/ viernes 5 de marzo de 2021

Renovar la ASF

Los embrollos en que se ha metido recientemente la Auditoría Superior de la Federación (ASF) hablan no sólo de vericuetos políticos.

También de conflictos de diseño institucional y encauzamiento de las atribuciones, facultades y obligaciones tanto constitucionales como legales de un agencia pública que debería ser clave para la consolidación democrática en México pero que al día de hoy bien pudiera ponerse en entredicho en cuanto a su idoneidad.

Efectivamente, y aunque la Carta Magna en su artículo 79 pareciera ser clara al puntualizar que la ASF tiene a su cargo la fiscalización posterior de ingresos, egresos y deuda, la entrega de informes individuales de auditoría a la Cámara de Diputados, la investigación de posibles actos irregulares o ilícitos en el ingreso, manejo, custodia y aplicación de fondos y recursos federales, así como la promoción de responsabilidades ante el Tribunal Federal de Justicia Administrativa y la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, lo cierto es que en los hechos sus observaciones no se cumplen a cabalidad, o bien, se dan sin mayores consecuencias.

Cuando se introdujo el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) con la reforma constitucional del 27 de mayo de 2015, la ASF se vio como un elemento clave y vertebrador del modelo en la materia, no sólo por el hecho de que su titular integra el Comité Coordinador del propio SNA sino porque es absolutamente indispensable el involucramiento de la ASF en el combate a la corrupción, aunque para ello necesita “dientes” que le permitan ejercer su función a cabalidad.

Desafortunadamente, para determinados sectores de la opinión pública, el SNA y algunas de las instituciones que se articulan en torno a él se está tornando en un elefante blanco, si no es que al decir de esas mismas voces ya lo eran desde su génesis; que tales afirmaciones se conviertan en realidad sería una muy mala noticia para la lucha frontal contra la corrupción en nuestro país, yendo de por medio, además, trascendentales prerrogativas ciudadanas como el derecho de acceso a la información pública, la transparencia, la rendición de cuentas y el derecho a un ambiente libre de corrupción. De ese tamaño es la disociación existente entre los postulados constitucionales y su realidad.

La alternativa es clara: O se fortalece la ASF, ya sea bajo su modelo actual o convirtiéndola en un órgano constitucional autónomo que no dependa de la Cámara de Diputados, o de lo contrario tendría que desaparecer y tendríamos que ir pensando en establecer una especie de tribunal de cuentas al estilo español, mismo que de conformidad con la Constitución de 1978 de aquella nación ibérica se encarga de la fiscalización del sector público y del enjuiciamiento de la responsabilidad contable -desde luego, se discutiría en su momento la naturaleza jurídica de dicho ente, pues por tener facultades jurisdiccionales las opciones estarían entre su inserción al Poder Judicial de la Federación o su configuración como instancia autónoma-.

Ya hemos hablado en estas mismas páginas editoriales de que los organismos autónomos no son la panacea ni ninguna caja de pandora que resuelva la enorme cantidad de problemas públicos. No es gratuita la aversión que a algunos de ellos les profesa el presidente López Obrador, pues si en lugar de asumirse como oficinas pro rendición de cuentas -democráticas y ciudadanas genuinamente hablando- más bien son burbujas tecnocráticas con altísimos emolumentos para sus principales funcionarios y alejadas del pueblo, entonces no tienen razón de ser.

Si por el contrario llegan a reivindicar su lugar en la división de poderes e izan la bandera de los derechos fundamentales, entonces no sólo son necesarias sino absolutamente indispensables. Y, más allá de autonomías o no, ahí es donde debe estar el lugar de entes como la ASF: Estar al servicio del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pues todos los órganos del Estado, efectivamente, se deben a la sociedad en sí misma.

Los embrollos en que se ha metido recientemente la Auditoría Superior de la Federación (ASF) hablan no sólo de vericuetos políticos.

También de conflictos de diseño institucional y encauzamiento de las atribuciones, facultades y obligaciones tanto constitucionales como legales de un agencia pública que debería ser clave para la consolidación democrática en México pero que al día de hoy bien pudiera ponerse en entredicho en cuanto a su idoneidad.

Efectivamente, y aunque la Carta Magna en su artículo 79 pareciera ser clara al puntualizar que la ASF tiene a su cargo la fiscalización posterior de ingresos, egresos y deuda, la entrega de informes individuales de auditoría a la Cámara de Diputados, la investigación de posibles actos irregulares o ilícitos en el ingreso, manejo, custodia y aplicación de fondos y recursos federales, así como la promoción de responsabilidades ante el Tribunal Federal de Justicia Administrativa y la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, lo cierto es que en los hechos sus observaciones no se cumplen a cabalidad, o bien, se dan sin mayores consecuencias.

Cuando se introdujo el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) con la reforma constitucional del 27 de mayo de 2015, la ASF se vio como un elemento clave y vertebrador del modelo en la materia, no sólo por el hecho de que su titular integra el Comité Coordinador del propio SNA sino porque es absolutamente indispensable el involucramiento de la ASF en el combate a la corrupción, aunque para ello necesita “dientes” que le permitan ejercer su función a cabalidad.

Desafortunadamente, para determinados sectores de la opinión pública, el SNA y algunas de las instituciones que se articulan en torno a él se está tornando en un elefante blanco, si no es que al decir de esas mismas voces ya lo eran desde su génesis; que tales afirmaciones se conviertan en realidad sería una muy mala noticia para la lucha frontal contra la corrupción en nuestro país, yendo de por medio, además, trascendentales prerrogativas ciudadanas como el derecho de acceso a la información pública, la transparencia, la rendición de cuentas y el derecho a un ambiente libre de corrupción. De ese tamaño es la disociación existente entre los postulados constitucionales y su realidad.

La alternativa es clara: O se fortalece la ASF, ya sea bajo su modelo actual o convirtiéndola en un órgano constitucional autónomo que no dependa de la Cámara de Diputados, o de lo contrario tendría que desaparecer y tendríamos que ir pensando en establecer una especie de tribunal de cuentas al estilo español, mismo que de conformidad con la Constitución de 1978 de aquella nación ibérica se encarga de la fiscalización del sector público y del enjuiciamiento de la responsabilidad contable -desde luego, se discutiría en su momento la naturaleza jurídica de dicho ente, pues por tener facultades jurisdiccionales las opciones estarían entre su inserción al Poder Judicial de la Federación o su configuración como instancia autónoma-.

Ya hemos hablado en estas mismas páginas editoriales de que los organismos autónomos no son la panacea ni ninguna caja de pandora que resuelva la enorme cantidad de problemas públicos. No es gratuita la aversión que a algunos de ellos les profesa el presidente López Obrador, pues si en lugar de asumirse como oficinas pro rendición de cuentas -democráticas y ciudadanas genuinamente hablando- más bien son burbujas tecnocráticas con altísimos emolumentos para sus principales funcionarios y alejadas del pueblo, entonces no tienen razón de ser.

Si por el contrario llegan a reivindicar su lugar en la división de poderes e izan la bandera de los derechos fundamentales, entonces no sólo son necesarias sino absolutamente indispensables. Y, más allá de autonomías o no, ahí es donde debe estar el lugar de entes como la ASF: Estar al servicio del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pues todos los órganos del Estado, efectivamente, se deben a la sociedad en sí misma.