/ viernes 1 de noviembre de 2019

Paradojas de la democracia

La democracia mexicana no sólo es aburrida, decepcionante, necesaria, también es a veces paradójica.

Pienso en la poca legitimidad electoral del gobierno de Enrique Peña Nieto paralela a la buena prensa internacional de sus primeros años de gestión y el contraste con López Obrador, a quien parece ocurrirle lo contrario: Una abrumadora aprobación que ni los más graves errores parecen atenuar, a la par de cierto escepticismo fuera de México en torno a su programa económico y el afán centralizador de su poder político.

El 2013, apenas iniciado el sexenio, fue el año de las reformas estructurales, promesa de desarrollo supuestamente postergado por las trabas de la anacrónica legislación mexicana que no permitía la competencia privada en el sector energético, condición indispensable, nos decían, para “salvar a México”, como rezaba el título de una pedante y nada profética portada de la prestigiosa revista Time en su número de febrero del siguiente año. No recuerdo, por cierto, ninguna alusión al mesianismo tecnocrático y reformador que sugería dicho eslogan tan bien recibido y promovido por el gobierno y sus voceros.

Tanto fervor de algunos círculos financieros mundiales contrastaba con la idea mayoritaria de que la vuelta del PRI al gobierno supondría una restauración del viejo régimen. Así lo anunciaba según sus críticos el Pacto por México, alianza cupular que no haría sino privatizar el país entero y regresarle al presidente un poder perdido durante los dos primeros sexenios de la transición.

El chiste no le duró a Peña Nieto ni un tercio de su mandato. En 2014, antes de cumplir dos años frente al gobierno, ocurrió la tragedia de Ayotzinapa y se dio a conocer la investigación de la Casa Blanca, ambos símbolos de incompetencia y corrupción que supusieron su total descredito ahora sí global y permitieron en gran medida el ascenso de quien se adjudicó el monopolio del discurso antisistema y del desencanto hacia los partidos tradicionales.

Una vez pasada la borrachera electoral del 2018, ahora ya le toca a López Obrador hacer la parte menos épica, la que no encaja del todo con su drama de dimensiones históricas, la que desentona con su cruzada redentora y moralizante: Gobernar. La aprobación de cualquier gobernante tiene una inevitable tendencia a la baja, pero en él la inercia parece llegar con demora. Hay un hambre de cambio que puede volverse demasiado permisiva, con tal de que se haga por lo menos una parte de las promesas de transformación radical que con tanta ligereza y soberbia se gritaron durante 18 años.

Es un cheque en blanco que eventualmente tiene que prescribir. Mientras, hay un ambiente de incertidumbre hacia el gobierno en los mercados y las calificadoras, pero también de muchos analistas que no pueden sino ver en el actual gobierno regresiones autoritarias y una concentración de poder propia del antiguo régimen.

Se dirá que son los demonios neoliberales los que le daban crédito a un gobierno sin mucha legitimidad electoral como el de Peña Nieto por seguir sus viles recetas económicas, mientras que López Obrador les aterra porque recordemos, por decreto presidencial, ya ha muerto el Neoliberalismo. Pero este gobierno sigue conservando instituciones y prácticas neoliberales, como esa fijación por las transferencias monetarias sin la intervención de la corrupta burocracia estatal que a los teóricos de esa ideología les hubieran fascinado.

Difícil vaticinar cómo será la balanza de la aprobación del gobierno actual en un par de años. Seguramente bajarán los presagios apocalípticos de algunos, lo cual dejaría de ser pretexto para que el presidente pare de gobernar como si siguiera en campaña y sus intelectuales orgánicos (dicen que todo se regresa en esta vida) dejen de desviar por la tangente las discusiones importantes. Lento, pero seguro, será el desencanto hacia el gobierno y su partido.

Quizá eso los haga darse cuenta que pueden volver a ser un partido de oposición, aunque así se comporten siempre. (No era el tema a tratar, pero esta última frase es perfectamente aplicable también al gobierno local, que ya lleva buen tramo recorrido).

La democracia mexicana no sólo es aburrida, decepcionante, necesaria, también es a veces paradójica.

Pienso en la poca legitimidad electoral del gobierno de Enrique Peña Nieto paralela a la buena prensa internacional de sus primeros años de gestión y el contraste con López Obrador, a quien parece ocurrirle lo contrario: Una abrumadora aprobación que ni los más graves errores parecen atenuar, a la par de cierto escepticismo fuera de México en torno a su programa económico y el afán centralizador de su poder político.

El 2013, apenas iniciado el sexenio, fue el año de las reformas estructurales, promesa de desarrollo supuestamente postergado por las trabas de la anacrónica legislación mexicana que no permitía la competencia privada en el sector energético, condición indispensable, nos decían, para “salvar a México”, como rezaba el título de una pedante y nada profética portada de la prestigiosa revista Time en su número de febrero del siguiente año. No recuerdo, por cierto, ninguna alusión al mesianismo tecnocrático y reformador que sugería dicho eslogan tan bien recibido y promovido por el gobierno y sus voceros.

Tanto fervor de algunos círculos financieros mundiales contrastaba con la idea mayoritaria de que la vuelta del PRI al gobierno supondría una restauración del viejo régimen. Así lo anunciaba según sus críticos el Pacto por México, alianza cupular que no haría sino privatizar el país entero y regresarle al presidente un poder perdido durante los dos primeros sexenios de la transición.

El chiste no le duró a Peña Nieto ni un tercio de su mandato. En 2014, antes de cumplir dos años frente al gobierno, ocurrió la tragedia de Ayotzinapa y se dio a conocer la investigación de la Casa Blanca, ambos símbolos de incompetencia y corrupción que supusieron su total descredito ahora sí global y permitieron en gran medida el ascenso de quien se adjudicó el monopolio del discurso antisistema y del desencanto hacia los partidos tradicionales.

Una vez pasada la borrachera electoral del 2018, ahora ya le toca a López Obrador hacer la parte menos épica, la que no encaja del todo con su drama de dimensiones históricas, la que desentona con su cruzada redentora y moralizante: Gobernar. La aprobación de cualquier gobernante tiene una inevitable tendencia a la baja, pero en él la inercia parece llegar con demora. Hay un hambre de cambio que puede volverse demasiado permisiva, con tal de que se haga por lo menos una parte de las promesas de transformación radical que con tanta ligereza y soberbia se gritaron durante 18 años.

Es un cheque en blanco que eventualmente tiene que prescribir. Mientras, hay un ambiente de incertidumbre hacia el gobierno en los mercados y las calificadoras, pero también de muchos analistas que no pueden sino ver en el actual gobierno regresiones autoritarias y una concentración de poder propia del antiguo régimen.

Se dirá que son los demonios neoliberales los que le daban crédito a un gobierno sin mucha legitimidad electoral como el de Peña Nieto por seguir sus viles recetas económicas, mientras que López Obrador les aterra porque recordemos, por decreto presidencial, ya ha muerto el Neoliberalismo. Pero este gobierno sigue conservando instituciones y prácticas neoliberales, como esa fijación por las transferencias monetarias sin la intervención de la corrupta burocracia estatal que a los teóricos de esa ideología les hubieran fascinado.

Difícil vaticinar cómo será la balanza de la aprobación del gobierno actual en un par de años. Seguramente bajarán los presagios apocalípticos de algunos, lo cual dejaría de ser pretexto para que el presidente pare de gobernar como si siguiera en campaña y sus intelectuales orgánicos (dicen que todo se regresa en esta vida) dejen de desviar por la tangente las discusiones importantes. Lento, pero seguro, será el desencanto hacia el gobierno y su partido.

Quizá eso los haga darse cuenta que pueden volver a ser un partido de oposición, aunque así se comporten siempre. (No era el tema a tratar, pero esta última frase es perfectamente aplicable también al gobierno local, que ya lleva buen tramo recorrido).