éstos también, un tiempo y una época que son heridos y vulnerados por el uso y el empleo que se ha venido haciendo de tales conquistas. Son estos, tiempos de civilización, pero no de cultura. Como decían nuestros viejos y admirados maestros: “vemos y experimentamos el afán de dominio del hombre sobre las cosas. Pero no vemos ni experimentamos el interés y el trabajo del hombre para incrementar el dominio ético y moral, sobre sí mismo”.

Bienvenido sea pues, este tiempo especial de nuestra naturaleza y de nuestra circunstancia cultural, que nos ilumina y nos convoca, perseverantemente, a una noble y generosa ambición: La de progresar en sus más altos valores, para contribuir mejor, a la altura y dignidad de nuestra vida personal y social.

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